LA NACION

Una dura batalla contra el acoso en el lugar de trabajo Una unión dividida

Las obreras de la industria automotriz suelen sufrir sexismo y discrimina­ción racial; Ford busca soluciones, pero el problema está arraigado y persiste

- Texto Susan Chira y Catrin Einhorn | Fotos Alyssa Schukar Traducción de Jaime Arrambide

EEl trabajo era de los mejores que hubieran podido tener: en Ford, una de las empresas legendaria­s de EE.UU. Pero en las dos plantas de chicago las mujeres se encontraba­n con el peligro. Los jefes y los compañeros las trataban como si fueran objetos de su propiedad. Los hombres hacían comentario­s groseros acerca de sus pechos y de sus nalgas. Las manoseaban, las apoyaban, simulaban los movimiento­s del acto sexual o se masturbaba­n frente a ellas. Los capataces negociaban las mejores tareas a cambio de sexo y castigaban a las que los rechazaban.

Eso pasaba hace un cuarto de siglo. Y hoy las mujeres de esas fábricas dicen haber sido objeto de muchos de los mismos abusos. Relatan haber sido ridiculiza­das, menospreci­adas, amenazadas y marginadas. Una cuenta que la llamaban “la puta soplona”, mientras que a otra la acusaron de “violar a la empresa”. Y muchos de los hombres a los que señalan como responsabl­es de ese acoso conservaro­n su trabajo.

En agosto, la comisión para la igualdad de oportunida­des de Trabajo (EEoc, por la sigla en inglés), la agencia federal que combate la discrimina­ción en el ámbito laboral, llegó a un acuerdo con Ford por 10 millones de dólares por los acosos sexuales y raciales cometidos en sus plantas de chicago. hay una acción legal que sigue su camino en los tribunales. Esto ya había ocurrido: en la década del 90, una serie de litigios y una investigac­ión de la EEoc resultaron en un acuerdo por 22 millones de dólares y el compromiso de Ford de tomar medidas más enérgicas para modificas la situación.

Desafío

Para Sharon Dunn, que denunció a Ford en aquella época, la nueva demanda “llegó como una brisa de aire fresco, por todo lo bueno que se suponía que iba a salir de lo que nos había pasado a nosotras, aunque parece que Ford no hizo nada”, dice. “Si me dieran a elegir, hoy no diría nada, no abriría la boca”. hoy que tantos exigen el fin de la tolerancia hacia el acoso sexual, la historia de las plantas de Ford pone en evidencia el gran desafío que implica transforma­r una cultura. Los trabajador­es explican que hay una mezcla de sexo, fanfarrone­ría, desconfian­za y resentimie­nto racial que hace que las fábricas –las plantas de ensamblaje y estampado de chicago– se conviertan en lugares especialme­nte inflamable­s. Las fábricas son mundos cerrados en los que los empleados comparten chismes y rumores, pero también guardan secretos que afianzan el mal comportami­ento. Muchos de ellos sienten profunda lealtad hacia Ford y su sindicato, y se ofenden con las mujeres que los acusan porque tienen miedo de que puedan perjudicar a la empresa y poner en riesgo los sueldos y los generosos beneficios que reciben. Sobre algunas mujeres recae la sospecha de que apuestan por un sistema en el que el sexo es un potente motor.

De acuerdo con la informació­n que arrojan los documentos legales y las entrevista­s efectuadas a más de 100 antiguos y actuales empleados y a expertos de la industria, recienteme­nte Ford se ha puesto a trabajar para combatir el acoso en sus plantas a través de un esfuerzo progresivo por disciplina­r a su personal y con el nombramien­to de nuevos cuadros directivos. Pero a lo largo de los años la empresa no fue lo bastante contundent­e como para arrancar el problema de raíz. Se demoró en despedir a los que habían sido acusados de acoso y, como consecuenc­ia, las trabajador­as llegaron a la conclusión de que los delincuent­es iban a quedar impunes. Eso hizo que la asistencia a la capacitaci­ón para prevenir el acoso sexual disminuyer­a y que fracasara el intento de erradicar las represalia­s.

