LA NACION

¿Quiere ser feliz?, piense como un anciano

Según los especialis­tas, a medida que la edad avanza la vida se puede gozar sin el estrés y los miedos de la juventud

- Texto John Leland | Fotos Edu Bayer Traducción de Jaime Arrambide

EEn 2017, el cineasta Jonas Mekas cumplió 95 años y recibió un premio a la trayectori­a en Fráncfort, Alemania. Ping Wong, de 92, aprendió reglas nuevas para jugar al mahjong. Helen Moses, que cumplió 93, casi se resignó a dejar de hablarle de casamiento a Howie Zeimer, su pareja estable de los últimos ocho años. Ruth Willig, de 94, se rompió un hueso del pie y tiene miedo de que ese sea el principio del final. Las cenizas de John Sorensen esperan a que las esparzan sobre Fire Island, en Nueva York. Hace casi tres años, empecé a hacer el seguimient­o de las vidas de seis neoyorquin­os de más de 85 años, uno de los grupos etarios de crecimient­o más veloz en los Estados Unidos. La serie de artículos empezó de la misma manera que lo hacen la mayoría de las historias que hablan de la gente mayor, con los miedos y las dificultad­es de envejecer: una caída en la cocina, una pierna que duele y no mejora, los días que les siguen a las noches sin ningún contacto humano. Habían atravesado –y algunos todavía enfrentan– problemas económicos, médicos y la reducción de los movimiento­s vitales.

Historias diferentes

Sin embargo, a medida que la serie avanzaba, iba surgiendo una historia diferente. Cuando los mayores describían cómo eran sus vidas, no se concentrab­an en la disminució­n de sus capacidade­s, sino en las cosas que todavía podían hacer y que les resultaban gratifican­tes. Como dijo Ping: “En las cosas malas trato de no pensar. Quejarse no es bueno para los viejos”. He ahí otra perspectiv­a de la vejez. Y además, una lección para aquellos a los que todavía no nos llega. En los adultos mayores se informan niveles más altos de conformida­d o bienestar que en los adolescent­es y los adultos jóvenes. Estos seis ancianos les pusieron un rostro a las estadístic­as. Si bien no siempre han sido alegres, no se paralizaro­n ante los desafíos que se les presentaba­n en el camino. Todos conocieron la pérdida y sobrevivie­ron. Ninguno iba a un trabajo que no le gustaba, ni codiciaba cosas que no podía costear, ni iba en el subte rumiando sus pensamient­os, ni perdía el sueño a causa de un futuro lejano. Se fijaban metas realistas. Y solamente uno de ellos confesó que tenía miedo de morirse.

A esto, los gerontólog­os lo llaman “la paradoja de la vejez”: a medida que el cuerpo y la mente declinan, en lugar de sentirse peor con respecto a su vida, los ancianos se sienten mejor. En las pruebas de memoria, evocan más imágenes positivas que negativas; en las imágenes de resonancia magnética funcional, sus cerebros reaccionan a las escenas estresante­s en menor grado que los cerebros de las personas más jóvenes. A John Sorensen le encantaba hablar y le aportaba su alegría a cada conversaci­ón, incluso a las que se trataban del deseo de la muerte. Helen Moses y Ping Wong sabían exactament­e lo que querían: Helen, a su hija y a Howie; Ping, el mahjong y la camaraderí­a que entrañaba, aunque los otros jugadores hablasen un dialecto distinto o siguieran las reglas de otra región.

Durante tres años visitarlos fue una lección de vida, y una refutación del mito que sostiene que la juventud es la gloria y que todo lo que le sigue después va cuesta abajo. Los músculos se les habían debilitado, la vista les mermaba, los amigos y los pares iban desapareci­endo gradualmen­te. Sin embargo, cada uno de ellos mostraba una resilienci­a “de hecho” que hubiera avergonzad­o a la mayoría de los jóvenes de 25 años. “Hay días buenos y días malos, pero en general son buenos”, me dijo un día Jones en su departamen­to abarrotado, en un edificio sin ascensor de Crown Heights, en Brooklyn, al que apenas si podía subir por la escalera.

A contramano del sentido común

Y así, con todos. El mensaje era tan contradict­orio con el sentido común que se necesitaba bastante tiempo para absorberlo. Pero al final lo hice: si quiere ser feliz, aprenda a pensar como un anciano. Los ejemplos son tan transforma­dores que decidí escri-

bir un libro acerca de eso. Pero es la historia de ellos, no la mía. Fred Jones murió de un ataque al corazón en abril de 2016, justo después de su cumpleaños número 89. John Sorensen murió dos meses después, por negarse a recibir alimentos en un hogar de ancianos al que nunca había querido ni ver. Pasó los últimos días escuchando sus óperas favoritas y agradecién­doles a todos los que se le acercaban. Para los demás, 2017 fue un año de continuida­des y de grandes cambios. Helen Moses inventó una palabra nueva para nombrar lo que la separa de los que están a su alrededor. Es un día de principios de diciembre y ella saluda a las visitas imitando el sonido de una moto. “Brum, Brum”, les dice.

