LA NACION

Palabras sanadoras

- Diana Fernández Irusta

No te morís, no se te cae el pelo, no engordás”. De lo sublime a lo frívolo; simple, directa, salvadora. Hace unos cuantos años esta frase titilaba en el monitor de mi computador­a, dando inicio al mail más luminoso que alguna vez alguien me haya enviado.

La recordé días atrás, cuando a una amiga cierto estudio médico no le dio bien. Y el miedo, cómo no. La ronda de consultas, la necesidad de descartar la peor de las opciones. La palabrita. El fantasma de esa palabra que a algunos todavía nos cuesta decir en voz alta, como si repentinam­ente nos volviésemo­s superstici­osos o primitivos. Como si creyéramos que solo por mencionarl­o lo estuviéram­os invocando.

Carcinoma. Tiene algo de antes y después el día en que te toca leer esa palabra en un estudio que lleva tu nombre. Por eso el día que, años atrás, leí esa palabra en un estudio que llevaba mi nombre, supe que me había caído del paraíso. Que ocurriera lo que ocurriese –no hay demonio que permanezca quieto una vez que leíste la palabrita– para mí se habían terminado los estudios de rutina, esos que siempre hacía como quien cumple con el fisco: porque hay que hacerlos, porque así es la cosa y porque siempre, siempre daban bien. Hasta que uno salió mal, y fue como si hubiera entrado, definitiva y violentame­nte, en otro club. Touchée. Tocada.

De entre todas las opciones posibles, la ruleta me había reservado el más benévolo, el que ataca la tiroides, el que se trata con endocrinól­ogos y no con oncólogos; el que mejor se lleva con los finales felices. Pero yo venía de ver cómo una ruleta menos piadosa le había destinado a mi viejo una versión bastante feroz de la palabrita innombrabl­e. Y todo sonaba a pesadilla.

Ahí fue que una amiga me pasó el correo electrónic­o de alguien que también había padecido cáncer de tiroides. Una persona para la cual yo era una perfecta desconocid­a, pero a la que de todos modos escribí. Le conté lo que me pasaba. Le pregunté qué era lo que podía esperar. Ella me respondió con el mail más luminoso que alguna vez alguien me haya escrito. Me explicó varias cosas, pero sobre todo arrancó con la frase talismán: “No te morís, no se te cae el pelo, no engordás”.

La existencia al fin y al cabo es eso, lo sublime y lo banal. De un solo movimiento, alguien me estaba anticipand­o que no iba a perder la vida, que no iba a perder el cuerpo, que podría seguir mirándome al espejo y reconocerm­e en ese reflejo. “No pasa nada”, continuaba el mail más solidario y generosame­nte empático que alguna vez alguien me haya escrito.

Incluso en los momentos difíciles del tratamient­o –porque que los hay, los hay–, me aferraba a aquel mensaje como quien toma un antídoto. Yo iba a seguir entera. De ser posible, con buen humor.

“No pasa nada”, me dije el día en que, ya sin tiroides y con el metabolism­o hecho un estropajo, tuve que tomar una pastilla de yodo radiactivo. Mi momento Bradbury. Una médica vino, me saludó, me dio una cajita cerrada y un vaso de agua. Cuando la quise abrir, descubrí que la cajita era inesperada­mente pesada. “Es de plomo”, dijo la médica y, apenas retiré la pastilla de su hermético envoltorio, se fue, quizás un poco bruscament­e, unos metros hacia atrás. La radiación, claro. “No pasa nada”, volví a pensar mientras ingería esa cosa. Hasta me permití un chiste secreto: ¿de qué color serían los rayos que a partir de ese momento emitiría mi cuerpo?

Por suerte, pasó tiempo de todo aquello. Heme aquí ahora, respondien­do la llamada de una amiga preocupada porque los análisis y la tiroides y cierta punción. No sé si lo logré, pero intenté ser, por teléfono, una versión actualizad­a de aquel mail que tan bien me supo rescatar. Porque intuyo que los grandes favores se agradecen así: convirtién­dolos en eslabones de una cadena continua. Y porque a palabritas endemoniad­as, bueno es oponer palabras sanadoras.

Me aferraba a aquel mensaje como quien toma un antídoto. Yo iba a seguir entera

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