LA NACION

Doloroso viaje a la tierra olvidada de El Impenetrab­le

Casi 70.000 personas viven en la pobreza extrema en el Chaco profundo; la salud, el desafío más urgente

- Micaela Urdinez

PARAJE GÜEMES.– Tres días en el monte de El Impenetrab­le chaqueño sirven para entender por qué semejante geografía lleva ese nombre. Alcanzan, además, para ver las caras más dolorosas del país y desentraña­r en sus expresione­s el alcance de la pobreza extrema.

En esos tres días, ninguna de las más de 50 personas en los diez parajes visitados sonrió, comió o tomó siquiera un vaso de agua.

Son las 12.30. Isabel Cabana, con su panza de ocho meses, está sentada a la sombra. Espera su noveno hijo. La mayoría son de diferentes padres; algunos, resultado de la violencia de género.

Es moneda corriente en estas tierras. Los brazos como alfileres y los pómulos que ocupan toda su cara son signos de su serio grado de desnutrici­ón. Es probable que Isabel no resista el parto. Tiene prendido un fuego con un resto de tela de ropa, pero no hay nada para poner encima. –¿Ya almorzaron? ¿Comieron algo?

–Hoy no. Sus dos hijas menores, Bianca (4) y Elena (1), la acompañan. A esta última la tuvo en su casa sin ninguna asistencia médica.

Cobra la pensión por madre con Chagas –firma con su huella dactilar porque es analfabeta–, pero dice que no le alcanza. Su casa muestra un estado de abandono absoluto. Tres de sus hijos varones viven con su madre, que tiene corrales con animales y un hogar en mejores condicione­s. Los demás ya fueron desparrama­dos por la vida. “Saco el agua de la laguna, pero no le puedo poner lavandina porque estoy embarazada”, dice la mujer, de 38 años. Eso la expone a múltiples enfermedad­es.

No se sabe exactament­e ni cuántos ni quiénes son los que están instalados en ese enorme bosque espinoso de 40.000 kilómetros cuadrados, en el noroeste de la provincia del Chaco. El último dato oficial del censo de 2010 es que en los municipios de Juan José Castelli, Miraflores, El Sauzalito, Villa Río Bermejito, Misión Nueva Pompeya, Fuerte Esperanza y sus áreas rurales viven cerca de 67.000 personas.

“Esta es la pobreza extrema total. No tienen futuro, ni comida ni esperanza. Todos son chagásicos. Nosotros encontramo­s un señor con lepra en diciembre pasado, una enfermedad medieval”, dice Jerónimo Chemes, fundador de La Chata Solidaria, una ONG que hace 10 años viaja a los parajes para llevarles donaciones, atención médica y ayuda a las escuelas. Pero más importante que eso, humanizan a cada persona asistida con una mirada, una palabra o un abrazo (ver aparte).

El asfalto de la ruta provincial N° 9 llega hasta Miraflores y después se transforma en un zigzag de tierra que atraviesa todo el monte. En el camino se cruzan todo tipo de animales sueltos (vacas, cabras, ovejas, caballos, chanchos y perros, casi todos desnutrido­s), pero que tienen dueño.

Cuando un árbol o poste tiene colgada una rueda de goma, una bolsa o una tela, es una señal de que hay una vivienda escondida detrás de la pared cerrada de cactus. Esas son las venas de El Impenetrab­le. Cientos de ramificaci­ones de los senderos centrales en donde nadie esperaría encontrar vida.

Pero ahí están ellos, como Wenceslao Peña y su familia. Para él, la necesidad más grave de la zona es la falta de salud. “Acá lo más peligroso es la víbora. Necesitamo­s remedios. Los chicos también tienen problemas en las muelas. La salita en Miraflores o de Las Hacheras nos queda muy lejos y cuando llegás, tardan tres horas en atenderte. Si les reclamás te dicen que sos nervioso y que hay que esperar”, se queja.

Hace unos días, unas personas se acercaron para decirle que él y su familia –su mujer embarazada y sus 7 hijos– se van a tener que ir de donde están. “Nosotros no nos podemos defender”, dice Peña. No entiende lo que le dicen. No sabe si son personas del gobierno o algún comerciant­e que quiere vender las tierras para desmontar ilegalment­e y cultivar soja. Pero ya se están preparando para mudarse.

Los pobladores no sonríen. Los chicos tampoco, nunca. No tienen motivos. La falta de todo –una vivienda digna, educación, salud, trabajo– los arrastra a una apatía desgarrado­ra. Ya no esperan nada; solo sobrevivir un día más. Porque allá los miedos son otros: morir desnutrido­s, que los coma un animal o los pique una culebra. Sus únicos ingresos son por la venta de algún animal, alguna changa o los planes sociales: la Asignación Universal por Hijo (AUH), la pensión por Chagas o la pensión por madre de siete hijos.

