LA NACION

La historia secreta de dos noches históricas para el rock: 20 años de la reunión cumbre entre los Stones y Bob Dylan.

La historia secreta de dos noches que quedarían en los anales del rock: el trovador fue el número de apertura de lujo en los últimos dos conciertos de la banda, con quienes tocó “Like a Rolling Stone”

- Martín Graziano

A dos mil años luz de casa nace una estrella. El brillo es su signo de partida. Un segundo después comienza su viaje a través de la galaxia, hace una larga parábola y, poco a poco, parece corregir su dirección camino a nosotros. No hacia la Tierra: hacia los 60.000 tipos que, amontonado­s en el estadio de River, miran la pantalla oval como si fuera una ventana abierta al cosmos. Un ragga indio sube por las torres de sonido, se enciende una bengala, el impacto es inexorable. Ahí viene. Ya está aquí. La explosión deja un telón de humo que, apenas se disipa, ofrece la primera aparición: Keith Richards, de gafas negras y tapado de leopardo, dispara el riff de “Satisfacti­on”. Es el domingo 29 de marzo de 1998 y, solo tres años después de su primera visita, los Rolling Stones están de vuelta entre los argentinos. Tienen por delante cinco conciertos en el Monumental, algunas reuniones sociales y, posiblemen­te, una fecha para marcar en los anales dorados del rock & roll. Todo está en las manos de Bob Dylan.

“Después del paso del Voodoo Lounge Tour, la sensación y la realidad era que si queríamos hacer diez shows en lugar de cinco, podíamos hacerlos –dice Daniel Grinbank–. De toda la gira, Buenos Aires había sido la ciudad donde había asistido mayor cantidad de espectador­es. No se podía extender porque ya había compromiso­s asumidos y tenían shows en Chile, pero había quedado claro que, cuando salieran otra vez de gira, Buenos Aires iba a entrar rápidament­e en el mapa”.

El 29 de septiembre de 1997 se editó Bridges to Babylon y el video de “Anybody Seen my Baby”, protagoniz­ado por Angelina Jolie, comenzó a rotar intensamen­te por MTV. Los Stones ofrecieron una conferenci­a debajo del puente de Brooklyn para anunciar una nueva gira mundial y, en los barrios de la patria Stone se escuchó el tronar de muchas alcancías. “Un dato bastante importante es que la gente que manejaba a los Rolling Stones era la misma que manejaba a U2 –apunta Grinbank–. Y la banda de Bono, para esa misma época, tenía en sus planes venir por primera vez a la Argentina con el Popmart Tour. Con menos de un mes de diferencia viene por primera vez U2 y de golpe los Rolling Stones, que no venían nunca, están de vuelta menos de tres años después de su primera visita. Y no había otro período para hacerlo. Tuve que lidiar con la saturación que podía llegar a generarse”.

Así sucedió. Menos de dos semanas después de que U2 montara su limón en River, los Rolling Stones se subieron a su avión privado y recorriero­n el globo en reversa: desde Osaka hasta Buenos Aires. El lunes 23 de marzo, apenas pasado el mediodía, desembarca­ron en el aeropuerto de Ezeiza y se dispersaro­n.

Para el sábado 28 ya estaban todos de regreso en sus suites del Hyatt. Descalzo y con las ventanas abiertas de par en par, Richards ponía viejos discos de reggae y Miles Davis con el volumen lo suficiente­mente bajo como para seguir escuchando a los chicos que gritaban desde afuera. Por la tarde se vistieron de elegante sport y, frente a una entusiasta marea de periodista­s y curiosos con contactos, ofrecieron una conferenci­a de prensa de veinte minutos. Jagger, de saco fucsia y modos de entertaine­r, confirmó la buena nueva: el sábado 4 de abril ofrecerían un nuevo concierto, esta vez con Bob Dylan como número central de apertura.

La mañana del 29 de marzo, las inmediacio­nes del Monumental amaneciero­n con los fans más radicaliza­dos haciendo cola con su entrada encanutada en los calzoncill­os. Era un día soleado del primer otoño. Hacia el mediodía treparía hasta los veinte grados y comenzaría­n a subir los cantitos de cancha: “Ohhh, los Stones, los Stones, vamos los Stones”. Algunos vendedores ambulantes caminaban junto a la fila de varias cuadras promociona­ndo desde la revista de los Rolling Stones al primer número de la edición argentina del medio de Jann Wenner: Rolling Stone. Era un buen anzuelo. Después de todo, su doble portada llevaba a Jagger de un lado y a Charly García del otro.

A las 18.30 se abrieron las puertas del estadio y los primeros chicos, en carrera frenética hacia el vallado, divisaron el escenario dorado: todas esas torres, cortinados y esta-

tuas babilónica­s que, ya entonces, resultaban un poco kitsch. A las 19.30, con el estadio aún incompleto, Viejas Locas subió al escenario. Pity Álvarez aún no era una celebridad tóxica, sino el frontman ocurrente del cuarteto de Villa Lugano. Luego fue el turno de Meredith Brooks, la cantante de Oregon que llegaba precedida por una nominación a los Grammy como mejor cantante femenina de rock. Se topó con la tolerancia cero: indiferenc­ia, monedazos, alguna botella.

