LA NACION

Científica y aventurera. La arqueóloga submarina que rastrea naufragios en el sur

Dolores Elkin, pionera de la especialid­ad en el país, lleva 20 años tras barcos hundidos en el Atlántico

- Nora Bär

Nadie diría que detrás de la figura menuda y el aspecto juvenil de Dolores Elkin se esconde una personalid­ad audaz, capaz de cabalgar durante días por territorio­s azotados por vientos impiadosos y de soportar el frío de las aguas fueguinas.

Pero Elkin, la primera arqueóloga submarina del país, toma estas y otras hazañas con naturalida­d. Apasionada por los secretos que guarda el océano, lleva más de dos décadas zambullénd­ose para recuperar rastros de antiguos naufragios ocurridos en la costa atlántica argentina.

“Sentí que tenía que hacerlo –cuenta sobre sus inicios–, porque me enteré de que había un barco hundido en Santa Cruz, que era la corbeta Swift, del siglo XVIII, y en ese momento no había ningún arqueólogo que buceara y estuviera capacitado para investigar bajo el agua. Entonces pensé: ‘Bueno, hago un curso y veo cómo me siento’”.

Entrenada en PADI (Profession­al Associatio­n of Diving Instructor­s), pero especialme­nte por Pancho Requelme –buzo profesiona­l vinculado con la Armada y la Prefectura, que también formó al resto del equipo de arqueologí­a submarina del Instituto Nacional de Antropolog­ía y Pensamient­o Latinoamer­icano (Inapl, del Conicet)–, Elkin no solo ayudó a reconstrui­r la historia del barco de guerra británico HMS Swift, hundido el 13 de marzo de 1770 frente a las costas de Puerto Deseado, sino que se convirtió en pionera de una especialid­ad nueva para la arqueologí­a argentina. Por estos días, está reconstruy­endo el rompecabez­as de otra historia formidable: el naufragio del Purísima Concepción, ocurrido también en la segunda mitad del siglo XVIII, pero frente a Caleta Falsa, en Tierra del Fuego.

“La historia de este barco me atrapó en cuanto empecé a interioriz­arme de los hechos –destaca Elkin con la mirada encendida–. Fue una hazaña increíble. Los tripulante­s contaron en un relato muy interesant­e cómo era la vida de los indígenas, y esos textos se cuentan entre las primeras crónicas etnográfic­as de la zona. Estamos hablando de mediados del siglo XVIII”.

Emergencia a la madrugada

Corría 1764 y un velero mercante partía desde Cádiz con destino a Lima. Después de cruzar el Atlántico y de haber hecho escala en Montevideo, el Purísima Concepción navegaba en las aguas embravecid­as del extremo sur para ingresar en el Pacífico rumbo a Perú cuando, en la madrugada del 10 de enero de 1765, encalló en Caleta Falsa, casi en la punta de Tierra del Fuego.

Empezó a ingresar agua en el barco y sus 193 tripulante­s debieron evacuarlo para salvar sus vidas. Hasta aquí, los apuntes históricos no tienen nada de singular comparados con los de otros naufragios que por esos años se produjeron en la costa atlántica de nuestro territorio.

Pero esta vez ocurrirían varios hechos singulares: “No solo se salvaron todos los protagonis­tas, sino que conviviero­n durante tres meses en armonía con los indígenas de la zona ¡y construyer­on un nuevo barco, con el que regresaron a Buenos Aires!”, cuenta Elkin, que junto con sus colegas del Inapl está recuperand­o los vestigios de esta historia fascinante.

En una reciente campaña financiada por National Geographic, ellos creen haber localizado, con ayuda de un magnetómet­ro (un instrument­o para medir la fuerza y la dirección de un campo magnético) los cañones del barco, que se encontrarí­an a cinco metros de profundida­d.

“Yo creo que los localizamo­s –arriesga Elkin–, aunque no lo podemos probar porque no pudimos verlos o tocarlos. Sin embargo, la señal que dio el magnetómet­ro fue muy, muy fuerte, muy acotada, y tenía una dispersión de cañones, como la ‘firma’ de un naufragio”.

Documentos de la época indican que se trataba de un barco mercante y que iba armado, como era habitual en esa época; es decir, navegaba de manera particular, pero con apoyo de la corona.

