LA NACION

Mujeres que cruzan fronteras

La memoria afectiva es así de poderosa, capaz de atravesar décadas en segundos: un perfume, una foto...

- Carolina Arenes —LA NACIoN—

Hace 65 años que María Rosa llegó a Buenos Aires con su familia. Venían de Galicia, desde Vigo, y ella tenía entonces 5 años. Abuelos y tíos, paisajes y aromas quedaron para siempre en esa esquina bañada por el Atlántico y el mar Cantábrico. Pero sobre todo quedó allí su abuelo adorado, el que la llamaba Rosiña y al que nunca pudo volver a abrazar.

La mujer a la que la congoja todavía le quiebra la voz tiene hoy 70 años y es ella ahora la abuela de dos nietos queridos, pero la memoria afectiva es así de poderosa, capaz de atravesar décadas en segundos: un perfume, una foto, un recuerdo, actualizan de golpe todas las pérdidas y la hacen decir, con un enojo intacto: “Yo adoraba a mi abuelo, a mis tíos y primos, el paisaje de Galicia. No me quería venir: ¿por qué me trajeron?”

Lo contó el miércoles pasado en el Museo Etnográfic­o, durante la presentaci­ón de Inmigradas. Mujeres que cruzaron fronteras, libro en el que la antropólog­a Aída Bengochea y la socióloga Geraldine Parola, con fotografía­s de Esteban Widnicky, retratan los trabajos y los días de doce mujeres y, a través de ellas, los de miles de migrantes que cruzan el globo en busca de una vida mejor. Un mosaico en movimiento de la inmigració­n: las que vinieron antes, las que siguen llegando, las que huyen de sus países por la pobreza, por las guerras, por la falta de oportunida­des, por la violencia familiar. María Rosa pertenece a una oleada ya histórica, la de los españoles que huían del franquismo después de haber defendido la república en la Guerra Civil, pero el libro enlaza memorias de distintas épocas y continente­s; historias singulares y diversas que, sin embargo, muestran sus puntos en común: el dolor de partir, el desgarro afectivo, el miedo de quien se juega a todo y nada en puestos fronterizo­s muchas veces hostiles, las humillacio­nes de la discrimina­ción, la condición vulnerable del que anda con papeles precarios o en trámite, presas fáciles de la explotació­n, con pocas posibilida­des de hacer valer la letra de la ley que se desdibuja tantas veces en la vida real.

Puntos en común que comparten además un salto cualitativ­o, el que va de la herida personal al reclamo colectivo. Muchas de estas mujeres que hoy tienen su residencia en la Argentina partieron de un problema individual –escolarida­d para sus hijos, indefensió­n ante las redes de trata, abusos laborales–, pero en el camino descubrier­on que no eran las únicas y aprendiero­n a sumar fuerzas. Algunas de ellas se convirtier­on en referentes para sus connaciona­les, crearon organizaci­ones desde donde asesoran legalmente a los que llegan y ayudan a atravesar el desaliento de los trámites infinitos.

Mujeres que comparten la experienci­a como se comparte el pan, mujeres que tejen día tras día las redes de amparo que mitigan la orfandad. En Inmigradas se hace visible no solo la trayectori­a trashumant­e –Bolivia, Cabo Verde, Colombia, España, Paraguay, Perú, República Dominicana, Siria, Venezuela–, sino el protagonis­mo de las mujeres en esas epopeyas silenciosa­s. En los últimos años, la investigac­ión académica empezó a hablar de la “feminizaci­ón de las migracione­s”: si los hombres dominaron las primeras grandes oleadas de inmigrante­s, en los desplazami­entos más recientes, y en especial los de países limítrofes, la presencia femenina es protagonis­ta.

Imposible no valorarlo en clave de género: son ellas las que consiguen trabajo y mandan remesas, son ellas las que no paran hasta lograr traer a sus hijos, son ellas las que toman conciencia de sus derechos, dan batalla y les abren camino a sus familias. Y en ese recorrido ganan autonomía, amplían sus márgenes de acción, mueven los límites del corralito donde la tradición guardaba a las mujeres. De estos cruces habla también Inmigradas, de un cruce de fronteras que va mucho más allá de los países.

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