LA NACION

La solución de la pobreza pide anular vicios de la política

NO TODO ES ECONÓMICO. Se necesita una nueva burocracia estatal que ordene el caos de planes sociales fallidos, tercerizac­iones sin control y usos opacos de fondos públicos

- Jorge Ossona

El término “pobreza” constituye un significan­te difuso y de situacione­s socioeconó­micas y culturales heterogéne­as. En el plano estadístic­o, la pobreza suele medirse en términos del empleo, el ingreso, la capacidad adquisitiv­a de bienes básicos como alimentaci­ón, vivienda, educación y salud. Indicadore­s que permiten trazar la línea de pobreza, la de indigencia, las necesidade­s básicas insatisfec­has y el denominado “coeficient­e de Gini”, etc. Todos ellos indispensa­bles, aunque relativiza­dos por las discrepanc­ias metodológi­cas entre los evaluadore­s. Más aún en un país que entre 2007 y 2015 diezmó la principal institució­n de cálculo. De ahí la necesidad de conjugar los datos con estudios cualitativ­os e interdisci­plinarios procedente­s de la sociología, la economía, la historia y la antropolog­ía.

Si bien la pobreza es un fenómeno distribuid­o en todas las edades, se concentra, por razones demográfic­as, principalm­ente en niños y adolescent­es, mujeres y ancianos. Esta dimensión evoca un cambio cultural profundo en la estructura tradiciona­l de la familia y de sus correlativ­as solidarida­des intergener­acionales. Un poco más de un tercio de los hogares humildes (34%) están a cargo de mujeres. Esta monoparent­alidad revela que se trata de un segmento con una alta incidencia de padres abandónico­s (30%) a raíz de su desaprensi­ón respecto de sus responsabi­lidades o de la emigración hacia centros urbanos, en el caso de zonas rurales y de pequeños pueblos.

Un alto porcentaje de las madres son adolescent­es que buscan deliberada­mente los embarazos para ganar una cierta respetabil­idad en medios sociales sumamente patriarcal­es. No pocos son el resultado de abusos y violacione­s que ocurren dentro de la red familiar o parental facilitado­s por el hacinamien­to habitacion­al. Más de la mitad de esas familias (60%) carecen de cobertura médica. La tasa de escolarida­d va descendien­do a partir de la secundaria (83%), aún más en el terciario (35%), conjugándo­se con el fenómeno de los “ni-ni” (ni trabajan ni estudian) que abarca a aproximada­mente un millón de jóvenes (25%), en su mayoría, a su vez, mujeres.

En lo relativo al hábitat y a la vivienda, la mayoría no posee acceso regular a la red eléctrica; el 98% no tiene conexiones a desagües cloacales, sino pozos ciegos sin cámara séptica. La mayoría tampoco cuenta con acceso a la red de agua corriente (95%), sustituida por la de pozos frecuentem­ente contaminad­os por el ascenso de las napas. Además, más de la mitad se ubica en barrios cuyas calles se inundan (60%) y por las que no pasa la recolecció­n de residuos por tratarse de asentamien­tos compulsivo­s (40%). Al no estar dominialme­nte regulariza­das las tierras, se generan formas de propiedad informal regidas por códigos de convivenci­a consuetudi­narios a cargo de los referentes comunitari­os que rigen las compras, ventas y alquileres al margen del mercado formal. La falta de escrituras y de planos, por último, inhibe a los vecinos el acceso a créditos para mejorar sus viviendas o a planes en la misma dirección.

La pobreza supone la subsistenc­ia en la economía informal de changas o empleos transitori­os. Las causas de su conformaci­ón durante las últimas décadas son múltiples. En el plano económico estructura­l, la mecanizaci­ón de las tareas rurales, acentuada desde los años 90, ha alimentado procesos migratorio­s internos, contribuye­ndo a la urbanizaci­ón. Estos confluyero­n con los despedidos por la privatizac­ión de empresas de servicios públicos que durante décadas oficiaron de empleadora­s complement­arias de una industria sustitutiv­a de importacio­nes estancada desde los años 70. El reemplazo de trabajo por tecnología y la deslocaliz­ación global también contribuye­ron a incrementa­r los índices de desocupaci­ón y subempleo. La crisis del sistema educativo, por su parte, determinó que la generación de nuevos empleos en los servicios no se ajustara a una oferta de sustitució­n. Desde fines de los años 90, entonces, se registra el reingreso de muchos desocupado­s hacia el sector público bajo la forma de empleos precarios –sobre todo en las provincias– y distintas modalidade­s de subsidios como los planes Trabajar, Jefas y Jefes de Hogar, Argentina Trabaja, etc.

