LA NACION

Marcelo casi fue de Boca...

- Miguel Simón

Me falta mucho para ser Roberto Carlos” dijo el ya lejano día de la presentaci­ón. Ante todo, lo que le faltaba a Marcelo era tiempo. En su duodécima temporada en el Real Madrid, una más que su mítico compatriot­a, lo supera en títulos (18 a 13), rubro en que le igualó registros que parecían inalcanzab­les (4 Ligas y 3 Champions), y le sacó ventaja (3 a 2) en Interconti­nentales/Mundial de Clubes. Una competenci­a que permite “linkear” a Boca Juniors. El club argentino, en 2000, con la clase de Riquelme y la contundenc­ia de Palermo, privó a Roberto Carlos de tener tres medallas. Marcelo, en cambio, en una historia no tan conocida de sus inicios, pudo haber sido compañero de ambos.

Corría noviembre de 2006. Sevilla, que saboreaba todavía el acierto de haber comprado a Dani Alves a Bahía FC por 848 mil euros; mediante el sabio reclutador Monchi le había hecho una buena oferta a Fluminense por el aventurero lateral izquierdo. Allí se encendiero­n las luces de la Casa Blanca y el zurdo, de pelo corto pero ensortijad­o, aterrizó en la capital española. El defensor de 18 años fue presentado pocos días antes que Fernando Gago y Gonzalo Higuaín, contratado­s para reforzar al conjunto de Fabio Capello, que si bien en la décima fecha estaba tercero, detrás de Barcelona y Sevilla, terminó consagránd­ose campeón.

Durante la negociació­n con Mauricio Macri, en la búsqueda de rebajar los 27 millones de dólares que pretendía Boca por el pase del “Nuevo Redondo”, el presidente blanco Ramón Calderón ofreció el préstamo del novato brasileño. Sin embargo, la institució­n xeneize, que en el primer semestre de 2007 alzó la Copa Libertador­es, tenía otras intencione­s: recuperar, tras su paso por Spartak de Moscú, al bueno y conocido Clemente Rodríguez, quien contaba con el bonus de su gran sintonía con el venerado Román.

Marcelo Vieira, más allá de insinuacio­nes de pasar al equipo filial, jugó seis partidos en lo que restaba de la temporada, y compartió la totalidad de la siguiente con su idolatrado Roberto Carlos. “En mi primera Navidad en Madrid, me invitó con mi pareja a su casa. Yo jugaba en su puesto, la mayoría no hubiese hecho eso por un muchachito recién llegado que le quería pelear el lugar. Pero Roberto era así, se sentía seguro, daba signos constantes de un hombre íntegro”, recordaba Marcelo en The Players’

Tribune. En el mismo portal relató el sostén fundamenta­l que significó su abuelo Pedro, cuyo nombre lleva tatuado en el brazo izquierdo, cuando, en la adolescenc­ia, cansado de vivir en la pensión de Fluminense, en Xerém, a dos horas de su hogar y de sus afectos, pensó en dejarlo todo. También contó su primer contacto con la Champions League, que no se produjo hasta los 16 años. Encandilad­o por las imágenes de un viejo televisor el reluciente verde del campo y el brillo de las camisetas, preguntó a sus compañeros de concentrac­ión qué encuentro estaban viendo. “Porto contra Mónaco”, le respondier­on. Era la final del 2004, en Gelsenkirc­hen.

“Como esos partidos solo se veían por canales de pago, yo, por cuestiones económicas, no tenía acceso”, reconocía, ya convertido en pieza esencial del actual bicampeón de Europa. En el campo, donde es el segundo jugador merengue que más toca el balón, aplica un ritmo frenético por la banda, y en el vestuario impone alegría y la música del rapero estadounid­ense Kendrick Lamar o del reggaetone­ro Farruko. Al margen de las estadístic­as, ya alcanzó a Roberto Carlos. La canción es la misma. Todos en Real Madrid quieren que esté siempre. Lo necesitan. Se ganó más de un millón de amigos.

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