Custodios del faro
El Segunda Barranca, cerca de Bahía San Blas, es uno de los 10 habitados en la costa de la provincia; allí, tres marinos deben enfrentarse a la adversidad del clima y a vivir aislados
Tres marinos habitan el último del sur bonaerense.
FARO SEGUNDA BARRANCA, Buenos Aires.– Su sombra se proyecta en el mar, cuando cae la tarde y la marea empieza a subir en esta costa desolada y solitaria, a 40 kilómetros de Bahía San Blas –Partido de Patagones– y a 1000 de la Capital. Es el último faro habitado de 10 que se despliegan a lo largo de la provincia. Allí, rodeados de un abismo de pampa y salitrales, viven tres marinos que lo custodian durante 15 días, mientras esperan, solo si las lluvias lo permiten, que llegue un relevo.
“El riesgo de quedar aislados siempre está, pero tenemos provisiones para dos semanas”, confiesa José Luis Larrañaga, suboficial primero y encargado del faro.
La tripulación de esta torre vive en diferentes ciudades del país. Larrañaga, de 45 años y a tres de su pase a retiro, es de Puerto Madryn. El cabo primero, Fabián Copa, de 26, vive en Jujuy. Desde allí debe cruzar medio mapa en un viaje de 36 horas, si tiene suerte. El cabo segundo, Cristián Zuleta, de 23, es de Punta Alta, a pocos kilómetros de Bahía Blanca.
La estadía es posible gracias a la provisión de agua que llega en un camión cisterna desde Carmen de Patagones y a la electricidad impulsada por el generador que alimenta al faro. Para acentuar aún más el aislamiento, la señal de celular aparece cuando un milagro lo permite.
Vivir aquí tiene mucho de acto de supervivencia. “Cuando entrás te olvidás de lo que pasa en el mundo. El faro te tranquiliza. La primera semana cuesta y en la segunda, te acostumbrás. Pero, si llueve y tenés que quedarte más tiempo, la soledad empieza a pesar”, resume Copa. “Nuestras familias saben que a veces no podemos volver”, aclara Larrañaga.
“Por estos caminos anda muy poca gente, hay que pasar un terreno en forma de ‘Y’, y luego doblar a la derecha por otro en ‘T’ y seguir derecho”, da Larrañaga las indicaciones para llegar. Son 70 kilómetros de camino de ripio, que luego se transforma en una huella, solo visible por el ojo del buen baqueano. Hay que pasar por Cardenal Cagliero, un pequeño pueblo al que le quedaron un puñado de casas, y una estación de tren abandonada. “Antes había puestos, pero se los tragó la tierra. Queda una escuela, con muy pocos alumnos, pero es lo único”, dice Larrañaga.
Los tres torreros, como se llaman a sí mismos, se rotan con otros tres compañeros y vuelven al faro por el mismo período de tiempo. “Para regresar, dependemos del clima y del estado del camino, que cuando llueve no se puede transitar y nos deja aislados”, reconoce Larrañaga.
El faro, inaugurado en 1914, es una torre troncopiramidal de 34 metros de altura, con franjas blancas y negras. Su sola presencia impone respeto: hay que subir 143 escalones dispuestos en forma de caracol para llegar al sector vidriado. Está en un predio de 10 hectáreas al lado del mar, rodeado de una barrera de tamariscos. Un conjunto de construcciones lo contienen: una sala de máquinas, un taller de carpintería y un garaje.
“Uno de nosotros queda de guardia. A las 6.45 se apaga el faro y, luego, desayunamos. Tomamos mate y vemos las actividades del día. El predio demanda mucho trabajo. Cortamos el pasto, trabajamos los tamariscos y hacemos algunas tareas de albañilería”, detalla el suboficial primero.
Secretos
Los marinos viven en un conjunto de tres casas unidas a un costado de la torre. Aquí la luz llega cuando la lámpara del faro se enciende. Y el agua es un bien que se valora como el oro. “Son 8000 litros que tienen que alcanzar para 20 o 25 días”, cuenta Copa, que hace cuatro años está asignado al Segunda Barranca. Y agrega: “Aunque te acostumbrás, hay días que esperás el llamado de la familia”. La señal telefónica, a veces, aparece en un rincón de una ventana de la cocina.
Los tres dependen del generador. Tienen dos, pero el que está activo consume un litro de gas oil por hora. “Tenemos combustible de reserva para 15 días”, afirma Larrañaga. Siempre está el miedo de permanecer incomunicados por tierra, una lluvia fuerte puede prolongar algunos días más la estadía. “Un compañero se quedó 58 días. Ese es el récord”, reconoce Copa.
Una televisión con conexión satelital es la única diversión, y el exclusivo lazo que los une al mundo.
Uno de los secretos de la vida de un torrero es el de mantenerse ocupado la mayor parte del día para que el sueño llegue rápido por la noche. “Acá le escapamos a la siesta”, advierte Copa. “El tema es que la mente no trabaje tanto. A veces uno se levanta con el ánimo caído y entre todos nos damos fuerzas”, reconoce Larrañaga. Zuleta llegó hace un año y los primeros tiempos fueron duros. “Extrañaba a mis amigos, pero mi padre fue torrero y sabía cómo era la vida acá”, cuenta. Para él, cocinar es un pasamiento que cultiva aquí. Hay un horno de barro donde cuece empanadas, que saben celebrar sus compañeros.
“Todos los días salimos y estamos en el mismo lugar, viendo las mismas plantas y la misma playa”, confiesa Copa. Los días de intenso frío o lluvia son los más largos y los que preocupan. “Organizamos tornillos, separamos arandelas, pintamos algo, nos mantenemos ocupados”, agrega Larrañaga. Dentro de su rutina, tienen asignados dos días a la semana para practicar deportes. “Hacemos atletismo porque campo sobra. Y, en verano, nadamos en el mar. A veces, nos entretenemos pescando”.
Al caer el sol, se acerca el momento más esperado del día: el encendido del faro. El generador se prende 15 minutos antes del atardecer. La lámpara se calienta y necesita algunos minutos más para llegar a su punto lumínico óptimo. Los tripulantes van de un lado al otro. Cada faro gira de una manera única, esta secuencia se llama “característica”, y es la que permitirá a los navegantes distinguir este faro de otros (ver aparte). “Nosotros tenemos que estar muy atentos a cuidar que la nuestra esté calibrada”, explica Larrañaga.
Por la noche los tres se juntan alrededor de un fuego en la antigua estación telegráfica de chapa y madera. A veces asan un cordero o algún costillar de vaca.
Con el fin del verano, el almanaque ofrecerá su cara más dura. “Sabemos que llegan las lluvias”, recuerda Copa. Así, la naturaleza determinará qué día podrán salir para regresar a sus hogares.