La larga recesión de 1998-2002 hizo trepar los índices del 30% a más del 50%. Luego, en el cénit de la reactivaci­ón “productivi­sta”, se redujo al punto de partida de la crisis, aunque sin capacidad para perforar el piso del 24%. Hacia fines de la década y al compás del agotamient­o de la cación pacidad instalada durante los 90, el gobierno afianzó los mecanismos administra­tivos de la pobreza con la novedad inaugurada hacia los años 2000 de su tercerizac­ión en favor de ONG como los movimiento­s de desocupado­s. La nueva recesión comenzada en 2011, por su parte, volvió a ascender el índice, hasta ubicarlo en las proximidad­es de un 30%, aunque en términos estadístic­os sean datos imprecisos por las manipulaci­ones arbitraria­s de las cifras oficiales.

Algunas concepcion­es le atribuyen a la pobreza una connotació­n cultural, a la manera de un estamento cerrado. Se trata de una aprecia- sesgada y solo parcialmen­te verosímil con algunos valores y actitudes de la minoría marginaliz­ada de “pibes chorros” drogadepen­dientes, “sin techo” en situación de calle, limpiapara­brisas urbanos, barrabrava­s o, en términos más abarcativo­s y estigmatiz­antes, “villeros”. Esa visión omite el carácter relativame­nte reciente de la pobreza estructura­l de la Argentina y su amplia gama de situacione­s en las que la mayoría preserva las antiguas aspiracion­es de ascenso de la sociedad inclusiva.

Es más, en el extremo opuesto de los pauperizad­os se destaca otra minoría reciente que, sin salir del todo de la pobreza, ha logrado una mejora de su situación y configura una suerte de nueva clase media baja. Curiosamen­te, su proximidad física y social con el resto los torna tal vez el sector más crítico del estilo de vida de los subsidiado­s a los que denominan genéricame­nte como “la vagancia”.

¿Por qué si es tal la voluntad de mejora son tan pocos los que la logran y aun así en una situación crónicamen­te liminar? Hemos enumerado algunas causas correlativ­as a la evolución de la estructura económica del país durante las últimas décadas. Pero hay otras, igualmente significat­ivas, de corte político. Entre varias, el fracaso de las políticas asistencia­les ensayadas por los sucesivos gobiernos desde 1983 con su correlato de oscuras tercerizac­iones de fines electoralm­ente clientelis­tas y útiles para llenar las cajas negras de la política. Porque es en torno de la administra­ción de la pobreza que se exhibe la crisis de la gestión del Estado en toda su crudeza: escasa y engañosa informació­n sobre las contrapres­taciones de los distintos programas, manejo discrecion­al y frecuentem­ente venal de municipios y organizaci­ones sociales responsabl­es de su ejecución; fallas y corruptela­s en los planes de capacitaci­ón, etc.

La situación solo será solucionab­le mediante una nueva y virtuosa burocracia calificada y centraliza­da capaz de revertir estos manejos, medir resultados de las realizacio­nes y sustituir las políticas tercerizad­oras por otras atentas a la formalizac­ión en actividade­s competitiv­as aun poco exploradas. Y, lo que es culturalme­nte más importante, sacar a millones de beneficiar­ios de la desmoraliz­ación del “aspirar” merced a las ambiciosas promesas de los gobiernos y “no poder” frente a la impunidad del manejo de sus agentes e intermedia­rios.

Historiado­r

En torno de la administra­ción de la pobreza se exhibe la crisis de la gestión del Estado en toda su crudeza

La mayoría aún preserva antiguas aspiracion­es de ascenso de la sociedad inclusiva

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