LA NACION

“La gente no percibe que la crisis educativa está entre las paredes de su casa”

- POR Jorge Fernández Díaz

Hace veinte años escribió un clásico: La tragedia educativa. Los resultados catastrófi­cos de nuestra educación y las razones profundas de ese fracaso estaban expuestos en sus páginas inolvidabl­es. Le proponen frecuentem­ente hacer reedicione­s actualizad­as de ese gran libro, pero su autor se niega porque dice que no ha cambiado nada: el desastre solo suma años; vivimos cristaliza­dos en ese eterno momento de declive y de malentendi­dos, más allá de las presuntas reformas y declamacio­nes políticas de turno. Es médico, científico, académico, y uno de nuestros intelectua­les más necesarios. Se llama Guillermo Jaim Etcheverry, y aquí derriba mitos y no ahorra críticas a la propia sociedad.

–¿Qué pensás del resultado de las pruebas Aprender?

–En principio, celebro que se instale una cultura de la evaluación, práctica que fue muy resistida. Estamos a más de veinte años de las primeras pruebas nacionales y desde entonces se han realizado otras de carácter internacio­nal. Pero, aunque ya existe una tradición, cuesta sobre todo que la gente asuma los resultados. Estos ocupan los titulares de los diarios, nos preocupan durante dos o tres días, pero luego se olvidan hasta el año siguiente. La mayoría de las personas tiene la percepción de que la educación está mal o muy mal. Sin embargo, cuando se les pregunta a esas mismas personas si están satisfecha­s con la educación de sus propios hijos, el 70% dice que sí, sea que vayan a escuelas privadas o públicas, sean ricas o pobres. Eso explica lo que nos pasa: si la gente está satisfecha con su situación personal, hay muy poca presión para un cambio social significat­ivo.

–La gente tiene la sensación de que la educación general es pésima, pero también que la propia es muy buena…

–Así es. Hemos hablado varias veces del “país de los huérfanos”, es decir, chicos que no saben responder cosas elementale­s cuyos padres no los reconocen como hijos. Las últimas pruebas Aprender indican que la mitad de los chicos que egresan de la escuela media tienen problemas para comprender lo que leen. Y eso es gravísimo después de 12 años de escuela. Dos de cada tres no pueden hacer simples operacione­s matemática­s. Un verdadero escándalo. Y a nadie parece importarle mucho. Y ese registro de la prueba solo implica a quienes terminan, porque de cada 100 chicos que comienzan la escuela primaria, únicamente 50 completan la escuela media. Y de esos 50, la mitad tiene dificultad­es. Es decir, hay 75 de cada 100 jóvenes que tendrán problemas futuros, lo que es tremendo. Vayamos a cosas sencillas: el ministro de Educación de Francia, que está teniendo mucho éxito, propone medidas elementale­s, como volver al dictado, al latín y al griego, a la lectura. Cosas básicas. El problema de la educación no es de modernidad, sino de atraso. Cuando se repite el eslogan de que tenemos “escuelas del siglo XIX, con maestros del siglo XX y alumnos del siglo XXI”, señalo que ojalá tuviéramos alumnos con algún resabio del siglo XIX… que al menos adquirían las herramient­as básicas.

–Están mal vistas la exigencia y la evaluación. Te diría que se ven hasta como valores de la “derecha”, vinculados al capitalism­o, con su competenci­a feroz y sus exigencias. Se piensa que evaluar es cosa de las corporacio­nes… ¿No es una

gran paradoja?

–Sí. Hace tiempo escribí un artículo sobre el derecho de los chicos a ser exigidos, porque la exigencia al otro supone que a uno le importa, que le interesa su situación. Refleja el interés por el otro, y yo creo que los chicos deberían reclamar eso, y los padres deberían entender que es fundamenta­l, porque eso genera la expectativ­a de superación, que no es ni de derecha ni de izquierda. Es un derecho humano.

–¿Cuándo vimos un régimen marxista-leninista que no sea exigente en la educación y severo con la evaluación escolar? ¿De dónde nació esta idea “progresoid­e” de que la exigencia es de derechas y la dejadez es progresist­a?

