Uber: insistir en el disparate
De nada sirve declamar que se promueve la cultura emprendedora si los que innovan deben luchar contra una maraña de regulaciones contra el cambio
La insensata y altamente mediatizada persecución que el Ministerio Público Fiscal porteño lleva a cabo contra una empresa de innovación tecnológica como Uber, reclamando para directivos, representantes y asesores legales cuantiosas multas y hasta penas de arresto, aconseja una reflexión serena sobre la cuestión.
Deben distinguirse las decisiones políticas que un municipio puede tomar, según sea su orientación ideológica, de otras que responden a motivos menos confesables. Así, entre las atribuciones de los órganos políticos se encuentra la de tomar decisiones con cierto nivel de discrecionalidad dentro de lo que le permiten los principios y las garantías constitucionales, como resolver qué actividades grava con qué impuestos y, dentro de ciertos límites que impone la razonabilidad, cuáles regula y con cuánta intensidad.
La evolución tecnológica ha dado lugar a nuevas formas de prestación de servicios inconcebibles hasta hace muy poco tiempo y, con ello, a nuevos desafíos regulatorios. Más allá de la discusión, no menor, sobre si se trata de un mero proveedor de plataformas digitales o de un prestador de servicios de transporte, carece de sentido aplicar a servicios innovadores categorías regulatorias pensadas cuando el mundo era muy diferente. El cambio siempre produce incomodidades, pero en la medida en que genere más y mejores opciones, suele mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Si algunas personas prefieren viajar en un taxi tradicional porque confían en el sistema de licencias y controles y prefieren una tarifa regulada, ello es tan válido como la decisión de quienes eligen tomar autos particulares mediante una aplicación en sus teléfonos móviles: se trata de servicios distintos, aunque obviamente compitan. Lo mismo puede decirse de una persona que se dedica a tiempo completo o parcial a prestar un servicio conduciendo su propio vehículo, obteniendo un ingreso por la utilización de un bien que, de otra manera, permanecería ocioso.
El hecho concreto es que Uber cumple ya dos años en la Argentina y que quienes lo han incorporado a su plataforma digital para poder utilizarlo superan los dos millones. En el último mes, en el área metropolitana de Buenos Aires, medio millón, entre usuarios y conductores, coordinaron viajes. No caben dudas de que los consumidores libremente eligen el servicio de esta plataforma.
El argumento de la competencia desleal es descabellado. Ningún titular de una licencia para hacer algo tiene derecho a impedir que otro invente un servicio que lo sustituya en la preferencia de una parte del público. La patente del inventor de la máquina manual de escribir no lo autorizaba a impedir la introducción de la computadora y del procesador de textos. ¿Alguien pudo haber sostenido, por ejemplo, que debía prohibirse el uso de la aplicación WhatsApp porque las empresas de telefonía móvil tenían licencia para vender el servicio de mensajes de texto y entonces debía impedirse la desaparición de ese negocio? Un taxista hoy no tiene derecho a que el número de licencias sea limitado, pues los municipios pueden ampliarlo a discreción. Se trata de la sana y libre competencia a secas, un valor que la Constitución nacional reconoce como uno de los derechos de los consumidores. El Ministerio de Modernización, Innovación y Tecnología de la Ciudad de Buenos Aires debería analizar esta cuestión.
De nada vale declamar que en el país se crean polos tecnológicos y se promueve la cultura emprendedora si los que innovan deben luchar contra una maraña de regulaciones absurdas y excesivas que apañan a sectores que se resisten al cambio y solo pueden subsistir cuando se los protege a costa del resto de la población. A pesar de ser una fuente de talentos reconocidos a nivel mundial, será difícil de este modo imaginar que la Argentina pueda inspirarse en el pujante Silicon Valley, cuna de innovación y creatividad. Ni que hablar de salir al mundo promoviendo oportunidades de inversión si, al mismo tiempo, se perseguirá a abogados, contadores y otros agentes que colaboran en el saludable y necesario proceso de instalación de empresas extranjeras en el país. Con esta ruidosa cruzada del statu quo, flaco favor se les hace al Estado de Derecho, a la seguridad jurídica y a la credibilidad que tanto pregona la actual administración.
Impedir la libre elección de adultos mayores de edad que resuelven a su propio riesgo utilizar autos particulares de terceros para transportarse es claramente autoritario, sin perjuicio de que se opte por reglamentar lo que corresponda que estos tributen localmente, respetando las habilitaciones y seguros que corresponda exigir o las licencias que deban gestionarse para su operación. No pueden justificarse imposiciones de este tipo aduciendo la vaga necesidad de proteger a los indefensos ciudadanos, por lo menos hasta que no se justifique de qué deben defenderse o que ellos demanden expresamente semejante protección, algo que hasta hoy no ha ocurrido, sino más bien todo lo contrario. Protección, en todo caso, deberían dar las autoridades contra las mafias de los mal llamados taxistas activos en puntos de arribo a la ciudad, como terminales aeroportuarias, de cruceros de lujo y de ómnibus de larga distancia, donde a diario sufridos viajeros son presa fácil de robos y estafas.
El país debe ir hacia un escenario de mayores libertades individuales y transparencia, y no hacia mayores restricciones, burocracia y privilegios sectoriales que atentan contra el bien común.