LA NACION

catalejo

Penumbras

- Víctor Hugo Ghitta

Andaba distraído por ahí, haciendo alguna tontería, a solas en casa, cuando escuché la voz. Sonreí. Mi voz. Estaba murmurando una vieja canción de amor como si tuviese quince, dieciséis años. Creo que era “Penumbras”: La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu piel, y el mar se sintió celoso... La voz sonaba baja, se esmeraba en reproducir el romanticis­mo y el dramatismo excesivos de aquella otra voz que llegaba desde el fondo del tiempo. Tu boca, sensual, peligrosa, tus manos, la dulzura son, tu aliento, fatal fuego

lento... Cantaba con esa desfachate­z y falta de pudor con que hacemos las cosas cuando estamos despreveni­dos, un poco niños jugando en el teatro de la infancia, hasta que de pronto nos sorprende nuestra imagen en el espejo –los ojos derrochand­o una sensualida­d impostada, el movimiento leve de caderas, el falso temblor en los labios– y nos detenemos vencidos por la vergüenza y temiendo que alguien nos espíe.

Sonreí, otra vez. Recorrí con la mirada la discoteca: Miles Davis, Bill Evans, ya saben. Era de noche, ya. Había olvidado la cita. Corrí al cuarto y encendí el televisor: Sandro, la

serie. Escuché entonces la otra voz, una de las voces de mi adolescenc­ia.

Si quieres yo te doy el mundo, pero no me pidas que no te ame así...

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