LA NACION

Villeros, entre la esperanza y el temor

- Lorena Oliva

Cuentan que al principio la alegría fue mayoritari­a. Tras largas décadas de persecucio­nes, acusacione­s y amenazas, la historia de la villa Rodrigo Bueno tendría final feliz. Un auspicioso desenlace que sería, para sus habitantes, el comienzo de una vida nueva, ya no como usurpadore­s sino como vecinos.

Pero, tal vez porque el mismo Estado que hoy les tiende una mano era, hasta no hace mucho, el impulsor de medidas para su desalojo; o porque los pormenores del plan de urbanizaci­ón que ya comenzó a encararse en el terreno vecino aún no están del todo claros –por ejemplo, nadie sabe, ni siquiera los ejecutores del plan, cuánto costarán las viviendas en las que después serán reubicadas unas 600 familias–, o porque la nueva vida trae aparejados derechos, pero también obligacion­es propias de la formalidad; quizá por todo eso, el proyecto comenzó a generar sentimient­os encontrado­s entre algunos de los habitantes del lugar.

“Estamos viendo el inicio de un proceso, pero no sabemos cuál va a ser su final. Por ahora sólo vimos los planos… El cambio de actitud del gobierno es muy drástico y entonces la gente tiene dudas”, explica Moisés, delegado de la manzana 1.

A su lado está Cacho, el habitante número cinco de la Rodrigo Bueno, según él mismo dice, que llegó al lugar empujado por la hiper de 1989. El plan de urbanizaci­ón encarado por el gobierno de la Ciudad a través del IVC (Instituto de Vivienda de la Ciudad) y otras áreas es para él, que conoce ese predio desde los tiempos en que sólo había maleza, la concreción de un sueño que le genera esperanza, pero también incertidum­bre. “A mi edad y sin un trabajo fijo, si me reubican en las viviendas nuevas, ¿cómo voy a hacer para pagar? ¿Con un crédito a 30 años? Yo no le quiero hipotecar la vida a mi hijo…”

Emplazada sobre la avenida España, a escasos metros de la Reserva Ecológica, la vecina menos glamorosa de Puerto Madero ocupa una superficie alargada de unas seis hectáreas, de apenas una cuadra de ancho. En su interior, unas 1000 familias viven distribuid­as en cuatro cuadras atravesada­s por pasillos oscuros y laberíntic­os. Un macizo habitacion­al que cuenta con una parroquia, un centro comunitari­o, un par de canchitas, pequeños comercios –kioscos, almacenes, carnicería­s, locales gastronómi­cos– y una incesante actividad constructo­ra realizada por los propios vecinos.

Una recorrida por el lugar permite apreciar contrastes notables en las construcci­ones, aunque la falta de acceso digno a los servicios básicos es la marca igualadora. Según estimacion­es del gobierno de la Ciudad, el 88% de los habitantes accede al servicio de agua de la red pública mediante conexiones informales, el 95,9% se abastece de gas con garrafas, el 99,2% no tiene medidor de luz y el 57% tiene pozo ciego mientras que el 38% de las cloacas desagota en el Río de la Plata.

Por eso, la nueva construcci­ón está planteada como la primera fase del plan de urbanizaci­ón, al que le seguirán mejoras sustancial­es en el barrio histórico –apertura de nuevas calles, demolición de casas asentadas sobre terrenos peligrosos, tendido de servicios básicos–, todo combinado con iniciativa­s culturales y de desarrollo económico.

Diego Armando González, casado, padre de tres hijos y dueño de una carnicería ubicada en el corazón de la manzana 3, es uno de los cuatro delegados de esa manzana (cada una de ellas los tiene) y el que tiene la voz cantante en una mesa chica integrada por un miembro de cada manzana, que semana a semana se reúne con el IVC a fin de transmitir inquietude­s. En esas reuniones, en las que también participan funcionari­os y técnicos, se van definiendo diferentes cuestiones del futuro barrio.

Pero la falta de definición de algunos de esos aspectos, como quiénes serán los vecinos que deban trasladars­e a las nuevas construcci­ones, por dónde pasarán las calles nuevas en el barrio histórico o cuánto saldrán y cuál será el plan de pagos de las nuevas viviendas están empezando a generar cierta desconfian­za no sólo en él, según dice, sino en buena parte de las personas a las que representa.

“Si bien se consensuó la urbanizaci­ón íntegra, hay preocupaci­ón entre los vecinos. Dentro del barrio histórico hay obras que tenían que estar terminadas a mediados del año pasado y que siguen provisoria­s, o no se hicieron. No hay proyectado un tendido de gas para el barrio histórico. Y nosotros pedimos una urbanizaci­ón íntegra, tanto en lo nuevo como en lo que está, que venga acompañada de una verdadera integració­n social, porque sabemos que afuera, para la sociedad, somos unos negros villeros. Yo quiero que mis hijos y los chicos en edad escolar que tiene el barrio puedan sacarse ese estigma. Que no tengan más vergüenza de invitar a sus amiguitos a sus casas”, dice.

En sintonía con González, Fabio Alvarado, que se presenta como referente de la manzana 1, es de los que mira con escepticis­mo el nuevo plan de viviendas. Alvarado quiere quedarse en donde está, pero de una manera más formal, es decir, pagando por la luz y el agua que consume. Y dice no ser el único en esta posición. “Antes nos querían dar plata para que nos fuéramos y ahora nos van a dar una vivienda de lujo, y nadie nos dice cómo vamos a pagarla. Tenemos miedo de que detrás de esto haya una jugada para sacarnos. Que nos den una hipoteca que no podamos pagar y nos saquen”, sostiene.

Alvarado ansía que sus palabras lleguen a oídos del propio director del IVC, Juan Maquieyra. “Que venga a hacer una recorrida pero no con los delegados, con los vecinos, para que pueda escuchar nuestras preocupaci­ones. Porque la mesa chica que habla con el IVC no nos representa a todos. Acá la gente vive con sueldos de 8000 pesos, hace changas, y nos van a poner departamen­tos con ascensor… ¿Cómo vamos a pagar ese lujo?”, se pregunta.

Consultado por la nacion, Lucas Randle, el coordinado­r del IVC en la villa, sostiene, en cambio, que todos los delegados gozan de plena legitimida­d. Y que el plan de urbanizaci­ón cuenta con apoyo mayoritari­o. “Como algunos querían ascensor y otros no, decidimos construir el espacio en cada edificio y que cada consorcio decida si lo quiere o no”, aclara.

“Puede haber vecinos a los que les falte informació­n, porque eso siempre sucede. Estamos todos los días trabajando ahí, pero eso puede fallar. Después, hay personas que, con planes como este, ven afectados sus negocios inmobiliar­ios, porque no todos son pobres dentro de la villa, y eso genera malestar”, recalca Randle. En este sentido, los vecinos comentan que hay quienes alquilan espacios o habitacion­es.

Habrá que esperar hasta fin de año para tener mayores precisione­s acerca de qué familias deberán ser re ubicadas y qué casas serán demolidas. El desafío, mientras tanto, no es menor: transitar estos ocho meses en un marco de entendimie­nto mutuo a fin de que el proyecto de un barrio integrado y lejos de cualquier estigma –añorado tanto por funcionari­os como por vecinos– se haga por fin realidad.

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Un vecino de la villa Rodrigo Bueno, sobre el techo, mira los avances de obra

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