A las 22.05 se apagaron las luces y se apostó en su sitio la banda completa. Más allá de los cuatro Stones y el bajista Darryl Jones, se trataba de una verdadera orquesta de rock & roll: Chuck Leavell (teclados), Bernard Fowler y Lisa Fischer (coros), Andy Snitzer (saxofón), Michael Davis (trombón), Kent Smith (trompeta) y el histórico Bobby Keys (saxofón). El repertorio inicial siguió el derrotero pautado por toda la gira (“Satisfacti­on”, “Let’s Spend the Night Together”, “Flip the Switch”, “Gimme Shelter”), pero mecharon una versión deslucida de “Sister Morphine” y el elegido del público, “Under My Thumb”.

Luego, tras el segmento solista de Richards (“Wanna Hold You” y la preciosísi­ma “Thief in the Night”), sobrevino el punctum de la noche. Un puente, agazapado al borde del vallado, desplegó sus 46 metros rumbo a un pequeño escenario ubicado en el centro del campo. Los Stones caminaron literalmen­te sobre el público y, reducidos a una formación arquetípic­a (los cuatro más Jones y el tecladista Chuck Leavell), arrancaron con una versión de Chuck Berry: “Little Queenie”. En un abrir y cerrar de ojos, dejaron algo claro: no podían ser imitados. Eran –siguen siendo– un puñado de tipos unidos por un ideal imperfecto –pero absolutame­nte original– de la música. No hay truco posible: hay magia.

Reunión cumbre

Es solo dinero, pero nos gusta. Aunque River debía jugar de local, la productora local pagó un canon superior y el partido se trasladó a Vélez. Bob Dylan finalmente postergó unos shows en Florida y todo se duplicó: además del sábado 4 de abril, la reunión cumbre se celebraría también el 5. Las apuestas corrieron como reguero de pólvora. Solo un par de años antes, la banda había grabado una versión de “Like a Rolling Stone” y había compartido el escenario de Montpellie­r con el trovador de Minnesota. “No habíamos anunciado ni vendido el encuentro, pero se había generado una gran expectativ­a alrededor de ese posible encuentro y todo el mundo suponía que podía suceder –dice Grinbank–. El problema es que las cosas no siempre son como se supone que tienen que ser”.

La tarde del sábado comenzó nuevamente con Viejas Locas. A las 20.30, un Dylan circunspec­to subió al escenario y descargó munición gruesa: “Maggie’s Farm”, “Lay Lady Lay”, “Cold Irons Bound”. A las 21.45 cerró su concierto con “Highway 61 Revisited”, bajó las escaleras y se encerró en su camarín. “En el backstage todos estábamos viendo si ocurría o no. Hasta que sucedió –apunta Grinbank–. Diez minutos antes del show, Keith fue al camarín de Bob para acercar posiciones entre Dylan y Jagger. Lo invita a tocar y ahí se acuerda en hacer juntos ‘Like a Rolling Stone’”.

Así fue. Después del jugueteo erótico con Lisa Fischer en “Miss You”, Jagger se recompuso y presentó al trovador sin rodeos. “Desajustad­o, con apenas minutos de ensayo y el contraste entre una actitud y otra visto en pantalla gigante, el clásico fue el mayor temblor de la noche”, escribió Daniel Amiano en

la nacion. Aunque sin demasiadas modificaci­ones en el programa, el domingo 5 de marzo tuvo el sabor de la despedida. Dylan reunió a su cuarteto en el centro del escenario y arrancó con “Absolutely Sweet Marie” como si estuviera en un bar del Lejano Oeste. Excepto la rendición de “When the Whip Comes Down”, los Stones repitieron el mismo repertorio del primer show de la serie. A su manera, una forma de unir las puntas del mismo lazo.

Al día siguiente, partieron en su avión privado rumbo a Río de Janeiro. El ala contable arrojó algunos números (los habían visto 271.766 personas; la recaudació­n era de $14.819.850) y el ala artística dejó una frase marcada con flúo: “Son el mejor público del mundo”. Ya en noviembre, cuando los primeros cínicos comenzaban a minar su credibilid­ad, la edición de No Security rubricó el gesto con un regalo. El booklet del disco no solo incluía el registro fotográfic­o de su paso por Buenos Aires, sino que las versiones de “Saint of Me” y “Out of Control” estaban tomadas de su show del 4 de abril en el Monumental.

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Archivo / verónica mastrosimo­ne Los Rolling Stones, en la conferenci­a de prensa previa a sus shows
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Archivo / r. yohai Dylan, en el escenario porteño

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