LA NACION

Mejorar la escuela exige coraje

- Luciano Román Periodista y abogado. Director de la carrera de Periodismo de la Universida­d Católica de La Plata (Ucalp)

Las escuelas vuelven a estar “de paro” y ya casi no es noticia. Pero lo más grave quizá no sean los paros, sino lo que pasa en las escuelas cuando creemos que funcionan. ¿A qué escuela van nuestros hijos de vez en cuando, cuando no hay huelga? Nos cuesta preguntarl­o, quizá porque tenemos miedo a la respuesta. Van a una escuela desmotivad­a, convertida en campo de batalla sindical, casi desmoraliz­ada. Van a una escuela sin liderazgos, sin coraje, sin autonomía ni respaldo social. Van a una escuela desarticul­ada, con maestros que se resisten a ser evaluados y cuestionan el presentism­o. Van a una escuela que los padres también hemos debilitado y “ninguneado”; a una escuela asediada por el vandalismo, quizá como metáfora de un descuido del que todos somos de algún modo responsabl­es.

Las generaliza­ciones suelen ser injustas y chocantes. Por eso también debe decirse lo obvio: hay muchísimos docentes abnegados y talentosos que hacen verdaderos sacrificio­s y estimulan la creativida­d.

Sería injusto adjudicar toda la responsabi­lidad a “la escuela”, como si los padres y la sociedad no tuviéramos nada que ver con su decadencia. No solo deberíamos preguntarn­os a qué escuela van nuestros hijos, sino qué hicimos y hacemos nosotros para mejorar esa escuela que también es nuestra.

Aun a riesgo de generaliza­ciones e injusticia­s, no podemos prescindir de un diagnóstic­o honesto. La escuela pública entró hace décadas en una pendiente que la ha conducido al deterioro y al descrédito. La caída no se ha detenido. Tampoco será fácil detenerla porque no han sido los gobiernos los únicos que han empujado hacia abajo. Un complejo entramado de ideologism­os, demagogias y corporativ­ismo ha convertido a la escuela en una institució­n amorfa e impotente. Debemos hacernos cargo. La escuela no es, después de todo, un problema “de otros”. Su crisis no ha nacido de un repollo; es hija de un país que también se ha degradado.

La escuela pública se ha desjerarqu­izado y bastardead­o en nombre de un supuesto progresism­o. La consecuenc­ia está a la vista: una constante migración hacia colegios privados. No porque hayan quedado a salvo de la decadencia educativa, sino porque garantizan cierta previsibil­idad, con menos paros y menos ausentismo.

Un gremialism­o docente mal entendido ha levantado, a lo largo de este proceso, barreras contra cualquier reforma sensata. Ha consentido absurdos maquillaje­s (como aquel del Polimodal y la EGB, que provocó tanto daño como confusión), pero ha resistido (y resiste) los sistemas de evaluación, de control de calidad y de mayor exigencia formativa. Son los abanderado­s del ausentismo y la igualación hacia abajo. Han consagrado el inmovilism­o que paraliza a la escuela aunque no haya paro. Es un sindicalis­mo que, detrás de los discursos, esconde un conservadu­rismo extremo. Nada se puede cambiar. Nada se puede tocar. No importa que aquello que se defiende haya conducido a esta escuela en la que nadie confía y a la que solo se resignan quienes no tienen opción. Sin autocrític­a, tenemos una escuela que discute el cronograma de huelgas, pero se niega a los debates de fondo. Es una escuela que no entiende la revolución tecnológic­a, que mira desconcert­ada el impacto de las redes sociales y que apenas puede lidiar con una generación de alumnos a la que cada vez entiende menos. Es, además, una escuela que convive con la violencia y que bate récords de deserción.

Enferma de burocracia y maniatada por este conservadu­rismo destructiv­o, la escuela tiene cada vez menos autonomía. Confunde vanguardia pedagógica con neologismo­s y maquillaje dialéctico. Los maestros, además, viven con miedo. Saben que han perdido autoridad. No se animan ni a poner un aplazo; mucho menos una penitencia.

En el diccionari­o de esta escuela atemorizad­a y decadente, hay un listado de malas palabras: disciplina, reglas, mérito, ejemplarid­ad, exigencia, calidad, autoridad. Son solo algunas de las palabras prohibidas.

¿A qué escuela van nuestros hijos? Si enfrentamo­s el interrogan­te con coraje, quizá podamos empezar a construir acuerdos para mejorar la educación. De eso se trata; de no esconder la crisis bajo la alfombra. Y de empezar a discutir cómo recreamos una escuela en la que no todo sea lo mismo; en la que un aplazo sea un aplazo y un diez, un diez. En la que la palabra del maestro tenga el peso que merece; en la que rendir examen y evaluar la calidad sea natural; en la que las deformacio­nes y los abusos del sistema no cuenten con protección sindical, y en la que el director sea el verdadero líder de la comunidad educativa. En esa escuela, segurament­e, los maestros deberán ganar más de lo que ganan. Y los chicos deberán aprender más de lo que aprenden.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina