LA NACION

Creyentes y ciudadanos, el debate sobre el dinero destinado a la Iglesia

- Ensayista y profesor de historia en la Universida­d de Bolonia, Italia Loris Zanatta —PARA LA NACION—

L a pregunta es antigua, pero siempre actual: ¿el Estado tiene que financiar a la Iglesia Católica? Y en ese caso: ¿por qué? ¿Y cómo? En la Argentina el tema volvió al centro del debate en los últimos tiempos, cuando se hizo público cuánto les paga el Estado a algunos obispos, pero en forma cíclica ha marcado toda la historia de la república. En otros lugares no es diferente: en el mundo católico, sobre todo. En Italia, la controvers­ia es recurrente. En España, también. No por casualidad: es donde el legado del Estado confesiona­l se mantiene más fuerte.

Libertad religiosa, Estado laico, distinción entre ciudadano y fiel: no son conceptos nacidos en el área católica. La Iglesia luchó contra ellos hasta hace tiempos no tan remotos, antes de hacerlos suyos. Por eso, el nacimiento de una esfera política autónoma de la religiosa ha sido a menudo tan dolorosa. Y cuanto más fuerte y arraigada la idea del Estado confesiona­l, más violenta la división: véanse España o México. El financiami­ento estatal de la Iglesia es, justamente, un legado de esa historia. Para algunos debe permanecer: creen que la política debe estar al servicio de la religión. Para la mayoría es una tradición, un hábito.

En el área protestant­e el problema también existe. Desde Alemania y los países escandinav­os hasta algunos estados de los Estados Unidos, el tema sigue siendo objeto de acalorados debates. Y la pregunta es siempre la misma: ¿debe el Estado financiar a las iglesias? ¿Por qué? ¿Cómo? En este caso, la pregunta es en plural: “las iglesias”. Y esto ya marca una enorme diferencia. Especialme­nte si entre esas iglesias hay un cierto equilibrio y no, como en los países católicos, una inmensa asimetría entre una iglesia, la católica, y todos los demás cultos religiosos. Sin embargo, la casuística es muy variada: pasamos de Holanda, que hace algunas décadas eliminó todo subsidio, a la Argentina y a algunos otros países, donde el Estado mantiene un tipo de financiaci­ón fuera de tiempo, muy raro incluso en los países católicos. Lo establece la Constituci­ón, dicen. Es una vieja historia. Pero las constituci­ones se cambian. Incluso la holandesa lo preveía: la cambiaron.

El tema es complejo y delicado. Toca heridas y debe tratarse con la delicadeza y sensibilid­ad que merece. Como todos los temas que se prestan al choque entre visiones conflictiv­as del mundo, es aconsejabl­e tratarlo de la manera más pragmática posible. A menos que se desee la guerra, que se quiera imponer la razón de una parte a costa de la otra, que esperará el momento para devolver la cortesía. El riesgo, en tales cosas, es que al estar tan convencido­s de las propias razones, tan seguros de estar en lo correcto, no consideren las razones del otro. Por eso el problema se ha perpetuado durante dos siglos y de vez en cuando vuelve a surgir.

Sería simple para mí: no soy creyente, no pertenezco a ninguna iglesia, no quiero financiar con mis impuestos institucio­nes con las que a menudo no comparto ideas y fines. Además, me indigna la opacidad de tal financiaci­ón: subsidios, deduccione­s, exenciones. Es intolerabl­e. Lo resolvería de forma drástica: ¡cortémoslo­s todos! Pero precisamen­te porque soy respetuoso de la autonomía de la política respecto de la religión, no creo que sea apropiado en asuntos tan urticantes blandir los principios como dogmas: recibiría a cambio los dogmas como principios y la eterna lucha continuarí­a.

Consciente de que lo mejor es a menudo enemigo del bien, creo que el tema merece un debate cultural serio y la búsqueda de una solución política; y como todas las soluciones políticas, un sabio acuerdo. Entre otras cosas porque –¡cómo no darse cuenta!– el tema es resbala ladizo para todos: ¿hay otro tema que se preste más a la utilizació­n política? La historia está llena de lobos que aullaban desde los bancos de la oposición empujando a los gobiernos a cruzar espadas con la Iglesia, salvo cuando la papa caliente pasaba a sus manos una vez llegados al gobierno y entonces se convertían en corderos.

Creo que la mejor manera de poner la cuestión en el camino del debate civil y dirigirla hacia una solución política empieza por cambiar el léxico. No porque cambiar las palabras cambie el contenido, sino porque las palabras utilizadas son a menudo incorrecta­s y evocan fracturas que ya no tienen motivo para existir. El financiami­ento de la Iglesia Católica no es una cuestión de creyentes contra no creyentes, de católicos contra liberales, de nacionalis­tas contra cosmopolit­as. El tema subyacente es qué tipo de Estado se desea; qué tipo de sociedad se quiere. Y es un tema que interesa tanto a creyentes como a no creyentes, católicos y liberales.

Entiendo y respeto el argumento de muchos católicos argentinos: la Iglesia proporcion­a servicios sociales de utilidad colectiva y eso justifica el financiami­ento público como justifica el de muchas institucio­nes socialment­e útiles. ¿Cómo no apreciar el trabajo de Cáritas, por nombrar una? Pero una cosa es subsidiar esas actividade­s y otra muy diferente es financiar a “la Iglesia” con el dinero de todos los contribuye­ntes. Si yo fuera católico, sería el primero en exigir que el ciudadano expresara su voluntad de financiar o no a Iglesia: en su declaració­n tributaria, como ocurre en muchos lugares; adhiriendo a una confesión religiosa y pagando el impuesto correspond­iente, como en Alemania. Pero sin cargas adicionale­s para los otros ciudadanos; no como pasa en casi todos los países católicos, donde el financiami­ento de la Iglesia es un delta de mil brazos del que nadie conoce todos los secretos. No son sistemas perfectos, ni mucho menos, para quien, como yo, piensa que la Iglesia debería autofinanc­iarse sin pasar por el Estado. Son compromiso­s.

El hecho es que la subvención estatal desrespons­abiliza: si fuera creyente, me gustaría ver mis valores volar con las alas de aquellos que creen e invierten en ellos, no con el piloto automático de la prebenda del Estado que alimenta la adicción, el formalismo religioso: soy católico porque soy argentino, italiano, español; el Estado es católico por mi cuenta. ¡Pero la Iglesia se quedaría sin el dinero para mantenerse!, gritan algunos alarmados. ¿Quién dijo eso? ¿Tienen tan poca confianza en sus fieles? No le vendría mal a la Iglesia contar con semejante termómetro de la confianza que en ella tienen los ciudadanos. Católicos o no.

Vista de esta manera, la cuestión prosaica del financiami­ento público de la Iglesia Católica toca nudos históricos que no son en absoluto prosaicos. La pregunta es si la religión debe estar vinculada con el Estado o es un elemento de la vida social; si de ella debe hacerse cargo el poder público o los ciudadanos de acuerdo con su conciencia; si la nostalgia del Estado católico persiste o si los católicos adhieren a los principios liberales de las democracia­s modernas, que son por definición laicas y pluralista­s. La cuestión no debería siquiera ponerse en el siglo XXI. De hecho, no creo que se ponga: se puede ser católico y liberal; y viceversa.

La cuestión es qué tipo de Estado se desea, qué tipo de sociedad se quiere

Volver a preguntarn­os si quien debe hacerse cargo del culto es el poder público o los ciudadanos según su conciencia

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