Los creadores que hallaron la clave para romper su insularidad
La trascendencia hacia cierta masividad y la amplia aceptación de la crítica conseguida por 7 cajas dio origen a una ficción a medias: la que supone que antes de esa película el cine paraguayo no existía. eso es cierto en la medida en que la actividad cinematográfica en el pequeño país mediterráneo era poco conocida y escasa. Pero incorrecto dado que ninguna de estas dos categorías equivalen a inexistente. a fines de los 50 y principios de los 60, por ejemplo, se realizaron varias películas en coproducción entre la argentina y Paraguay, dos de las cuales fueron guionadas por el extraordinario escritor guaraní augusto roa bastos, ganador del Premio Cervantes en 1989. en medio de un notable caudal de producciones, de volumen menor que el de otros países con una industria audiovisual más desarrollada, aparecen más tarde títulos como Hamaca paraguaya, de Paz encina, en 2006, o el documental 108 Cuchillo
de palo, de renata Costa, en 2010, aceptados, ponderados y premiados en prestigiosos festivales internacionales. Claro, ninguno de
estos trabajos consiguió degustar el sabor de la trascendencia masiva como lo hizo la primera película de Juan Carlos Maneglia Otazu y María rossana schémbori aquino y como promete repetir Los buscadores.
la clave con la que consiguen seducir a granel al público local y romper la insularidad de la producción audiovisual guaraní pasa por la manera en que incorporan particularidades específicas de la cultura paraguaya a un habla cinematográfico actual y de comprensión universal. un thriller ambientado en un lugar tan típico de la cotidianeidad asunceña, como el Mercado 4, es un atractivo irrechazable para los locales y perfectamente comprensible para cualquier ciudadano de mundo. lo mismo, una historia de aventuras de un canillita de busca “plata yvyguy” –léase tesoros enterrados por las familias que huían de asunción cuando la capital era saqueada por las tropas brasileñas en la Guerra de la Triple alianza–. “el Corán no tiene camellos”, sostenía borges, y tenía razón.