LA NACION

Brasil es hoy una democracia tutelada

En medio de la crisis que desató el Lava Jato, los militares recordaron que no gobiernan, pero tienen poder de veto

- Andrés Malamud.

“El presidente de la Cámara de Diputados de Brasil (PMDB) rompe con Dilma. Guerra total: esto no termina hasta que caiga uno de los dos”. Tuiteado desde Río de Janeiro el 17 de julio de 2015, el pronóstico pecó de optimista: al final cayeron los dos. Hoy Dilma Rousseff, que todavía sería presidenta, pena como candidata a senadora por Minas Gerais. Mientras tanto Eduardo Cunha, expresiden­te de la Cámara y “padre del golpe”, pena en serio: el juez Sergio Moro lo condenó a 15 años de prisión por corrupción, evasión impositiva y lavado de dinero. Brasil no es para principian­tes, decía Tom Jobim. Tampoco para iniciados, gruñen desde la cárcel los más de 60 convictos por el Lava Jato, la mayor investigac­ión de corrupción de la historia.

Los presos recorren todo el espectro ideológico. Y a su modo, hacen justicia social: en un país patriarcal, con millones de pobres y mayoría mulata, los convictos son mayoritari­amente hombres, blancos y, por supuesto, ricos. Entre ellos figura Marcelo Odebrecht, uno de los empresario­s más poderosos de Brasil; José Dirceu, expresiden­te del PT y mano derecha de Lula, y João Santana, el publicista que diseñó las campañas electorale­s de Lula, Dilma, Hugo Chávez y algún político argentino. Porque la alegría no es solo brasileña.

Los expresiden­tes presos son una especie prolífica. En Corea del Sur, un caso modélico para los países en desarrollo, tres de los últimos seis fueron condenados por corrupción; el cuarto fue más rápido y se suicidó mientras lo investigab­an. Perú es un digno competidor: de los últimos cinco presidente­s hay uno preso, uno prófugo, uno indultado y otro renunciado. El quinto, Alan García, estuvo exiliado durante diez años y hoy se encuentra bajo investigac­ión. Los número dos aportan lo suyo: el vicepresid­ente de Ecuador está en la cárcel y el de Uruguay tuvo que renunciar. Esta enumeració­n, brevísima, muestra que el fenómeno es global y no afecta solo a la izquierda y a América Latina. Para confirmar- lo está Silvio Berlusconi, derechista y europeo, que fue condenado a prisión, pero contrató mejores abogados que Lula y está libre.

El fenómeno tampoco es nuevo en Brasil: Lula es el sexto expresiden­te encarcelad­o, aunque es el primero en serlo por un caso de corrupción. El fenómeno se extiende para abajo y por todo el cuerpo político: de los últimos siete gobernador­es de Río de Janeiro, cinco están bajo investigac­ión judicial; los otros dos se murieron. De los cinco investigad­os, tres ya están presos y el actual gobernador está precalenta­ndo. Recuérdese que Río de Janeiro fue sede de los Juegos Olímpicos y cuenta con los recursos petroleros del presal. El Estado, sin embargo, está quebrado y paga los salarios públicos de vez en cuando.

Mientras la democracia brasileña estaba sitiada por el mal gobierno y la corrupción, llegó la infantería. Con una serie de frases que van de la desubicaci­ón al golpismo, algunos militares (la mayoría en retiro) salieron al rescate de la moral y las buenas costumbres. Pero quienes se sorprendie­ron, como antes con el Lava Jato, es porque solo van a Brasil de vacaciones.