–No sé de dónde nació, pero está instalada y es muy difícil de contrarres­tar. El pacto básico de la educación es la alianza de los padres con los maestros para educar a los chicos. Hoy ese pacto básico está roto, ya que los padres se han aliado con sus hijos en contra de la institució­n escolar, a la que ven como un lugar de opresión que exige demasiado para entregar lo único que finalmente importa: el título. No se pretende siquiera la educación ni la superación. Solo el título. El ejemplo más claro es el de las provincias que no han tenido clases durante meses y donde no se reclama por el conocimien­to perdido, sino por la certificac­ión del año aprobado. No puede haber hipocresía mayor.

–Es interesant­e lo que decís… ¿Existe un colectivo docente, entre primario, secundario, terciario y universita­rio, que defiende una mano fofa respecto de la educación?

–No creo que sea ese colectivo docente, sino directamen­te la socie-

dad argentina, porque hay una gran presión de los padres. En una época de gran individual­ismo, entienden que los chicos son vulnerados cuando alguien pretende enseñarles algo. Se defiende la individual­idad de la persona que parece no tener nada que aprender. El punto es que no se ve la escuela como un lugar de desarrollo de capacidade­s intelectua­les.

–Otro mito argentino es que “somos brillantes cuando salimos al mundo”. Sin embargo, hay indicios de que nos pasan por arriba, incluso en países de la región. ¿No es cierto?

–Por supuesto. Eso lo demuestran las evaluacion­es. En todo el mundo, los chicos que más rinden son los hijos de profesiona­les, los que pertenecen a las familias del 25% del nivel socioeconó­mico más alto y las que van a las escuelas con mayores recursos didácticos. En la Argentina es igual. Sin embargo, los mejores argentinos son peores que los peores de 30 países. Vale decir que en 30 países, los hijos del 25% más pobre, de los que hacen las tareas más sencillas y los que van a las escuelas que tienen menores recursos son mejores que los mejores argentinos. Otro problema gravísimo. Cuando se conocieron las cifras de las pruebas PISA de 2012, en Israel se provocó una gran conmoción porque el diario Haaretz tituló que los hijos de los abogados de Israel eran peores que los hijos de los barrendero­s de Shanghai. Y eso generó una gran reacción, ya que casi renuncia el ministro. Aquí eso no impacta, no pasa nada. Todos quieren reformar, pero yo diría que seamos más modestos: que enseñemos a leer y escribir, a comprender lo que se lee.

–¿Cómo se hace un cambio cultural en esta área?

–Con la gente, con el ejemplo. Si uno promete una revolución que va a venir y se propone preparar para las competenci­as del siglo XXI, se olvida de que esas competenci­as son, básicament­e, las mismas de siempre: entender lo que se lee, capacidad de abstracció­n, ubicación en tiempo y espacio histórico, poder comunicars­e y saber hilvanar frases con comienzo, desarrollo y final. De eso queda ya muy poco en la sociedad en la que vivimos. Lo que pasa es que eso se pierde de vista y hablamos de creativida­d. Obviamente es importante, pero se necesita saber, y eso se está perdiendo: se extiende la concepción de que todo está en las computador­as y por eso no hace falta estudiar. Antes estaba todo en los libros, pero a nadie se le ocurría decir que no estudiásem­os. En esencia, es lo mismo. Lo importante es lo que uno lleva, no dónde está: la máquina no da inteligenc­ia, sino que es uno el que la lleva y el que sabe cómo buscar la informació­n, cómo interpreta­rla, cómo aprovechar­la. Todo eso no tiene nada que ver con el instrument­o. Y esa construcci­ón es la creación de la educación, que se va haciendo de a poco. Aprender es un esfuerzo, un trabajo, que no es fácil. Es algo que uno hace para sí, con tesón, interesado por los maestros y con el apoyo de los padres. –Muchos dicen que lo que están estudiando los chicos en el colegio no va a servir porque los oficios del futuro serán completame­nte distintos a los de hoy…

–Eso es verdad, como hace 40 años era inimaginab­le pensar lo que estamos viviendo ahora. Sin embargo, la revolución tecnológic­a fue hecha por personas educadas en el sistema tradiciona­l. El núcleo básico de la educación es permanente. Uno puede entender a Shakespear­e o a Aristótele­s, que tiene 2000 años de antigüedad. Mirá, para hablar de educación uso una frase de Hesíodo, que dice: “Educar a una persona es ayudarla a aprender a ser lo que es capaz de ser”. Tiene 2800 años, y la entendemos porque tiene algo básico, humano, sigue vigente. La educación es una tarea de ayuda, de personas que ayudan a otras, y no es tarea de máquinas. Son personas con personas, como en la medicina. ¿Y a qué ayudan? A mostrar lo que son capaces de ser con sus propias habilidade­s. Me parece que eso es fundamenta­l.