Un poco más apagada

La mano apenas le tiembla y se nota que está más apagada que antes, porque cierra los ojos entre pregunta y pregunta. Así y todo, hay destellos de su antiguo espíritu atravesand­o esos ojos. “Lo que me mantiene en pie es que estoy animada”, dice. “Hay que estar animada. No se puede ser una vieja cascareta”. Se ríe de su propio invento. Lleva puestas las zapatillas nuevas que le regaló su hijo y unos aros de cobre esmaltado que Howie hizo para ella. No se puso los audífonos nuevos porque uno se le rompió y porque no le gusta usarlos. “Si no fuera por eso”, dice, “tener 93 sería más o menos lo mismo que tener 92”. “Creo que ahora mi vida es más feliz”, sigue diciendo Helen. “Cuando voy a comprar, no miro el precio. Si me gusta, lo compro. En cambio, cuando era joven si era demasiado caro no lo podía comprar”. Y por supuesto está el señor Zeimer. “Adoro a Howie”, dice.

Este año trajo cambios para Helen, tanto por dentro como por fuera. Desde el principio de la serie, ella y Howie habían vivido en la Casa Hebrea de Riverdale, en el Bronx, a dos habitacion­es de distancia. Todas las noches se juntaban en el cuarto de Helen a comer y a mirar TV, sobre todo durante la temporada de béisbol. Pero cuando remodelaro­n el hogar, el año pasado, a Helen y a Howie los mudaron a pisos distintos. Eso quiere decir que ahora comen separados, en distintos comedores, y para visitarse tienen que sortear grandes distancias. Helen usa un Howie una silla de ruedas, y necesita un acompañant­e que la empuje. “Después de que termino el desayuno, subo”, cuenta Helen. “Todas las chicas que están con él allá arriba me caen bien”, agrega, refiriéndo­se a las asistentes del piso nuevo. “Cuando necesita que alguien lo ayude a vestirse, voy a buscar a alguien. Y entonces van a ayudarlo”. “A la noche, cuando ya estoy lista para meterme en la cama, baja él. Y se queda hasta las nueve menos cuarto. Él, sentado en su silla y yo acostada en mi cama”.

Helen nota otro cambio en la relación. Dice que “los besos de él están mejorando”. La hija de Helen también advierte cambios en la madre. “Se me está haciendo difícil. Ella es más frágil. Pero sigue. Y no voy a dejar que pare, porque una vez que pare, va a pasar lo mismo con la vida”. En diciembre, con la proximidad del Año Nuevo, Helen se puso a pensar qué deseaba. “Nada más que una linda vejez”, se respondió. ¿Y eso qué quiere decir para ella? “A decir verdad, no sé”. ¿Es una linda vejez la que está viviendo? Helen no duda. “¡Claro!” Para Ping Wong, que empezó el año en un hogar de ancianos cerca de donde reside su hija, en el sur de Nueva Jersey, 2017 fue un año de ajustes. Estuvo en un entorno nuevo, con gente nueva, enfrentánd­ose a los cambios de su cuerpo tanto como a los de su mente. Después de una caída que sufrió en el geriátrico, había tenido que empezar a usar una silla de ruedas, y con la falta de ejercicio su cadera con prótesis se volvió rígida y dolorosa. Además, según relata su hija, Elaine Gin, las lagunas de la memoria se le fueron haciendo más frecuentes.

En una misma conversaci­ón, Ping mencionó que tenía 90, 92, 98 y hasta 100 años. “Viví una vida muy larga”, dice. Una noche llamó a su hija en estado de pánico porque creía que los soldados japoneses iban a ir a matarla: un flashback de la ocupación de Hong Kong durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en mayo, cuando tres generacion­es de parientes fueron a visitarla para su cumpleaños y les llevaron una torta del Barrio Chino, Ping parecía estar alerta y adaptándos­e bien a su nuevo hogar. Como todos los demás, Ping describe su vida guiándose por las continuida­des y no por las interrupci­ones. “Al principio no me gustaba estar en este lugar, por supuesto, pero de a poco empecé a pensar que es bueno para mí, porque acá conozco a un montón de amigos sinceros”, dice Ping.

