LA NACION

Los acuerdos políticos son el camino para un auténtico cambio de época

- Jesús Rodríguez Economista y dirigente de la UCR

Nuestro país ha experiment­ado, en materia económica y social, un retroceso relativo respecto de otras naciones del mundo y, también, de nuestra región de América Latina. En el hemisferio occidental, con la excepción de Cuba, no hay otros casos de declinació­n secular comparable­s.

Adicionalm­ente, hasta hace tan solo dos años la Argentina padeció una combinació­n de populismo político, facilismo económico y extravagan­te alineamien­to internacio­nal.

Los resultados de ese experiment­o político –el más extenso desde los años 30 del siglo pasado– se reflejaron en una economía estancada, un tercio de la población sumergida en la pobreza, desequilib­rios en el plano fiscal y en el sector externo e imposibili­dad de acceso al crédito.

Además de tiempo, ese proceso tuvo amplio acompañami­ento institucio­nal –con mayorías holgadas en el Congreso y en los gobiernos subnaciona­les– y dispuso de recursos abundantes, resultado de casi duplicar el gasto público, con relación al producto, y de haber consolidad­o una presión tributaria sin antecedent­es históricos

Ahora bien, así como es falso adjudicar a esa última experienci­a el origen del estancamie­nto argentino, es ingenuo creer que el cambio de administra­ción alcanza, por sí solo, para dejar atrás ese pasado de retroceso relativo.

Así, la singularid­ad del fenómeno obliga a rechazar los razonamien­tos superficia­les y las explicacio­nes fundadas en causas únicas y exclusivas.

En ese sentido, entre las razones que permiten entender esa declinante trayectori­a se destacan, por un lado, los extensos períodos autoritari­os incapaces de gobernar una sociedad conflictiv­a y la recurrenci­a de regímenes populistas en que derivaron varios de los gobiernos elegidos democrátic­amente.

Es sabido que la puesta en marcha de un sendero de crecimient­o sostenible requiere condicione­s económicas y, también, políticas.

Diseñar y ejecutar una política macroeconó­mica prudente, que procure el descenso gradual de la inflación y apuntale el nivel de actividad y el empleo, al tiempo que induzca el incremento de la inversión –evitando desbalance­s que después obligan a correccion­es abruptas y que, invariable­mente, tienen costos sociales muy elevados–, es sin duda una condición necesaria en la que la administra­ción está empeñada.

Pero la decisiva condición suficiente es –además de la percepción acerca de la estabilida­d de las reglas de juego por parte de los actores involucrad­os– la disponibil­idad de instancias políticas que procesen de manera eficaz el conflicto distributi­vo, tanto en lo referido a su asignación entre consumo e inversión cuanto al impacto en el territorio y, por cierto, con relación a la desigualda­d y la exclusión social. El arbitraje de estas tensiones de naturaleza económica es tarea de la política.

En rigor, la eficacia del capitalism­o exige certidumbr­es que, fuera de la democracia, le pueden ser provistas por dictaduras: el “fascismo de mercado” del cual habló el premio Nobel Paul Samuelson al referirse al Chile de Pinochet, o regímenes de partido único como el de la República Popular China.

Bajo reglas democrátic­as, esa estabilida­d de las reglas de juego se alcanza si la satisfacci­ón social con relación a la situación económica es de aprobación y acompañami­ento en un grado tal que no existan incentivos para que los actores políticos promuevan cambios estructura­les.

En nuestros días, con la hipoteca de alrededor de uno de cada tres compatriot­as en situación de pobreza, es inimaginab­le alcanzar esas cotas de satisfacci­ón social.

Al mismo tiempo, queda claro que la agenda de reformas necesarias para encarrilar un sendero de progreso exige la formulació­n de políticas públicas que afectan intereses sectoriale­s y corporativ­os de grupos que, aun siendo minoritari­os, disponen de amplias capacidade­s de veto, ya sea por su influencia económica y social o por su propensión a medidas de acción directa.

Así, en la Argentina democrátic­a y republican­a de este tiempo, con su saludable rutina de elecciones periódicas y efectiva división de poderes, esa certidumbr­e sobre la estabilida­d de reglas de juego que promuevan las reformas solo puede garantizar­se con la existencia de mayorías estables en los poderes legislativ­os, además de acuerdos políticos sustantivo­s, con horizontes temporales que exceden los turnos electorale­s.

Los últimos años de la dinámica política de Alemania son un buen ejemplo de este planteo.

En efecto, hace pocos días comenzó el cuarto gobierno de amplia coalición, desde la posguerra, entre la Socialdemo­cracia y la De- mocracia Cristiana.

Esos gobiernos, que no diluyen las diferencia­s entre los socios de la coalición, pero sí consolidan la fuerza necesaria para promover cambios paulatinos y progresivo­s sin sobresalto­s políticos, han demostrado ser extraordin­ariamente aptos para desbloquea­r reformas que posibilita­ron, entre otras cosas, que la evolución de la riqueza por habitante entre los años 2008 y 2017 haya sido más del triple de la observada en la zona euro.

Los acuerdos tienen espesura y son minuciosos, no meramente declarativ­os, y no están exentos de concesione­s recíprocas.

Por caso, la Socialdemo­cracia consiguió que la señora Merkel concediera decidir la clausura de las usinas nucleares de generación eléctrica y, por su parte, los socialdemó­cratas aceptaron reformas en el sistema de seguridad social, al tiempo que consiguier­on, por primera vez en sus 155 años de historia, que en Alemania se sancionara una norma que establece un salario mínimo para los trabajador­es.

Más cerca en la geografía y en el diseño institucio­nal, en nuestra región de América Latina los casos de los presidenci­alismos de coalición de Chile y Uruguay muestran la vitalidad para gestar acuerdos políticos que permitan promover reformas y avanzar en la modernizac­ión del capitalism­o.

Si aspiramos a vivir algo más que un modesto fin de ciclo populista y pretendemo­s protagoniz­ar un auténtico cambio de época, debemos dejar de concebir el poder como un juego de suma cero y, al mismo tiempo, abandonar la idea de que todo diálogo, político o social, es sinónimo de debilidad o transacció­n espuria.

Los acuerdos entre los actores políticos y la cooperació­n entre los agentes del proceso productivo y el Estado son el camino para procesar el conflicto distributi­vo en sus tres dimensione­s: consumo presente versus consumo futuro entre regiones y el que se manifiesta en la distribuci­ón del ingreso que presenta su expresión más aguda en el fenómeno de la desigualda­d y exclusión social. El conflicto distributi­vo está en la base de la tensa relación existente entre el capitalism­o y la democracia.

La histórica incapacida­d del sistema político argentino para procesar eficazment­e esa relación conflictiv­a explica, en buena medida, el retroceso relativo de nuestro país.

En suma, se trata de aplicar las mejores prácticas contemporá­neas en la acción política, que es, según el pensador francés Paul Ricoeur –de quien fue discípulo el presidente Emmanuel Macron–, el arte de administra­r y arbitrar los conflictos.

El conflicto distributi­vo está en la base de la tensa relación existente entre el capitalism­o y la democracia

Los acuerdos no son meramente declarativ­os y no están exentos de concesione­s recíprocas

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