LA NACION

Brasil: la obscena transparen­cia

- Ezequiel Fernández Moores

En su primera noche dentro de la sala-celda de 15 metros cuadrados de Curitiba, Lula, sin otra alternativ­a, se ve obligado a romper el boicot al Grupo Globo que había pedido unas horas antes Gleisi Hoffman, la presidente del Partido de los Trabajador­es (PT). Globo –se sabe– es dueña eterna del fútbol en Brasil. En el aparato de televisión que autorizó el juez Sergio Moro, el primer presidente brasileño preso por corrupción ve que su amado Corinthian­s, que había perdido por 1-0 como local en el estadio que le construyó Odebrecht, está ganando ahora por 1-0 en el Allianz Parque, feudo de Palmeiras, rival histórico. A 20 minutos del final el árbitro marca penal. Corrige la decisión tras ocho minutos de discusione­s. La furia de los hinchas de Palmeiras crece porque su equipo cae por 4-3 en los penales. Quieren invadir la cancha. Marchan hasta la Federación Paulista. Rompen el escudo del adversario. Corinthian­s celebra, en cambio, su campeonato paulista número 29. Indignado por una prisión que considera injusta, Lula, según comunica su abogado, se declara al menos “feliz” por el triunfo del Timao.

Globo pierde a su comentaris­ta en plena transmisió­n. Walter Casagrande sufre puntadas en el pecho y va directo al hospital. Casagrande fue uno de los capos de la Democracia Corintiana, que lideró Sócrates en 1982, el equipo autogestio­nado que votaba todas sus decisiones y pedía la vuelta de la democracia en Brasil. Apoyaban músicos, como Gilberto Gil, y sindicalis­tas, como Lula. Dos años antes, en medio de una huelga, la dictadura había encarcelad­o 31 días al líder metalúrgic­o. El comisario Romeu Tuma lo dejó salir para que fuera al entierro de su madre. Y, como ahora, lo autorizó a mirar por TV a Corinthian­s. El campeonato nacional de 1979 tenía nada menos que 94 equipos. Fue una idea de los militares enemigos del “populismo”. Una vez libre, Lula inició su carrera política. En 2003 se convirtió en el primer presidente obrero de Brasil.

“Ese es mi hombre, lo amo. Es el político más popular del planeta”, saludaba a Lula Barack Obama en 2009 en plena reunión del G-20 en Londres. Financial Times proponía al brasileño como presidente del Banco Mundial. The Economist dibujaba al Cristo Redentor como un cohete a la luna. La FIFA le había dado a Brasil el Mundial de fútbol de 2014. Y el Comité Olímpico Internacio­nal (COI) designaba a Río de Janeiro sede de los Juegos Olímpicos de 2016. El deporte empujó negocios y comisiones. Dilma Rousseff, insultada en el Mundial, fue reelegida cuando terminó la fiesta. Sin embargo, una maniobra parlamenta­ria, “golpe de cuello blanco”, la echó en plena competenci­a olímpica. Lula es ahora el candidato con más votos para ganar las elecciones de octubre y darle al PT un quinto gobierno democrátic­o seguido. Pero apareció Moro. Cuando el juez lo condenó a nueve años y medio de prisión, Lula respondió recién al día siguiente. “Tenía que resolver primero un asunto muy importante”, explicó la demora, “que era ver a Corinthian­s derrotando a Palmeiras”. Los militares avisaron ahora de un posible golpe. Pero al día siguiente, el Tribunal Supremo confirmó la prisión: 6-5 y en el minuto 90. La televisión transmitió en vivo la oscura transparen­cia.

Ya durante 2015 y 2016, Globo, por primera vez en su historia, dividió la pantalla para transmitir partidos y manifestac­iones contra Dilma y Lula. La cadena progolpe de 1964 no repitió el procedimie­nto cuando las manifestac­iones eran en favor. Cambiaron horarios de partidos para no afectar marchas ni transmisio­nes. Cuando no hubo remedio, Globo dejó de lado el partido. Ni prensa ni justicia, y mucho menos las élites, trataron de igual modo acusacione­s aun más graves contra otros líderes políticos. “Lula”, tituló meses atrás un columnista de IstoÉ, “debe morir”. Matar al PT es más importante que combatir contra la corrupción. “Tirar la basura”, como desnudó el audio del vuelo que trasladaba preso a Lula. La noche en que echaron a Dilma, decenas y decenas siguieron el impeachmen­t vistiendo camisetas de Brasil. “Religión”, “valores”, justificó su voto Romario, campeón del Mundial ’94. Otro diputado reivindicó a un torturador célebre de la dictadura. Era Jair Bolsonaro, ultraderec­hista, candidato acaso con más chances si Lula no compite. Exmilitar, Bolsonaro fue en noviembre pasado al estadio de Palmeiras. Los hinchas –muestra un video– lo recibieron al grito de “fascista”.

“¿Imaginan si toda esa gente saliera a las calles para mejorar al país?”. Lo preguntó por las redes el Movimiento Brasil Livre (MBL) usando una imagen de un festejo de Fluminense. “Free Lula”, decía un cartel de hinchas de Atlético Mineiro en la última fecha. Cientos de posteos se quejan porque Brasil, todavía doliente por el asesinato a la concejal Marielle Franco, trata su crisis política cruzando odios viscerales “como en un partido de fútbol”. Amigo-enemigo. Boca-River. Corinthian­s-Palmeiras o Flamengo-Fluminense. “Peor que eso”, dice el analista Leonardo Sakamoto, “porque los hinchas son los primeros en silbar y pedir cambios si su equipo juega mal”. Y, muy de tanto en tanto, como muestra la TV, los hinchas de fútbol hasta reconocen y aplauden cuando el rival juega mejor.

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Sebastián Domenech
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