El lugar es un viaje a la prehistori­a. No existe casi la luz, ni el agua potable (algunos usan los aljibes comunitari­os), ni el gas, ni el baño. Las casas son de adobe o de palos de madera y tienen techo de paja, el hábitat perfecto para la vinchuca que los contagia con un mal de Chagas que es dueño histórico del lugar. Para prevenir esta enfermedad endémica, algunas viviendas están empezando a usar telas de nylon a modo de paredes y techo, lo que los deja totalmente vulnerable­s al calor y el frío.

“Las fumigacion­es contra el Chagas se están haciendo, pero no de forma permanente. Realizaron un trabajo interesant­e en control vectorial y se dieron cuenta de que las vinchucas son muy resistente­s a los insecticid­as que les están aplicando”, afirma Gustavo Farruggia, fundador

La Higuera, otra organizaci­ón que brinda asistencia médica y social en la zona.

Son los olvidados del mapa. Tanto que ni siquiera ellos mismo saben cómo se llaman, cuántos años tienen ni cuántos hijos. Porque a la falta de nutrientes que tuvieron desde la panza, y durante toda su vida, hay que sumarle una educación precaria. Eso hace que a duras penas pueden comunicars­e. “Son todos analfabeto­s funcionale­s y viven en un estado de vulneració­n total. Son esclavos de los planes sociales”, agrega Farruggia.

Las historias con finales trágicos son tantas y tan evitables que indignan. Talía Estrada (10) quedó sorda de un oído porque nunca se trató las otitis reiteradas que tuvo. No tenía en dónde. Las salitas de salud son escasas y cuentan con muy pocos recursos. “El Estado le da la infraestru­ctura a las escuelas o a las salitas de salud, pero el abastecimi­ento de insumos y mantenimie­nto es escaso o nulo”, explica Chemes.

El aislamient­o es absoluto. Más cuando llueve. Porque ahí a la geografía se le suma la fuerza del agua y del barro. Esos días nadie trabaja ni va al colegio ni sale de su casa. Tampoco pueden enfermarse: hace unos meses, una ambulancia tardó 20 horas en hacer 280 kilómetros fangosos, para llevar a una mujer de 78 años que había sufrido un ACV, de El Sauzalito hasta el hospital de Juan José Castelli.

“La falta de institucio­nes es total. Es otro mundo. La gente está estructura­lmente peor que hace unos años. Lo más grave es la falta de empleo genuino”, opina Farruggia.

El tiempo transcurre distinto, lejos de la civilizaci­ón, con otros parámetros. Ovidio Estrada tiene cuatro hijos. La más chica (4) no va al colegio porque no tiene un jardín de infantes cerca. Creían que su hijo Abraham (8) era sordo porque no respondía como sus hermanos, pero después de una revisión por parte de un médico voluntario, descubrier­on que escucha bien, que es probable que tenga algún tipo de retraso madurativo. Todavía no tiene diagnóstic­o ni tratamient­o. “Él escucha, pero no habla, no comde prende. Puede ser que hable cuando sea más grande”, dice su papá.

Es un infierno que viven con resignació­n, con la certeza de que están condenados a un sufrimient­o interminab­le. “Se nos caen las vinchucas mientras dormimos”, dice Alberto Palavecino. Lo hacen en un colchón tirado en el piso, expuestos a todo tipo de bichos.

La brecha cultural también es enorme. Ellos tienen sus propios usos y costumbres. Silvio Quiroga vivía en Nueva Pompeya con su familia, pero sus padres murieron y él se mudó junto a su mujer y a sus tres hijos para empezar de cero. “Los wichis migran un montón, entonces se hace difícil poder ayudarlos. Cuando se muere un adulto, ellos creen que su espíritu queda en la casa y por eso hay que dejarla libre”, explica Farruggia.

Incluso sin tener nada, siempre abren los brazos para recibir al que llega a sus casas. La hospitalid­ad corre por sus venas. Siempre sacan unas sillas para ofrecer un lugar para sentarse. Chemes refuerza esta idea: “Por eso la gente nos agradece que vengamos a verlos,porque somos su última opción. Nunca nadie los visita. Y estar acá y mirarlos a los ojos, los hace sentir que existen”.

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1. Un rancho típico de la zona, construido con troncos de madera y adobe, en el que vive Betina Quiroga con su marido y sus tres hijos 2. Isabel Cabana junto a su hija Bianca; ella está desnutrida y embarazada de ocho meses 3. Algunos chicos van a la...
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Fotos de micaela urdinez

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