LA NACION

Un leviatán en el fondo del estanque

- Por Víctor Hugo Ghitta

Mirémoslo un segundo: en los ojos está el dolor de quien hace mucho tiempo, ministro de guerra en camino a la cumbre del poder, lo ha perdido todo. Está apoltronad­o en un sillón, el puro en una mano, la mirada vacilante ensombreci­da por el recuerdo súbito de su pequeña hija, Marigold, la pequeña rizos de oro a quien perdió cuando ella tenía poco más de veinticuat­ro meses. Winston Churchill tiene ochenta años. Un artista ha llegado a su casona en Chartwell, en el condado de Kent, para hacerle un retrato que le encargaron sus compañeros en el Parlamento británico. Cuando el pintor empieza a trazar los primeros bocetos en carbonilla, que le servirán de referencia tanto como las fotografía­s que toma con una cámara de placa, el viejo Winston, siempre un poco gruñón, le sugiere que se pondrá de pie, de modo que el retrato cobre un aire señorial e imponente. Pero Graham Sutherland, con la insolencia de la juventud y la arrogancia que proporcion­a un talento en ascenso, le dice que permanezca sentado. Es un artista de verdad (o ansía serlo, y lo será) de tal manera que desdeña cualquier impostura o artificio; le importa lo único que merece la pena para un espíritu como el suyo: que el retrato desnude al menos en parte a su criatura y exponga a la luz alguna cuota de verdad.

–No me está pintando solo a mí –lo amonesta Churchill, el tono de voz se encrespa y se acera la mirada–. Está pintando al primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y todo lo que eso representa. La democracia. La libertad.

Churchill era un pintor aficionado. En el último encuentro entre ambos, antes de concentrar­se en la realizació­n del cuadro en su estudio, Sutherland elogia uno de los trabajos del ministro reunidos en un libro. En la imagen se ve un estanque de peces, el mismo que se divisa a través del ventanal en Chartwell. Winston lo ha pintado una y otra vez, ha vuelto a esa escena de manera obsesiva, como si tras cada intento hubiese sentido que algo se le había escapado. Acostumbra­do a hundir la mirada en las profundida­des de una obra artística y sobre todo en el mundo interior que a menudo le escatiman las criaturas humanas que elige retratar, ha vislumbrad­o en el fondo del estanque las formas abominable­s de un leviatán, la bestia marina que se mueve sigilosa debajo de las aguas en apariencia mansas.

–Bajo la tranquilid­ad, serenidad y elegancia del juegos de luces de la superficie, vi la verdad, vi un dolor espantoso –le dice. Conforme avanza la conversaci­ón, Churchill le confía una pequeña historia. Hace algunos años, una de sus hijas murió como consecuenc­ia de una septicemia. Compró Chartwell en 1922, el año que siguió a esa tragedia. En esa casa de campo ha vivido durante casi cuatro décadas junto a su esposa, Clementine. Nunca dejó de pintar el estanque de peces, quizá porque sintió que cada nuevo trazo era un modo de reencontra­rse con la niña de los rizos dorados. Ese temblor –esa desnudez de las emociones, esa vulnerabil­idad secreta– es lo que se percibe en el cuadro de Sutherland. No está en el lienzo apenas el magnífico estadista, sino el hombre con todas sus vacilacion­es. Churchill jamás quiso mirar la imagen quebradiza que le devolvía ese espejo. Creía que era el retrato de un anciano quejumbros­o y no el del hombre venerable que había vencido a Hitler.

La obra se presentó en el Parlamento en 1954. Una vez que se retiró el lienzo que la cubría, un Churchill ligerament­e aturdido les dijo a sus colegas que se trataba de un buen ejemplo del arte

Creía que era el retrato de un anciano quejumbros­o y no el del hombre venerable que había vencido a Hitler

modernista británico. Esa muestra de refinada mordacidad provocó una risa generaliza­da. Sutherland, que estaba sentado en la primera fila a la vista de todos, debió soportar con estoicismo esa humillació­n pública.

El cuadro jamás ocupó un lugar de privilegio en Chartwell. Lady Churchill ordenó quemarlo tiempo después. Sutherland se convirtió con los años en uno de los grandes pintores del expresioni­smo inglés, realizó aportes significat­ivos al arte religioso y terminó siendo un eximio retratista, un poco en línea con Oskar Kokoschka y Otto Dix. En la National Portrait Gallery puede verse uno de los bocetos que hizo del viejo Winston durante su estancia en Chartwell. En cuanto a Churchill, siguió pintando hasta el final de sus días.

–Pintar un cuadro es como librar una batalla –dijo alguna vez. Jamás pudo vencer en la pintura del estanque de peces. Esa fue su peor derrota.

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