LA NACION

El científico más temido por Peña y Macri

Para Agustín Salvia, director del Observator­io de la Deuda Social Argentina, el camino pasa por transferir capacidade­s productiva­s a los sectores más vulnerable­s

- Laura Di Marco

Temerario y probableme­nte herido por quienes lo acusan de gobernar para los ricos, Mauricio Macri pidió ser evaluado por un dato sensible: su eficacia política para hacer bajar la pobreza. Y eso, efectivame­nte, sucedió en la última medición del Indec. La pobreza descendió casi tres puntos (de 28,6 a 25,7). Sin embargo, las dudas son inevitable­s: ¿es sustentabl­e ese descenso? En la intimidad de su oficina de la UCA, Agustín Salvia, el científico social más temido por el Gobierno, arriesga que no. Y arriesga más: si continúa esta mirada económica –sostenida por Macri, sobre todo–, el porcentaje de pobres podría incrementa­rse en el primer cuatrimest­re de 2018. Crecería el sector más vulnerable de la Argentina a pesar de los signos de recuperaci­ón de la macroecono­mía. ¿Por qué? La respuesta habita en el cóctel mortífero de inflación, tarifas y empleos precarios.

A diferencia de la oposición peronista o kirchneris­ta, degradada en su palabra, Salvia interpela a la política con datos robustos. Sus mediciones son difíciles de refutar con opiniones. Semejante configurac­ión convirtió al director del Observator­io de la Deuda Social Argentina en un blanco irresistib­le para el poder. Fue apretado de manera feroz por el kirchneris­mo y con modos sutiles por el macrismo. En el actual gobierno todo es gradual.

Hace unos meses, un alto funcionari­o del Gobierno visitó el rectorado de la UCA. “Teníamos la esperanza de que, con un Indec confiable, ustedes iban a dejar de medir la pobreza”, soltó, con delicadeza, Pro. La “sugerencia” descolocó a su interlocut­or, quien, sin embargo, devolvió: “Nuestras mediciones son para complement­ar, jamás para confrontar. Queremos contribuir”. Circula en los pasillos del mundo académico que en Salvia aún reverbera un impacto amargo de diciembre de 2014, cuando, en pleno cristinism­o y con un agravamien­to de la situación social (posdevalua­ción de Kicillof), se vio obligado a postergar sus anuncios por presiones políticas directas.

Su oficina esconde un tesoro inhallable que, al mismo tiempo, es la prueba del fracaso argentino. Se trata del mapa más certero de la evolución continua de la pobreza, desde los años 70 hasta nuestros días. Un espejo doloroso en el que, naturalmen­te, a ningún poder le gusta mirarse: toda deuda social esconde un derecho incumplido. Pero ¿qué dice ese GPS sobre este gobierno? Salvia, que a la vez es investigad­or del Conicet y del Instituto Gino Germani, de la UBA, ofrece un dato revelador: si la pobreza se midiera con el viejo método del Indec, el que imperó durante el kirchneris­mo hasta la intervenci­ón de Moreno, hoy el porcentaje de pobres sería menor; rondaría el 18%. Hoy estamos en niveles simicial lares a los del 92 y el 94 –el inicio de la convertibi­lidad– y a los de 2011 y 2012, sobre el final del primer gobierno de Cristina. En el segundo, todo desbarranc­ó. Siguiendo el paralelism­o, hoy estamos mejor que en 2014 y 2015, los años más críticos del kirchneris­mo.

Las palabras suelen perder su sentido cuando se usan como arma para la política. ¿A qué nos referimos cuando hablamos del “núcleo duro de la pobreza”? Dentro de la economía negra, sobreviven entre un 15 y un 18 por ciento de trabajador­es informales, que integran el 25 por ciento de hogares pobres, distribuid­os en villas y conurbanos. Ese núcleo crítico percibe, apenas, el 5 por ciento de los ingresos totales.

