Ni Pokemon, ni un spinner: ¡figuritas!
Entre los muchos signos de época, la veloz obsolescencia de las “revoluciones del entretenimiento” es uno de los más enigmáticos. Hace unos días escuché cómo dos chicos de 11 años planteaban la aventura de ir a cazar un Pokemon a Puerto Madero. Y me sonó algo tan viejo como un capítulo de El Zorro. El Pokemon Go, para quien no lo recuerda, fue la gran novedad de Nintendo, que según muchos expertos de esos tiempos, cambiaría nuestro sistema de entretenimientos para siempre. La fiebre empezó en la Argentina en la segunda mitad de 2016. Y para principios del año siguiente ya nadie (o casi) hablaba del tema. Una semana después de rememorar a los Pokemon, encontré un spinner en un cajón de mi casa. ¡Un spinner! En mayo del año pasado, aquel objeto por el cual los chicos eran capaces de entregar a su familia a una banda de secuestradores, aparecía como la gran innovación del entretenimiento a nivel mundial. Lo básico del mecanismo (un rulemán sobre el cual giran unas aspas que se mantienen entre los dedos) colisionaba bastante con la filosofía de la evolución digital, pero esas cualidades analógicas no impidieron su atractivo, al contrario, potenciaron su fama. El spinner (que no estaba patentado) entró en los hogares como el Sea Monkeys en los ochenta: ¿quién no se acuerda de esos animalitos acuáticos que podían criarse en un vaso en la cocina? El spinner terminó transformándose, tal vez, en el objeto descartado más rápidamente en la historia de la humanidad. El juguete preferido de Donald Trump –según crónicas de esa época estaba fascinado con el spinner– nació allá por marzo o abril de 2017 y en agosto (por lo menos en la Argentina) cientos de ellos ya descansaban abandonados en los cajones de los hogares. O sea, duró menos de un año que, desde nuestra perspectiva actual, parece una eternidad.
En tren de recordar revoluciones masivas aparece en la memoria cercana la imagen de los Angry Birds. Esos simpáticos pajaritos enojados que uno podía disparar con una gomera contra cubos… Entre 2009 y 2011 su creador era una especie de estrella de rock paseándose por el mundo, de conferencia en conferencia, relatando con excitación los pormenores de su creación. ¿Alguien se acuerda de él? Bueno, se llama Peter Vesterbacka, y en una entrevista con la nacion, publicada el 8 de septiembre de 2012, decía: “Fue una de las primeras experiencias agradables de juegos en dispositivos táctiles. Y nuestro marketing es realmente muy bueno”. Al año siguiente de esa entrevista Angry Birds comenzó a apagarse en el play store.
Hay excepciones. En eso pensaba mientras cruzaba la calle hacia el kiosco a comprar el album de figuritas del Mundial. Coleccionar cartoncitos con el nombre de un jugador debajo, al parecer, sigue siendo insuperable. “Es épico”, me responden los chicos a quienes deslizo mi curiosidad sobre la vigencia de este entretenimiento arcaico. Recordé inmediatamente aquella pelota que gané cuando llené el album de un campeonato en mi niñez setentosa. Y se me dibujó una sonrisa irónica: Angry Birds nunca tuvo tanta “épica”.
Duró menos de un año que, desde nuestra perspectiva, es una eternidad