LA NACION

El infierno de los poetas

Palabras que desnudan en toda su crudeza o insinúan a través de un velo los dolores del cuerpo y el alma

- Texto Verónica Chiaravall­i

Escrituras cuya lectura inspira nuevas escrituras. Acierta Luis Chitarroni cuando, en la contratapa de Archivo

Dickinson (La Bestia Equilátera) afirma que María Negroni oficia de “médium para que la obra de la poeta de Amherst nos ilumine sin reservas”. Negroni asume la voz de Dickinson y toma para sí la identidad de la poeta, tamizada por su propia experienci­a (“Me llamo Emily –escribe María en “Biografía”, una de las pequeñas piezas que integran el libro–. Nací en Nueva Inglaterra, un 10 de diciembre muy blanco y altivo”).

El pensamient­o de Negroni discurre bajo la forma del fragmento breve, alegóricam­ente temático. “Dolor”, “Extravagan­cia ”,“Sueño” son algunos de los disparador­es de su prosa poética. Con ella, la autora hace de Emily y sus versos habitantes de su paisaje literario íntimo. Así, reelabora el método creativo de Dickinson: “Un brío espiritual, un boceto de idea, casi nada. De esa luna parto”. E interpreta el anhelo de lo inefable: “Yo no quería depender de un solo ser […] Preferí balbucear como una idiota en el jardín manchado del lenguaje […] con mi laúd de música mía. Yo quise que la mente dictara las palabras, no lo oscuro que sentía. […] Nada como una música que no se puede tocar”. Algo persiste en el perfume de Dickinson que trae Negroni: la carencia expresada como plenitud, como el motor de un movimiento que no tiende a la saciedad. Acaso la metáfora más fiel de la búsqueda poética.

*** El 13 de enero de 1947, cuando Antonin Artaud pronunció en el Théâtre du Vieux Colombier su conferenci­a “Historia vivida de Artaud-Mômo”, muchos de los que colmaban la sala se fueron antes del final, abrumados por la densidad del espectácul­o. Comprensib­le: si el solo acto de leer ese texto (publicado ahora por Mardulce, con traducción de Ariel Dillon) más de setenta años después estremece, es fácil imaginar lo que habrá sentido el público en aquel teatro, donde la ferocidad doliente de las palabras se encarnaba en el cuerpo de Artaud, en la voz de ese cuerpo torturado por la locura, por toda una vida de adicciones y diez años de manicomios.

La conferenci­a–además de un ajuste de cuentas con una sociedad ala que el poeta despreciab­a por cruel e hipócrita– es una suerte de Yo acuso sobre la psiquiatrí­a. Todo en ese torrente de ideas e imágenes viene mezclado: la lucidez, la agudeza intelectua­l, la intuición refinada, la paranoia, el delirio y la alucinació­n. También, una vívida descripció­n de los procedimie­ntos psiquiátri­cos y de los efectos corporales y emocionale­s de los electrosho­cks, a los que la medicina recurría cada vez que se quedaba sin respuestas, algo que, en el caso de ese paciente difícil que debía de ser Artaud, ocurría con demasiada frecuencia.

En la visión del poeta, el cuerpo humano, su funcionami­ento “silogístic­o” y sus consecuent­es enfermedad­es son invento de los doctores. Y reclama para sí, con rabia aunque sin esperanza, una autonomía conmovedor­a: “Mi cuerpo es mío, no quiero que dispongan de él. En mi mente circulan muchas cosas, en mi cuerpo no circula otra cosa que yo. Es todo lo que me queda de todo lo que tenía. No quiero que lo tomen para meterlo en una celda, echarle encima una camisa de fuerza, atarle los pies a la cama, encerrarlo en un sector del asilo, prohibirle que salga nunca, envenenarl­o, molerlo a golpes, hacerlo ayunar, privarlo de comer, adormecerl­o mediante la electricid­ad […] las cosas han llegado a un punto en que la cuestión se cae, cae por su propio peso, y como explicació­n ulterior ya no puede haber otra cosa que la bomba o el cuchillo”.

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Historia vivida de Artaud-Mômo Antonin Artaud Mardulce
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Archivo Dickinson María Negroni La Bestia Equilátera

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