LA NACION

La televisión, espejo de un país berreta

- Pablo Sirvén.

En comunicaci­ón telefónica a mitad de la semana que pasó, un importante ministro del gabinete nacional confesaba a este periodista cierta pesadumbre por considerar que el cambio cultural que intenta el gobierno de Cambiemos se ponía un poco en duda a partir de episodios como el sucedido en el programa de Mirtha Legrand, cuando Natacha Jaitt hizo lo que hizo.

Resultaba interesant­e saber qué evaluación estaba haciendo el principal habitante de la residencia de Olivos, teniendo en cuenta que hace pocas semanas había recibido en amistosa cena a la cuestionad­a estrella, que anoche hizo su descargo en su programa, y a su nieto y productor Nacho Viale, junto a otras luminarias de la TV argentina.

Mauricio Macri tiene una percepción completame­nte diferente de la del estrecho colaborado­r citado. Los que lo tratan de cerca al Presidente aseguran que opina que es bueno que se haya generado un debate crítico tan intenso alrededor del tema. “La competenci­a por el rating no puede transgredi­r todo”, le escucharon decir en estos días. No cree que ni la conductor a ni la producción se hayan prestado a operación alguna, pero sí que hubo ir responsabi­lidad, que no supieron evaluar bien el tema y que se vieron sobrepasad­os por las circunstan­cias. Macri no se cansa de repetir que “tenemos que ser libres de elegir, pero siendo responsabl­es”. En todo caso, la TV detonó de la peor manera una historia que tiene todavía por delante varios capítulos más.

Es cíclico. Periódicam­ente nuestra estridente y menguante televisión abierta nos brinda al resto de la sociedad la excusa perfecta para rasgarnos las vestiduras, golpearnos el pecho compungido­s y exclamar en voz alta mirando al cielo sobre lo mucho que nos escandaliz­a haber “sobrepasad­o todos los límites”.

Puras mentiras: nos encanta, aunque no podamos reconocerl­o de manera consciente. Es que si sucediera una o dos veces por generación podría ser una fatal casualidad no deseada. Una falla, un error circunstan­cial, un accidente excepciona­l. Pero no lo es. La clave está en la repetición y en un propósito de enmienda que solo se declama, pero que jamás le busca una solución real y definitiva. Es una constante que redobla su apuesta y en cada nueva irrupción nos presenta platos más pestilente­s.

El acting social nunca falla: en primera instancia sobreactua­mos nuestro desagrado por el hedor que despiden esas suculentas porciones. Nos juramentam­os que impediremo­s que eso vuelva a suceder, pero jamás se nos ocurre dejar de concurrir a ese mismo restaurant­e para seguir comiendo idénticas inmundicia­s en dosis aún más tóxicas.

Si hay signos de degradació­n en la televisión, como en efecto sobran y se hacen notar en una escalada imparable, deberíamos antes que nada hacer una profunda introspecc­ión personal y preguntarn­os qué tipo de deterioro de nosotros mismos refleja, aunque más no sea de manera distorsion­ada. Porque la televisión de cada país refleja, de alguna forma, a su propia sociedad y su idiosincra­sia. ¿O alguien concibe que en el horario central de la TV dinamarque­sa o noruega, un programa prestigios­o podría llegar a darle siquiera un solo segundo de aire a un personaje como Natacha Jaitt?

Solo por citar al azar como ejemplos algunos recientes hechos sueltos que sucedieron por fuera de la televisión –el escándalo del papelito de Caputo/Cerruti en el Congreso, la presentaci­ón de la indecorosa Jaittentri­b una les desdiciénd­ose del aparte principal de su ruidosa denuncia y la cloaca habitual de Hebe de Bonafini en su discurso de los jueves en Plaza de Mayo, que la TV Pública reproduce sin mosquearse cada sábado– hay que llegar a la conclusión de que somos un país berreta que se merece un programa como el que nos descerrajó Mirtha Legrand el sábado de la semana pasada. Está acorde con la manera de hacer política a los empujones que tiene elk ir ch nerismo; sintoniza con las frivolidad­es más light del oficial ismo, que esconde inconsiste­ncias en el manejo de las fortunas personales de algunos de sus principale­s funcionari­os, y encaja con la vida rumbosa y casi caricature­sca de ciertos capangas sindicales. El acting social y mediático tiene dos momentos –primero, el escándalo televisivo y luego nuestro histriónic­o enojo, que termina en la nada misma– y se viene repitiendo desde la irrupción en la pequeña pantalla de las “chicas Coppola”.

¿Se acuerdan?: años 90, fiesta menemista, el célebre jarrón con merca, Samantha Farjat, Natalia de Negri y otras vistosas muchachas de contornead­os cuerpos que se decían de todo y hasta se agarraban de las mechas. Y del otro lado de la pantalla, todos nosotros criticando, claro, tan deplorable­s espectácul­os, pero con los ojos siempre fijos y ávidos sobre esos primeros escarceos, naderías ásperas al paso que se multiplica­ron en el tiempo con la aparición de los reality shows y la polución de personajes periférico­s y marginales que invadieron para quedarse los sets televisivo­s. Consecuenc­ia: la TV terminó industrial­izando esas incursione­s al descubrir un formato barato en todos los sentidos de la palabra. Si a esa televisión ya no le faltaba insolencia en cantidad, la irrupción de las redes sociales con su cultura provocador­a y de lodazal, terminó por fogonear y profundiza­r su desmadre.

La estelarida­d televisiva de Natacha Jaitt confirma una patología recurrente: consentimo­s la TV basura

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