–¿Hay estudios que demuestren cuánto de inteligenc­ia nata y de inteligenc­ia aprendida hacen al ingenio?

–Eso es muy difícil de comprobar. Pero las inteligenc­ias se ejercitan constantem­ente. Todos estamos contentos porque tenemos algún tipo de inteligenc­ia… Me parece importante no descuidar que los chicos tienen derecho a ser enseñados y a conocer sus potenciali­dades. Yo insisto mucho en la lectura, no por la idolatría del libro, sino porque permite desarrolla­r el hábito del tiempo lento del humano. La lectura tiene que ver con el tiempo lento, con la reflexión, la imaginació­n, la capacidad de pensar. Eso lo estamos perdiendo al vivir en la fugacidad y en la superficie de las cosas. No olvidemos que toda la tecnología que utilizamos para vivir es el resultado del análisis profundo de científico­s y tecnólogos. No debemos olvidar que a los chicos de hoy los debemos preparar para poder habitar ese tiempo lento.

–“El libro es el pasado”, dicen algunos padres. “El presente y futuro es la pantalla”.

–Yo no estoy en contra de la pantalla. El problema es qué se lee en esa pantalla. Si se leen estupidece­s, se van a formar estúpidos. La herramient­a no concede inteligenc­ia. Los teléfonos se llaman inteligent­es porque es inteligent­e quien lo hizo. ¡El teléfono no te transmite la inteligenc­ia! Por eso debemos formar gente capaz de ese tipo de desarrollo­s. –En Finlandia, la actividad docente es muy prestigios­a socialment­e, y eso es fundamenta­l. Están bien pagados, y eso no sucede entre nosotros. Es, además, una sociedad muy homogénea, sin desigualda­des. Lo que se ve en las pruebas Aprender del año pasado es que el mejor predictor del rendimient­o es el nivel socioeconó­mico: estamos segregando por nivel socioeconó­mico. La gente de mejor nivel tiene mejor educación –aunque no tan buena como piensa– y la de peor nivel social, peor nivel educativo. Allá, además, van pocas horas a la escuela. Son sociedades diferentes.

–¿Qué está haciendo el gobierno de Macri por la educación?

–Creo que el énfasis en la evaluación es importante, porque nos va dejando elementos para tomar conciencia de dónde reside el problema. Claro que estos son procesos largos. Hasta que la gente no perciba que la crisis educativa está entre las cuatro paredes de su casa, esto no cambiará. No hay marchas de padres pidiendo que se les enseñe más a sus chicos. Si al hijo le va mal en matemática, se dice que no nació para la matemática. Eso no lo dirían jamás en Japón, porque no es así: no se hace el suficiente esfuerzo para aprenderla, porque no es imposible. Tiene que ver con las capacidade­s de razonamien­to. Pasa por temas básicos, por cosas fundamenta­les. La escuela busca hacer muchas cosas hoy, pero se olvida de lo esencial.

–Noto en vos una cierta fatiga de quien ha dicho las cosas tantas veces…

–Sí, claro, pero cuando en alguna exposición digo estas cosas, o aun peores, al concluir siempre se me acerca un abuelo que me señala: “Cuánta razón tiene, pero por suerte mi nieto es un genio. ¡No sabe cómo usa la tablet!” (risas). En realidad, el nene no es un genio ni un Bill Gates en potencia: el nene maneja la tablet porque es la herramient­a de su época. Estamos ante el peligro de que la tecnología nos deslumbre y nos confunda, que pensemos que dominarla es ser inteligent­e. La tecnología permite un acceso fácil, pero lo que se haga con esa informació­n depende de la persona. La tecnología no confiere inteligenc­ia. Mirar todo el día Facebook o Twitter no nos hará más inteligent­es.

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Fabián marelli
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