Un gigante de la ciencia
Ni el usual fárrago de las discusiones económicas, judiciales y deportivas puede ocultar un hecho penoso ocurrido en las últimas horas: después de llegar a pensar en su erradicación, volvió a presentarse un caso de sarampión en la Ciudad. Una beba de ocho meses presentó los síntomas característicos de la infección: fiebre, mocos, tos y, luego, manchitas rojas en la piel.
Que volvamos a hablar de una enfermedad altamente contagiosa y potencialmente mortal, pero prevenible por el simple trámite de la vacunación gratuita y obligatoria, y para la cual la región americana había sido la primera declarada libre de circulación en 2016, después de 22 años de trabajo sostenido de miles de profesionales, revela, entre otras cosas, que hay personas que no se inmunizaron y pueden transmitir el virus. De acuerdo con estimaciones internacionales, cuando se alcanza un 95% de cobertura en cada distrito del país, la inmunidad del conjunto protege a aquellos que no pueden vacunarse. Para hacerse una idea de lo que significa contar con una vacuna contra esta enfermedad, baste con recordar que, según la OMS, antes de su introducción, en 1963, había epidemias que llegaban a causar más de dos millones de muertes por año en el mundo.
Todavía bajo la influencia de las emociones que provoca una visita al Museo Pasteur de París, que preserva hasta en sus mínimos detalles el departamento que ocupó en los últimos siete años de su vida el sabio francés que creó la vacuna contra la rabia (mientras fundaba la microbiología clínica, refutaba la teoría de la generación espontánea, desarrollaba la teoría germinal de las enfermedades infecciosas y prácticamente iniciaba la medicina científica), es imposible sustraerse a la amarga ironía de que hoy haya quienes duden de los beneficios de una de las medidas sanitarias que más vidas salva.
En un día gris, aunque no está abierto al público, la amable Chantal Pflieger, encargada de guiarnos en la recorrida a un minúsculo grupo de visitantes, nos franqueará el ingreso a las once de la mañana. El museo está ubicado en el amplio predio del instituto que lleva su nombre, sobre el 25 de la calle Docteur Roux. Ingresar en ese espacio de dos plantas, alfombras con arabescos y decoración recargada es como viajar en el tiempo al siglo XIX. Allí están los dormitorios, la biblioteca, los salones para recibir invitados, y los innumerables premios y reconocimientos que Pasteur recibió a lo largo de su vida. También se conservan retratos al pastel de sus padres y amigos que pintó en la adolescencia, cuando pensó en dedicarse al arte y algunas fotos de su vejez (en una se lo ve sentado, con signos de las secuelas de un accidente cerebrovascular; en otras, con sus nietos).
Pero el corazón de la muestra está en una gran sala (que, según explica Chantal, originalmente había sido la lavandería), donde se exhiben los precarios instrumentos con los que desarrolló las investigaciones que, desde sus inicios como químico, a los 20 años, condujeron a los antibióticos, la esterilización y la asepsia que permitieron un avance notable de la cirugía, y a la prevención de enfermedades infecciosas. Allí pueden observarse la primera autoclave, que a su pedido fabricó Charles-Edouard Chamberland para esterilizar objetos a temperaturas mayores a la de la ebullición del agua, y los recipientes de vidrio en los que aisló y experimentó con el virus de la rabia que, debilitado, permitiría vacunar contra la infección.
El impacto de la preparación “antirrábica” (que se aplicó por primera vez el 6 de julio de 1885 a un chico llamado Joseph Meister, y que
Antes de su introducción, en 1963, había epidemias que llegaban a causar más de dos millones de muertes por año
exigía más de 10 inyecciones en el abdomen) fue tal que no tardó en atraer al laboratorio del doctor Pasteur a personas mordidas por animales infectados desde todas partes de Europa en busca de curación. Ante la imposibilidad de atenderlos a todos, en 1886 lanzó una iniciativa en conjunto con la Academia de Ciencias para crear una fundación privada con su nombre que hoy es un instituto dedicado al estudio de enfermedades infecciosas y a la salud pública con 33 sedes en cinco continentes.
Entre las fotos que cuelgan de las paredes del Museo Pasteur, impresiona la que retrata a un grupo de personas maltrechas. Son rusos que habían sido mordidos por un lobo con rabia y llegaban tras un largo viaje desde Smolensk a la capital francesa. En agradecimiento, el príncipe Alexander Petrovich de Oldenburg le regaló al gigante de la ciencia un soberbio vaso de malaquita con aplicaciones de bronce. En esos tiempos en que la enfermedad mostraba su cara más brutal, a nadie se le hubiera ocurrido dudar del incomparable beneficio de la vacunación…