La dificultad de ser quienes somos
No es raro que la muerte de un filósofo ya no sea noticia, y mucho menos raro es si el filósofo, como pasa con Clément Rosset, no se rebajó ni al espectáculo ni a la distribución de consejos “motivacionales” o las “fórmulas de la felicidad”.
Rosset, que murió hace una semana, no daba consejos. Se dedicó más a mirar el mundo con mirada estética y también un poco desesperada. La suya fue, sobre todo, una vida bien pensada (y por eso mismo bien escrita) con un dramatismo un poco sotto voce.
A otro filósofo, el imposible Slavoj Žižek, le preguntaron una vez cuál era su posesión más valiosa. Veleidoso, contestó: la obra completa de Hegel. Si le hubieran hecho la misma pregunta a Rosset (y él era quien era porque nunca le hubieran hecho semejante pregunta), habría respondido: la obra completa de Schopenhauer.
Parece haber un Schopenhauer a la medida de quien lo lea. El Schopenhauer de Richard Wagner está lejos del de Nietzsche, del mismo modo que el Schopenhauer de Freud está bastante lejos del de Borges (aunque menos lejos de lo que a Borges le habría gustado creer). ¿Cómo era el Schopenhauer de Rosset? Lo definió muy bien Enrique Lynch hace unos años: como un filósofo del absurdo antes que del pesimismo. Así es. Rosset, además de en la devoción por la música, coincide con Schopenhauer en que los dolores de este mundo son innumerables, y los placeres, escasos. El pesimista Schopenhauer descubre allí el absurdo: nuestras agitaciones y tribulaciones no llevan a ningún lado.
Sí, Lynch sabía de lo que hablaba, tanto que fue el traductor de un libro crucial de Rosset, Lo real y su doble, en el que ya desde el título está Schopenhauer de cuerpo entero: el mundo como representación y la contemplación artística como suspensión en que morimos para nosotros mismos. Ahí reside la gloria y lo terrible de la experiencia estética.
Pero Rosset no necesita glosa. Leamos: “Así pues, el angustiado romántico aparece, al menos en todos los escritos en que se habla del doble como esencialmente receloso respecto de sí mismo: necesita a toda costa un testimonio exterior, algo tangible y visible que lo reconcilie consigo mismo. Completamente solo no es nada. Si un doble no le garantiza su ser, deja de existir”. Esa soledad es irrecusable, a tal punto que incluso el terror del doble (así lo entendió la literatura) es preferible a la soledad. Dirá mucho tiempo después Rosset en su libro Lejos de mí: “Si soy Stravinski, y cuando estoy trabajando me pregunto de improviso quién es Stravinski y en qué consiste su estilo, la partitura que estoy componiendo se interrumpe al punto”. Esto es como decir: cuando nos preguntamos quiénes somos, dejamos de ser.
En una nota que publicó estos días en El País, el periodista Rubén Amón proponía una relación entre el pensamiento de Rosset y el libro de William Styron Darkness Visible. Puede ser. Aunque el estilo con el que Styron cuenta la historia de su depresión (“esa memoria de la locura”, según nos dice) no tiene absolutamente nada que ver con el de Rosset, algo los une: la pérdida como corazón de la tristeza. Aquello que en Styron es anécdota, Rosset lo convierte en teoría. El melancólico, o quien está deprimido, no se reconoce (ni siquiera en el espejo, literalmente); deja de ser quien estaba acostumbrado a ser y quien los demás estaban acostumbrados que fuera.
La pesadilla en la filosofía Rosset bien podría haber sido la pérdida de la identidad. Lo dice, de nuevo, en Lejos de mí: “Lo más notable de este tipo de quiebra es que la sensación de haberlo perdido todo se confunde con la sensación de haber dejado de ser, o de verse devuelto al estado anterior, reducido a la mera personalidad social”.
Cuando leemos a Rosset somos nosotros los que nos reconocemos en el espejo. Una rara paradoja, o quizás un sacrificio filosófico.
La pesadilla en la filosofía de Clément Rosset bien podría haber sido la pérdida de la identidad