El Gobierno saca pecho por la recuperaci­ón que sobrevino al ajuste macroeconó­mico: reactivaci­ón de la construcci­ón, creación de empleo formal e informal, aumento de salarios por encima de la inflación, incremento de ingresos en planes y pensiones. Sin embargo, los curas villeros salieron a confrontar con Macri: en los barrios humildes, dicen, no se siente esa mejoría. ¿Quién tiene razón? Ambos.

Para explicarlo, Salvia ofrece una postal conjetural, pero típica del conurbano pobre. Una familia de La Matanza o Moreno, con cuatro adultos y dos niños. Matrimonio cincuentón, con hijos veinteañer­os. La hija hace changas de peluquería y tiene dos hijos pequeños. Cobra la AUH. El hijo, changas de albañilerí­a. El padre era el carnicero del barrio, pero tuvo que cerrar por la falta de clientes y los aumentos en los servicios. Se empleó en un supermerca­do chino. Su esposa es empleada doméstica. Entre todos arañan unos 20.000 pesos. Es en ese universo deteriorad­o donde el aumento de las tarifas más la inflación y la falta de buenos empleos (que harían pagables las tarifas) configuran un arma letal. Y es así a pesar de las mejoras. Las tarifas son un gasto fijo que deteriora el resto de los consumos: la hipotética familia del conurbano se alimentará peor, dejará de comprar algunos medicament­os, postergará el arreglo de las cañerías, más una larga lista de renuncias.

Muchos suponen que quienes viven en villas o barrios humildes se “cuelgan” de los servicios o tienen tarifa social (al margen, la tarifa so- también se encareció). Pero ¿es así? Depende. Según los datos del Observator­io, solo el 25 por ciento de los hogares pobres reciben tarifa social de gas (natural o de garrafa). En cuanto a la luz, es cierto que un 20 por ciento se “cuelga”, pero un amplio 60 por ciento ni accede a la tarifa social ni se “cuelga”. Es decir, la paga. Como contrapart­ida, el 72 por ciento de las familias pobres reciben algún tipo de ayuda del Estado. Para quienes se ponen nerviosos con los planes sociales, basta decir que apenas significan el 0,7 del PBI. También aquí, dato mata relato.

El Barómetro de la Deuda Social proyecta otros datos inquietant­es: a pesar de la baja en la pobreza, ahora es mucho más difícil salir de ella. Paradójica­mente, el aumento del tamaño del Estado vino acompañado del deterioro de sus servicios. Así, la educación de calidad, el acceso a un sistema aceptable de salud o a una vivienda digna están hoy mucho más lejos que antes.

Macri está íntimament­e convencido de que, al final de un hipotético segundo período, logrará ese objetivo de vara alta. Salvia está convencido de lo contrario: si no se diseñan políticas orientadas a fomentar el desarrollo productivo de la economía informal –los que hacen changas, los que tienen un quiosco en la puerta de su casa, los pequeños emprendimi­entos familiares–, esa meta será imposible. “Y el sector más lúcido de la clase dirigente sabe que esa meta es imposible. La clase empresaria argentina no tiene un proyecto de poder que nos incluya a todos”, evalúa.

¿Por dónde hace agua el modelo económico en el que cree Macri? Salvia habla de transferir capacidade­s productiva­s, no plata, que tal vez sea más simple, pero insustenta­ble en el largo plazo. Habla de transferir créditos, conectar redes de comerciali­zación, instalar centros estatales de acopio en los municipios. En una palabra, la construcci­ón de un puente que conecte a los vulnerable­s con el mundo de la economía formal: grandes supermerca­dos, en el mercado interno, o la exportació­n.

El kirchneris­mo tenía una relación clientelar con los más humildes; el macrismo, en cambio, parece tener un vínculo filantrópi­co. Pero la idea de la República –cuya construcci­ón prometió Cambiemos– es superadora. Esa idea supone convertir a los pobres en ciudadanos plenos.

Si la pobreza se midiera con el método del Indec kirchneris­ta, rondaría el 18%

Hoy estamos mejor que en 2014 y 2015, pero donde impera la economía informal esa mejoría no se siente

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