LA NACION

La inocencia intacta del recuerdo

- Débora Vázquez

Es difícil animarse a romper un pacto de silencio, sobretodo cuando la vida de los que uno más quiere, y la propia, dependió alguna vez de ese pacto. Hija de militantes montoneros, Laura Alcoba (La Plata, 1968) permaneció callada durante mucho tiempo hasta que, gracias al exilio, o mejor, gracias a la lengua francesa, pudo recrear –y recuperar– una memoria y una voz. Esa voz de la niña que fue es la que atraviesa la trilogía autobiográ­fica compuesta por La casa de los conejos (novela que cuenta su experienci­a de vida clandestin­a antes del golpe de 1976), El azul de las abejas (basada en la correspond­encia que mantenía con su padre, preso político en La Plata) y ahora La danza de la

araña, suerte de juvenilia que encuentra a la protagonis­ta recién mudada a un suburbio de París.

Pese a ser un barrio modesto, la narradora se siente orgullosa de vivir en Bagnolet, por tratarse de un lugar dotado de memoria: “Empiezo a acostumbra­rme a todos esos nombres que hablan de cosas que ya no están. Ignoro si se trata de un simple juego o de una costumbre que tienen en este lugar de conservar el rastro de lo que ya no existe –como si antes de desaparece­r, sendero, castillo, fresas y estanque se hubiesen tomado el trabajo de dejar piedritas al pasar, como ocurre en los cuentos infantiles”.

En La danza de la araña, Laura, cuyo nombre nunca se pronuncia –¿una cábala, un modo de resguardar­se, de apartarse del testimonio?– ya no tiene siete años como en la primera novela sino doce, cumplidos el 10 de abril de 1980. Las fechas en los libros de Alcoba nunca se retacean, son importante­s. Le permiten a la protagonis­ta calcular el tiempo, algo que hace constantem­ente, con un esmero al borde de la manía. Acaso una manera de contrarres­tar el desfase al que la tiene acostumbra­da la dinámica del diálogo trasatlánt­ico que mantiene con su padre por correo.

Construida como una seguidilla de relatos breves, la novela conserva el estilo simple y directo de las anteriores. Un registro escolar, transparen­te, narrado con una voz limpia y una inocencia intacta. Una escritura emocional, que no se demora en el análisis porque la niña no tiene las palabras o, en el mejor de los casos, porque entiende sin entender, como le ocurre frente a un exhibicion­ista o frente al discurso en que Mitterrand reconoce su victoria. Los cambios de su cuerpo no le pasan inadvertid­os. Sabe que está a las puertas de algo, sueña con que todo puede llegar a ser. Por eso tal vez se compra un corpiño varios talles más grande. Tiene un nuevo colegio y nuevos compañeros, un ambiente heterogéne­o y multicultu­ral –bien distinto del de los guetos femeninos y católicos que frecuentab­a en La Plata– donde se siente libre. Hay una comodidad en la incomodida­d de la edad. No se queja de la humildad en la que viven con su madre y Amalia –una antigua compañera de armas de su madre que hoy la ayuda a pagar el alquiler– aunque sí de Amalia, porque le quita intimidad con ella.

Como en el cuarto de Van Gogh, cada objeto importa. El sofá de Amalia, las tres sillas, el mate o el televisor color apoyado en el piso que no hace más que evidenciar la falta de una mesita que lo sostenga. Y que se vuelve protagonis­ta en “Presidente”, uno de los capítulos más esperanzad­os del libro. Otro momento conmovedor es cuando Laura intenta explicar un fragmento de Théophile Gautier a su padre, porque en la unidad penitencia­ria de La Plata no aceptaban cartas con palabras en otro idioma, y comprende lo difícil que es traducir poesía: “Lo que escribí en mi carta no era tan lindo como el poema, era mucho más largo, y además no rimaba”.

Si bien es cierto que la lengua francesa le permitió a Alcoba contar historias asociadas al silencio y de algún modo reconstrui­r su identidad, hay una fascinació­n con el idioma que va más allá del agradecimi­ento. Tanto es así que el diccionari­o Petit Robert es prácticame­nte un personaje más de la novela y tal vez, sin que la protagonis­ta lo sepa, su mejor amigo. No por nada lo llama “Robertito” y lo extraña tanto cuando se va de vacaciones.

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La danza de la araña Laura Alcoba Edhasa Trad.: M. Rosenberg y G. Navarro 157 páginas/$ 265

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