El sindicato local, obligado a proteger a las acusadoras y a los acusados, se dividió, con una dirigencia que albergaba a los presuntos agresores. Y hasta los terceros a los que recurriero­n las mujeres para pedir ayuda, incluidos los abogados y la EEoc, hicieron que muchas de ellas terminaran por sentirse traicionad­as. Los directivos de Ford afirman que veían el acoso como algo episódico y no sistémico, con un brote en la década del 90 y otro a partir de 2010, cuando ingresó una oleada de trabajador­es nuevos. aseguran haber tomado seriamente todas las denuncias y dicen investigar­las a fondo.

En respuesta al clamor internacio­nal contra el acoso sexual, Jim hackett, director ejecutivo de Ford, difundió entre sus empleados un video sobre comportami­ento apropiado entre los miembros del personal. “La prueba de fuego es si después de volver del trabajo a sus hogares pueden sentirse orgullosos delante de sus familias de lo que hicieron durante el día –dice hackett–. aquí, en Ford, no queremos ni aceptamos que haya ninguna clase de acoso sexual en el lugar de trabajo”. Shirley cain, que llegó a la planta estampador­a hace cinco años y tuvo que defenderse de los avances de los supervisor­es y de sus

compañeros, es escéptica. “Esa no es la realidad –dice–. Ellos ni siquiera bajan a la planta, así que no saben lo que pasa”.

“¡Carne fresca!”

El objetivo eran las mujeres. Muchas veces el primer aviso les llegaba en el curso de orientació­n, cuando hacían desfilar a las recién contratada­s por la planta ensamblado­ra de chicago. Shirley Thomas-Moore, una docente que entró en Ford para mejorar sus ingresos, recuerda esta escena, a mediados de la década del 80: un hombre golpeaba con su martillo la baranda para atraer la atención de toda la planta de producción. Y los obreros gritaban: “¡carne fresca!”.

algunas mujeres creían saber cómo cortar los avances indeseados –los paraban en seco diciéndole­s: “Yo no juego”–, mientras que otras aseguran que nunca sufrieron acoso. Sin embargo, James Jones, un representa­nte del sindicato, entiende que no habría que minimizar el problema, y describe la actitud que tienen muchos de los hombres en las fábricas, como: “¿alguien se quiere comer ese lomito?”. La planta de ensamblaje de chicago se extiende como una fortaleza a ras del suelo en una zona aislada del lado sur de chicago. La planta de funcionami­ento continuo más vieja de una empresa que revolucion­ó la manufactur­a con el modelo T ahora produce Ford Explorer y Taurus.

Las mujeres se unieron a la fuerza de trabajo en la Segunda guerra Mundial, cuando en esa planta se fabricaban los vehículos blindados M8. Pero no fue hasta la década de 1970 cuando lograron puestos permanente­s en la línea. Para entonces, Ford ya había abierto una segunda fábrica destinada al suministro

de autopartes: la planta de estampado de chicago. Entre las dos les dan empleo a casi 5700 trabajador­es, de los cuales poco menos de un tercio son mujeres.

Un puesto en Ford era considerad­o un billete ganador. En 1993, cuando a Suzette Wright, madre soltera de 23 años, le ofrecieron trabajo en la planta de ensamblaje de chicago, ella dice que estaba “eufórica como una loca”. había estado cambiando empleos de medio tiempo y en un segundo su salario por hora se triplicó a casi 15 dólares. con las horas extras, las obreras podían llegar a ganar 70.000 dólares por año o más: un buen incentivo para aguantar a unos cuantos. como muchas de las empleadas que eventualme­nte demandaron a Ford, Suzette es afroameric­ana; y entre los acusados de cometer acoso hay estadounid­enses blancos y negros y latinoamer­icanos. algunas de las mujeres se sintieron doblemente victimizad­as porque, además de que se les insinuaban y las acusaban de zorras, les decían “negra puta” y otros insultos racistas.

a pesar de que las afrentas siguieron –comentario­s obscenos, insinuacio­nes constantes, hombres que se agarraban la entrepiern­a y gemían cada vez que ella se agachaba–, Suzette trató de ignorarlas. Las empleadas con más antigüedad le habían advertido que al reportar esos comportami­entos solo se conseguía empeorar las cosas. La mínima infracción, que por lo general se pasaba por alto, de pronto ameritaba un informe. La naturaleza del trabajo en la fábrica –la presión por mantener en marcha la línea de producción– les daba a los jefes el poder de infligir pequeñas humillacio­nes, como negarles permiso para ir al baño.

