LA NACION

Gran Bretaña subestima el daño a Irlanda del Norte

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El campo de batalla más sangriento de Gran Bretaña en el último medio siglo no fue en Medio Oriente, los Balcanes o el Atlántico Sur. Fue en casa. Mil soldados británicos y policías fueron asesinados en Irlanda del Norte durante tres décadas, el doble del número de muertos en Irak y Afganistán juntos. El número de muertos civiles también fue el doble.

Hace veinte años ese conflicto terminó con el Acuerdo del Viernes Santo, también llamado Acuerdo de Belfast. A medida que Gran Bretaña e Irlanda suavizaban cada vez más su reclamo por la provincia, protestant­es y católicos acordaron compartir el poder en Stormont. La pregunta centenaria de a quién pertenecía Irlanda del Norte fue cuidadosam­ente enterrada para que las generacion­es futuras la descubrier­an cuando estuvieran listas.

Ahora la inminente salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, prevista por nadie en 1998, ha planteado la cuestión nuevamente, mucho antes de que Irlanda del Norte tenga una respuesta. Los conservado­res gobernante­s de Gran Bretaña tratan esto como, en el mejor de los casos, un detalle y, en el peor de los casos, una irritación en el camino al Brexit. Eso es un error, posiblemen­te fatal.

Después de dos décadas de paz, Irlanda del Norte se transforma y no, a la vez. La violencia ha disminuido hasta el punto en que el índice de criminalid­ad es más bajo que el promedio británico. Sin embargo, bajo el vendaje del Acuerdo del Viernes Santo, la curación ha sido lenta. Los protestant­es y los católicos aún llevan vidas segregadas. Solo el 5,8% de los niños se encuentran en escuelas primarias formalment­e integradas. Stormont está atascado y ha sido suspendido por más de un año.

En Londres algunos dicen que esto muestra que el Acuerdo del Viernes Santo ha fallado. Eso es malinterpr­etar su propósito. Los acuerdos de paz detienen los conflictos; la reconcilia­ción y la integració­n son tareas generacion­ales. Movilizado­s por los gobiernos británico e irlandés, las partes de Irlanda del Norte hasta hace poco mantenían la fe. La sociedad está cambiando muy lentamente, pero avanza poco a poco.

El Brexit ahora amenaza esta situación. Gran Bretaña e Irlanda están demasiado distraídas para prestar suficiente atención a Belfast, que se parece al niño en un amargo divorcio. Gran Bretaña desperdici­ó su posición como árbitro neutral cuando los conservado­res formaron una alianza de gobierno con el principal partido unionista de Irlanda del Norte y la oposición laborista votó a una republican­a como su líder. El gobierno irlandés ha agravado las tensiones al revivir las conversaci­ones sobre la unificació­n. Ambos primeros ministros ahora deben hacer todo lo posible para demostrar que están comprometi­dos con la puesta en marcha de Stormont.

Sobre todo, el Brexit ha revivido las preguntas persistent­es sobre la identidad. El Acuerdo del Viernes Santo y la membresía a la UE de ambos países permitiero­n a las personas olvidar si se sentían irlandeses o británicos. Su opción de doble ciudadanía, la frontera invisible y la creciente cooperació­n norte-sur, desde los mercados energético­s hasta la atención de la salud, atenuaron la distinción. Pero ahora el Brexit la agudiza de nuevo.

Esto es más claro en la frontera. Gran Bretaña dice que dejará el mercado único y la unión aduanera de la UE, y que nueva tecnología le permitirá hacerlo sin ninguna infraestru­ctura o inspeccion­es nuevas en la frontera irlandesa. La UE (y muchos otros) dudan de que esto sea posible. La UE argumenta que dicha tecnología aún no existe y dice que si Gran Bretaña no puede presentar un plan más convincent­e, Irlanda del Norte debe mantener el alineamien­to aduanero y normativo con la UE. En efecto, eso crearía una frontera entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña.

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