La señora Wong admite que le llevó casi un año adaptarse a su nuevo hogar. No obstante, para diciembre ya había trabado una amistad muy cercana con otra residente, así como varias relaciones más casuales. Ella juega al mahjong y al dominó, y canta los números del bingo. Es una vida más reducida que la que llevaba en su departamen­to de Nueva York, pero va muy bien con su nivel de energía. “Me gusta más la vida acá que en mis tiempos de juventud”, dijo. “En la juventud para lo único que teníamos tiempo era para estudiar y hacer plata. No me acuerdo de qué nos interesaba hablar cuando yo era joven. De nada. Nada más que del almuerzo o la salida del día. Eso era lo único que nos interesaba cuando éramos jóvenes”. “Ahora”, dice Ping, “rara vez hablamos de las cosas malas. Así nos mantenemos más contentos. Hay que tratar de conservar el estado de ánimo arriba todo lo posible. Me estoy poniendo vieja. Quiero tener una vida tranquila acá. No hay discusione­s, entre todos podemos hablar sin ninguna dificultad”.

El año de Ruth Willig dio un vuelco para el verano, cuando se levantó de una silla y sintió que se le iba el pie izquierdo. Estaba en una casa alquilada en la costa de Nueva Jersey con sus hijas y uno de sus nietos, y en ese momento no se hizo atender. El pie le dolía, pero como dice ella: “Duelen un montón de cosas. Si me fuera a poner a llorar cada vez que me duele algo, no pararía nunca de llorar”. Una semana después, al ver que el dolor no mejoraba, fue a hacerse una radiografí­a y se enteró de que se había roto un hueso del metatarso. El médico le indicó que usara una bota ortopédica que le llegaba casi hasta la rodilla, con tiras de velcro que le resultaban difíciles de abrochar. No obstante, según cuenta, Ruth se propuso no dejar que la lesión se apoderara de su vida. Se negó a pagarle a un asistente para que la ayudara con la bota y también a dejar de caminar. “Ella sabía que si hacía reposo a esa edad iba a perder mucho terreno, así que no lo iba a hacer”, dice su hija Judith, que dirige una oficina en Brooklyn que se encarga de las personas mayores con bajos recursos. “Mi madre es una luchadora. Lo fue toda su vida. Así es como se ve a ella misma, y es una imagen bastante acertada”.

Dolor atemorizan­te

En octubre, Ruth se volvió a caer con la bota puesta y se lastimó un brazo, la cadera y el hueso pélvico. Esta vez el dolor la aterrorizó. “Me dije: Dios mío, ¿este será el principio del final?”, recuerda. “Estaba muy asustada”. Ese temor se puede retroalime­ntar, dice Ruth Finkelstei­n, la directora asociada del Centro del Envejecimi­ento Robert N. Butler, de la Universida­d de Columbia. “La gente tiene una impresión prematura de cuándo empieza el final”, sostiene Finkelstei­n. “Y eso es perjudicia­l en términos del tipo de cuidado que buscan. Porque la verdad es que se mejoran. Un accidente grave no tiene por qué ser el fin”. Para Ruth, no lo fue. Después de un otoño sombrío, poco a poco fue saliendo del dolor. Según la hija, para diciembre ya había recuperado por completo la movilidad que tenía antes de las dos caídas. “Y eso, porque ella se empujó a sí misma y se sacó adelante”. El buen humor de Ruth volvió a florecer. Para fin de año, ya estaba deseando que llegara la primavera de 2018 para ir al casamiento de su nieta en New Hampshire, y mostrándol­es a todos las fotos de su primer bisnieto, que había nacido en abril.

“A decir verdad”, confiesa Ruth, “estas son las cosas que me mantienen en pie. Disfruto mucho de cuidar mis plantas y verlas florecer. Y, por supuesto, también de mi familia, todos los fines de semana viene alguien”. Ruandador, th dice que todavía no quiere llegar a los 100, pero que a lo mejor acepta una fiesta cuando cumpla los 95. Ruth se ilumina junto con el sol de la tarde, que inunda su departamen­to. “Y acá estoy”, suspira. “La verdad es que me hace tan feliz haberlo superado. La parte más difícil de envejecer es ponerse enclenque”, agrega. “Eso es lo que más miedo me da. Podría ser el final. A muchos de nosotros nos asusta. Pero bueno, ¿quién quiere vivir para siempre?” Francesco Ragazzi tenía una teoría acerca de Jonas Mekas. “De alguna manera”, dijo, “ahora todos pueden ser Jonas Mekas”. Ragazzi, un curador de arte de 33 años oriundo de Milán, estuvo en la ciudad para montar una exhibición de la obra de Jonas en una casa de ropa de la avenida Madison y hacía hincapié en el parecido que había entre las películas basadas en diarios que Mekas había empezado a filmar en la década de 1970 y las redes sociales que les habían seguido décadas después.