En 2004 el juez Sergio Moro publicó su ahora famoso opúsculo en que vaticinaba el Lava Jato bajo el ejemplo del Mani Pulite. En el mismo año, Jorge Zaverucha, doctorado en la Universida­d de Chicago y profesor en la de Pernambuco, escribía en Folha de São Paulo que “el militarism­o es un fenómeno amplio, regulariza­do y socialment­e aceptado en Brasil”. Zaverucha argumentab­a que el Senado no participab­a en la promoción de los generales, que la Justicia Militar podía juzgar civiles aun en tiempos de paz y que los servicios de inteligenc­ia estaban bajo control militar. De hecho, los militares habían tenido acceso exclusivo a tres ministerio­s hasta 1999, cuando el presidente Fernando Henrique Cardoso creó el Ministerio de Defensa y lo puso al mando de un civil. Estos enclaves autoritari­os se sostenían por la debilidad civil, pero también por la popularida­d de las Fuerzas Armadas. En 2002, un candidato presidenci­al llegó a afirmar sobre la dictadura que “los militataba. res, con todos los defectos de visión política que tuvieron, pensaron a Brasil estratégic­amente”. Ese candidato era Lula.

Visto desde la Argentina, donde los militares perdieron una guerra y organizaro­n una represión sangrienta, es inadmisibl­e que las Fuerzas Armadas intervenga­n en la vida pública. Visto desde Brasil, donde el odio de clase envenena las relaciones sociales y 60.000 personas son asesinadas cada año, las Fuerzas Armadas evocan el orden antes que el autoritari­smo. No se trata de justificar, sino de entender. El problema no es que los militares hablen, sino que los civiles hayan abdicado de controlarl­os. En palabras del periodista Elio Gaspari, la declaració­n extemporán­ea del jefe del Ejército “expuso el peor legado de la breve presidenci­a de Michel Temer: él plantó la semilla de la anarquía militar, que estaba adormecida desde finales del siglo pasado”. Brasil es hoy una democracia tutelada, en la que los uniformado­s no gobiernan, pero tienen poder de veto.

Los contrastes con la Argentina también se manifiesta­n en las investigac­iones de corrupción, pero al revés. Para empezar, la prisión de Lula no es preventiva: ya fue condenado en dos instancias. Guste o no, el expresiden­te está en la cárcel por sentencia y no por sospecha. La deliberaci­ón de la Corte Suprema, además, se televisó en directo: cada juez se hizo cargo de su voto y debió fundamenta­rlo en público. Al lado de Comodoro Py, el circo judicial brasileño parece una ópera. Y Lula no está proscripto: la habilitaci­ón de las candidatur­as la realizará el tribunal electoral recién en septiembre, un mes antes de las elecciones. La prisión no anula los derechos políticos hasta su confirmaci­ón por la cuarta instancia. En cualquier caso, las chances de que Lula sea habilitado son mínimas: según la legislació­n aprobada en 2010, bajo su mandato, la condena en segunda instancia gatilla la inelegibil­idad.

La narrativa del PT, como sería esperable, alega golpe y proscripci­ón. Hay dos números que no encajan. El primero es 83, el porcentaje de popularida­d que tenía Lula al terminar su mandato: hasta la oligarquía lo vo- El segundo es siete, la cantidad de miembros del Supremo Tribunal Federal que fueron designados durante las presidenci­as de Lula y Dilma sobre un total de 11. ¿Qué pasó desde entonces para que la mitad de la población, tres cuartos del Congreso y los jueces nombrados por el PT se hicieran golpistas? El relato está incompleto si ignora la responsabi­lidad del PT en su propia debacle y en la de Brasil.

También en contraste con la Argentina, en Brasil las clases medias se movilizan más que las populares. Huérfanos de representa­ción partidaria, los desclasado­s podrían redoblar la acción directa cortando rutas y ocupando estancias. La reacción del establishm­ent será inmediata: represión oficial y profundiza­ción de la violencia clandestin­a. El PT cumplió una función de estabiliza­ción del sistema, legitimánd­olo en el centro mientras lo reformaba en los márgenes. Su colapso en soledad sería injusto, pero, sobre todo, peligroso, porque alimentarí­a la alienación de los pobres y la impunidad de los poderosos.

Para la credibilid­ad de la Justicia y el futuro de la democracia brasileña, el problema no es Lula preso, sino Temer libre.

El PT alega golpe, pero es un relato incompleto si ignora su propia responsabi­lidad en la debacle

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