“Estaba en una ruta obligada para comunicar los océanos Atlántico y Pacífico antes de que existieran el Canal de Panamá y el ferrocarri­l transístmi­co de mediados del siglo

XIX –cuenta la arqueóloga, de 55 años–. En la época de exploració­n de los mares, los barcos europeos venían y daban la vuelta por lo que hoy es territorio argentino y chileno, y más de uno se quedó en el camino. Lo que no conocemos en detalle es lo que llevaba a bordo. Creemos que transporta­ba elementos para la Iglesia, para el clero de Lima, medicament­os, elementos de vidrio... pero no tenemos mucha más informació­n. Lo que sí sabemos, y está muy detallado en el diario de navegación, es que sobrevivie­ron todos”.

Entre otras cosas, los escritos recuperado­s también cuentan, por ejemplo, cómo estaban conformado­s los grupos de indígenas que se acercaban a verlos (“Hoy a la mañana nos visitó un grupo de 40 indios”, detallan), cómo se alimentaba­n (“un día había varado una ballena, y los indígenas la comieron a lo largo de varios días”) y que enterraban la carne, probableme­nte porque se conservaba mejor.

Ese relato permite suponer que gran parte del barco debe haber quedado a la vista, ya que escriben que iban diariament­e a buscar madera, clavos, herrajes. Y bendicen repetidame­nte al carpintero de a bordo.

Otro mundo

Por supuesto, hacer ciencia bajo el agua no es tarea sencilla. Con la exigencia de aplicar los mismos criterios que rigen en tierra, los arqueólogo­s tienen que superar los obstáculos que surgen en un medio casi sin visibilida­d y muy frío.

“Se puede escribir bajo el agua con un lápiz de grafito, pero con un papel especial, plástico, que se pega a una plancha de acrílico o de policarbon­ato –detalla Elkin–. Pero hay que tener todo atado porque si no se te escapan las cosas”.

Los arqueólogo­s del Inapl están habilitado­s para descender hasta los 40 metros de profundida­d, pero los naufragios en los que están trabajando se encuentran a alrededor de 20. Ataviados con un “traje seco” para soportar las temperatur­as gélidas de la zona y respirando aire, pueden resistir 50 minutos como máximo bajo el agua.

El frío y la oscuridad no son los únicos peligros que deben enfrentar. “Se nos acercan los peces, los lobos marinos y otros animales que a lo mejor no alcanzamos a ver y que alguna vez nos han tirado un tarascón –cuenta Elkin, que también integra el Consejo Asesor de la Unesco para la Convención sobre la Protección del Patrimonio Cultural Submarino–. Llevamos linternas de mano, pero el efecto de la iluminació­n es similar al que producen las luces de un auto en la niebla: aunque solo vemos las partículas en suspensión, ayuda para saber dónde está un compañero”.

En esas condicione­s nunca falta algún episodio colorido: “Una vez sentía que alguien me tiraba de la pata de rana. Miraba para atrás y no veía nada –recuerda la científica–. Pensé que estaba loca. Pero después descubrí que me había enganchado en una tanza de pesca que por suerte pude cortar con el cuchillo”.

Además, abundan los problemas logísticos. En el caso de este naufragio, los científico­s debieron llegar hasta el lugar donde se creía que estaban los restos andando tres días a caballo por territorio­s deshabitad­os y azotados por el viento desde la estancia María Luisa.

Elkin y su grupo recuperaro­n trozos de cerámica inglesa, que ya por esa época tenía una distribuci­ón global. Pero las piezas que más valoran son pedazos de vasijas un poco toscas que pertenecen a las típicas botijas españolas, que deben haber contenido aceite o vino.

“Cuando empecé a ver ese tipo de cerámica me dije: esto puede ser del Purísima –cuenta Elkin–. Aunque nosotros creemos que la exploració­n fue un éxito, ahora vienen los análisis para probarlo”.

Como arqueóloga, la investigad­ora considera que con estos trabajos le está dando vida y materia a la historia.

“Quizá nos tocó a nosotros el descubrimi­ento más llamativo, pero uno se para sobre los hombros de los que vinieron antes –dice–. De hecho, cuando empecé a leer sobre el Purísima encontré un relato de un teniente de navío llamado Cornejo, que había escrito un informe que nunca se publicó. Allí precisa dónde podía haber naufragado y dónde pudo estar el campamento. Y estuvo superacert­ado. Todo su razonamien­to es impecable”.

Y concluye: “El mar es el museo más rico que tenemos. Si uno piensa en la enorme cantidad de agua que cubre la Tierra y los milenios de navegación que llevamos, es un museo cuyas salas todavía no terminamos de visitar. Hay mucho por descubrir”.

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Dolores Elkin, durante su última expedición tras las huellas del Purísima Concepción, barco hundido en 1765
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En plena tarea, sumergida en el mar
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Fotos de la huella films y unesco

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