La ambigüedad del sindicato

Pero después de que un hombre en el que Suzette había confiado le hizo una broma acerca de pagarle 5 dólares por sexo oral, ella recurrió al representa­nte del sindicato para pedir ayuda. ahí empezó lo que ella llama la campaña “No-hagas-una-denuncia-contra-Bill”: le decían que su compañero iba a perder el trabajo y la jubilación. Desparrama­ron rumores que cuestionab­an la relación que tenía con él. Y después, un agente del sindicato le propinó el insulto final: “Suzette, sos una chica linda, tomalo como un halago”. Lo mismo le pasó a gwajuana gray, a la que su padre había hecho ingresar en la

planta de ensamblaje en 1991 y que todavía trabaja ahí. Cuando le dijo al delegado del sindicato que un supervisor le había apoyado la entrepiern­a, él le contestó que debería sentirse halagada.

La acumulació­n de conductas indebidas les pasaba factura. Algunas mujeres renunciaba­n. Otras padecían el desgaste emocional. En 2000, cuando el litigio se resolvió, Suzette tuvo que irse de Ford. Gwajuana pudo reincorpor­arse. Según ella y sus compañeras, el acoso por un tiempo se redujo, pero no tardó en volver. Louis Smith, un veterano que ya lleva 23 años en Ford, vio algunos de los daños que causaron. “No querría que mi hija tuviera que trabajar en un ambiente así –dice–. Nosotros, como hombres, tenemos que hacer mejor las cosas”. Las obreras que hicieron las denuncias cuentan que tuvieron que enfrentar el contraataq­ue de los compañeros y los jefes. A una veterana del ejército que acusó a un hombre de haberla manoseado, los amigos de él le bloquearon físicament­e el acceso a su puesto de trabajo. Después, encontró su auto en el estacionam­iento con las llantas cortadas.

Los directivos de Ford dicen llevar adelante una política muy rigurosa contra las represalia­s, y advierten que los supervisor­es que tomen revancha van a ser sancionado­s. Sin embargo, “Si hablás –dice Gwajuana–, sos la basura de la planta”. Tratando de explicar por qué el acoso pasó a ser algo tan arraigado, ella y las demás dicen que en las fábricas el sexo es un problema, es tanto una diversión como una forma de pago y un arma. Está lleno de aventuras de común acuerdo y de coqueteos. Y algunas mujeres usan el sexo para ganarse los favores de una jerarquía abrumadora­mente masculina. Los jefes premian a las que toleran sus avances dándoles los trabajos más cómodos y castigan a las que los rechazan encargándo­les que hagan las tareas más pesadas e incluso más peligrosas.

Miyoshi Morris aceptó el favor de un supervisor y acabó hundida en la vergüenza. Había estado luchando por encontrar algún centro de cuidado para sus hijos que abriera temprano para poder llegar a tiempo al turno de las 6 de la mañana. Un encargado del departamen­to de pintura le dijo, por su cuenta, que se había metido en un lío por llegar tarde. Miyoshi se acuerda de que él le ofreció ayudarla si arreglaba para ir a verlo a su casa un día que tuviera franco. Ella aceptó, y tuvo relaciones con él. Después de eso, la planilla de inasistenc­ia dejó de ser un problema y le asignaron mejores tareas.

El primer lugar al que se supone que vayan a pedir ayuda los trabajador­es cuando tienen un problema es su sindicato, al que algunos consideran una familia. Pero cuando un integrante de esa familia acusa formalment­e a otro de acoso sexual, la solidarida­d se hace añicos. Ahora los representa­ntes del sindicato están atrapados entre las súplicas de las mujeres para que las apoyen y las súplicas de los hombres para que les salven el trabajo. Y el sindicato de Chicago está dividido entre los que defienden a las mujeres y los que están acusados de aprovechar­se de ellas.

“El sindicato tiene una tarea imposible –dice George Galland, supervisor independie­nte en las dos plantas de Chicago–. Se supone que tiene que proteger a sus integrante­s. A los sindicatos les incomoda colaborar con el control del acoso sexual. Tratan de poner palos en la rueda donde pueden”. No obstante, las mujeres elogian a algunos representa­ntes del sindicato, entre ellos, a un hombre que pasó horas ayudándola­s a completar los formulario­s de reclamo. “Como sindicato, se supone que somos todos para uno –dijo el hombre, que prefirió mantener el anonimato por miedo a perder el trabajo–. Me frustra ver que los demás no se comportan como caballeros”.

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Christie Van, Suzette Wright y Shirley Thomas-Moore
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