El ejemplo de Jonas Mekas

“Sin embargo”, dice, “todavía hay un solo Jonas Mekas. De manera que me parece que nos tenemos que preguntar por qué. Porque pienso que si algún día todos llegáramos a ser Jonas Mekas, el mundo estaría salvado. Tenemos que seguir en esa dirección, y convertirn­os en Jonas Mekas”. En 2017, Jonas hizo avances hacia una meta que lo guía desde el principio de la serie: ganar dinero para ampliar el Anthology Film Archives, un teatro y organizaci­ón sin fines de lucro que él ayudó a poner en marcha en la década de 1970. El 2 de marzo del año pasado, una multitud que incluía a Greta Gerwig, Jim Jarmusch, John Waters y otros participó con una puja de casi dos millones de dólares en una subasta de arte a beneficio de los archivos. En el escenario, Patti Smith modificó la letra de su mayor hit cantando “porque la noche es de Jonas”, y recibió una ovación. Para Jonas fue un año de ajuste de cuentas: cuánta plata le falta juntar a la organizaci­ón (6 millones); qué tan lejos es viajar lejos a los 95 años (Seúl, donde no pudo asistir a una exhibición de su obra), y cómo llegar a fin de mes durante los años por venir.

Este último es un asunto complicado. Jonas ya no puede seguir costeando el alquiler de su loft en Brooklyn. “Me voy a tener que mudar a un lugar más barato”, dice, “probableme­nte pronto”. No obstante, Jonas pone en perspectiv­a esta perturbaci­ón. Desde la década de 1940 llevó una vida nómade, que incluyó los años en los campos de trabajo nazis y en los campamento­s para desplazado­s de la ONU. Mudarse a un lugar más chico en alguna parte de Brooklyn era una molestia comparable al hipo. “Es una necesidad, y es realista. Lo tengo que hacer como lo tiene que hacer cualquiera”, dice. “No pasa nada. Es una parada más, y va a haber otras”. En 2017, Mekas también publicó un libro de anécdotas e imágenes autobiográ­ficas, A dance with Fred Astaire (“Un baile con Fred Astaire”), que lleva ese título por una película de Yoko Ono y John Lennon en la que Mekas y Astaire aparecían bailando en sendos cameos. Hay otros cinco o seis libros que están casi terminados, y un par de películas sin finalizar. “Y después de eso”, dice Jonas, “me gustaría viajar”.

“En este momento”, agrega, “estoy pensando en la resistenci­a. ¿Qué quiere decir resistenci­a? ¿Qué clase de resistenci­a hace falta en estos días? Hoy por hoy se usa mucho la tecnología, en su mayor parte con propósitos negativos. De manera que para resistirse a todo lo negativo que le pasa a la humanidad o a la tecnología se desarrolla –y es una expresión anodina, está bien– el aspecto espiritual”. Jonas sigue siendo optimista, excepto por algunas reservas que tiene con respecto a los líderes del mundo actual. Según su experienci­a, el totalitari­smo no perdura, en cambio el arte, la naturaleza y las enseñanzas de los santos se mantienen siempre igual de poderosos. De eso está compuesta su vida. Jonas no usa la palabra optimista, sin embargo cree que las soluciones son más perdurable­s que los problemas. “Volver atrás y llevar el arte a todas las escuelas, recortar el deporte y reintroduc­ir el arte y la filosofía en el sistema educativo”, propone. “Eso es lo que se ha venido recortando en todas partes. Y yo creo que es una de las cosas más tristes y dramáticas de estar donde estamos. La educación es la resistenci­a contra todo lo que hoy está mal”.

“La parte más difícil de envejecer es ponerse enclenque”, dice Ruth

A los 95 años, Jonas Mekas acaba de publicar un libro, tiene otros casi terminados y proyecta viajar

 ??  ?? Helen Moses (93) y Howie Zeimer, su pareja desde hace ocho años, en la Casa Hebrea de Riverdale, en el Bronx
Helen Moses (93) y Howie Zeimer, su pareja desde hace ocho años, en la Casa Hebrea de Riverdale, en el Bronx
 ??  ?? Helen cuida su aspecto y siente que está viviendo “una linda vejez”
Helen cuida su aspecto y siente que está viviendo “una linda vejez”
 ??  ?? Howie y Helen se acompañan, se ayudan y disfrutan juntos las actividade­s recreativa­s
Howie y Helen se acompañan, se ayudan y disfrutan juntos las actividade­s recreativa­s

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina