“Que tengamos que estudiar, bárbaro, pero que no nos saquen las cooperativas”
En diez talleres que maneja Barrios de Pie en Rafael Calzada temen por la falta de fondos para materiales
Diluvia en La Matanza y todo entra en un paréntesis. Las veredas se vacían, las persianas de los comercios caen y hasta los perros buscan refugio. Pero en este edificio de tres pisos de la localidad de Rafael Castillo el movimiento no se detiene.
De una habitación en la que trabajan unas quince personas salen panes y pizzas recién horneados. En otra se fabrican sillas, mesas y juguetes de madera. Y, así, en cada cuarto: ropa para niños, mochilas y carteras, adornos, chulengos y parrillas de hierro. El que no está trabajando está escurriendo el agua que ya inunda la planta baja y la huerta en el fondo. Todo, por $4750 por mes.
En esta colmena de cemento conviven más de 300 personas agrupadas en una decena de cooperativas del Plan Argentina Trabaja (PAT). Todas, de la organización Barrios de Pie. La mayoría, preocupadas por el nuevo giro anunciado por el Gobierno: que ahora su única obligación para cobrar el beneficio de $4750 sea terminar la secundaria o asistir a cursos de oficios y ya no seguir trabajando en esta suerte de pyme que instalaron en cada cuarto.
No es paradójico. “Que tengamos que estudiar y capacitarnos está bárbaro. Pero que no nos saquen las cooperativas con las que trabajamos, comemos, nos vestimos y pagamos las cuentas”, advierte Luisa López, una de las cooperativistas, como para atajar a los desprevenidos. La respuesta se repetirá en todos los pisos.
Sucede que los panes, las mochilas, las sillas y la ropa que salen de cada habitación regeneran el sistema: van a comedores del barrio, alimentan y visten a los hijos de los cooperativistas, se intercambian en clubes de trueque y, con suerte, se venden en ferias para ganar unos pesos más o para comprar materiales y volver a empezar.
Y es que el anuncio de la reconversión del PAT en el programa Hacemos Futuro llegó con un condimento que sonó a ultimátum para los movimientos sociales: que el Gobierno dejará de enviar los fondos para materiales e insumos que gira anualmente a cada cooperativa. El Ministerio de Desarrollo Social intentó corregir luego ese anuncio, pero el temor quedó instalado.
Esos fondos adicionales tienen múltiples destinos. Para las cooperativas que efectivamente trabajan, se convierten en harina, cemento, telas o, también, máquinas de coser, soldadoras o bloqueras. Para las que no trabajan, en un sobresueldo para punteros y funcionarios. No debería ser difícil distinguir a unas de otras: el Ministerio de Trabajo tiene inspectores que visitan regularmente las cooperativas.
“No se van a cortar los fondos para las cooperativas, pero sí se van a eliminar algunos intermediarios. Lo central es que los beneficiarios ahora no estarán obligados a pertenecer a una cooperativa, sino a estudiar”, insisten en el Ministerio de Desarrollo Social.
La promesa cae en saco roto dentro la colmena de Rafael Castillo. Desde que el kirchnerismo creó el PAT para recuperar el control del conurbano tras la derrota electoral de 2009, cada año llegó con nuevos anuncios para reconvertir el plan. Grandes promesas que no cambiaron lo esencial: hay cooperativas que trabajan y otras que no.
Promesas y pocos logros
Cambiemos no escapó a esa lógica: el año pasado Mauricio Macri prometió que 400.000 cooperativistas podrían insertarse en empleos formales gracias al plan Empalme. Un año después, los casos concretados no llegan a 1500.
“Acá hay gente que se fue a anotar al Empalme. Todavía están esperando que alguien les responda”, cuenta Silvia Caballero, otra de las cooperativistas. Con tan poca información disponible, no sabe si culpar a Desarrollo Social, a Trabajo o al municipio. Cree, eso sí, que el Gobierno dedicó más esfuerzos a anunciar el plan Empalme que a concretarlo.
Silvia también está terminando la secundaria en un centro de formación de adultos de Barrios de Pie. “No estamos en contra de estudiar, pero lo cierto es que acá no hay trabajo ni siquiera para los chicos de 25 años con estudios, imaginate para nosotros”, dice.
Romina Suárez asiente. Ella y su hijo Santiago trabajan en la cooperativa de panadería. A ella le faltan dos materias para terminar la secundaria. Su hijo, en cambio, estudia profesorado en Educación Física, pero tampoco consigue trabajo en blanco. No es el único universitario que sobrevive con $4750 del PAT.
“Esto es más que un rebusque: es una fuente de vida, acá uno se brinda a los demás”, dice Mario Albarracín. Con 66 años, es el jefe del taller de herrería, el que le enseña a los más chicos a usar el torno, la amoladora y la soldadora. La frase, por grandilocuente, invita a desconfiar. Por las dudas, Albarracín aclara que ni siquiera cobra el PAT. Está jubilado. Viene porque quiere ser parte de la colmena.