LA NACION

Razones y formas de la normalizac­ión de las tarifas

La oposición y algunos aliados del Gobierno deben dejar de lado la hipocresía y la utilizació­n demagógica de la recomposic­ión tarifaria

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Entre los graves problemas heredados del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el retraso tarifario constituyó uno de los más destructiv­os y difíciles de corregir. Una inmensa hipocresía emerge ahora justamente desde el kirchneris­mo, que clama por los perjuicios sociales ocasionado­s por los aumentos, que sus dirigentes adjudican a la exclusiva perversida­d del actual gobierno. El resto de las fuerzas políticas, incluyendo la Coalición Cívica y el radicalism­o, que forman parte de la coalición gubernamen­tal, se han sentido en la necesidad de cuestionar los aumentos. En un acuerdo logrado ayer, más por el deseo presidenci­al de mantener la cohesión con sus socios que por la lógica técnica de sus propuestas se accedió a una parte del requerimie­nto radical para el gas y a ciertas exigencias de la diputada Elisa Carrió sobre multas a los prestadore­s

A comienzos de 2002 se produjo la devaluació­n y para disminuir su efecto inflaciona­rio se recurrió a los congelamie­ntos de las tarifas de los servicios públicos. La política oficial, de claro corte populista, aplicó ese criterio más intensamen­te en la región metropolit­ana, que concentra la mayor cantidad de votantes. Trece años después la inflación acumulaba un 1385%, mientras que los precios de la energía y el transporte habían sido ajustados solo entre un 90% y un 120%. La electricid­ad, el gas por redes, el agua y la telefonía fija llegaron a perder alrededor de un 85% de su nivel real de tarifas. El costo de imprimir y enviar las facturas era superior a lo cobrado en hogares de consumos moderados. A moneda de valor constante, un boleto de tren se había reducido a un valor tan irrisorio que en los ferrocarri­les me- tropolitan­os los concesiona­rios dejaron de controlar porque resultaba más oneroso que los ingresos que se perdían por no hacerlo. Un boleto de tren suburbano para 30 kilómetros, que en el mundo no cuesta menos de 6 dólares, en la Argentina se pagaba 0,25 dólares. Un viaje urbano en colectivo, que tradiciona­lmente valía lo que un café, llegó a costar una quinta parte.

Naturalmen­te los consumidor­es se beneficiar­on con esa política. En casos como el gas o la electricid­ad aumentaron su uso y su consumo. Se extendió, por ejemplo, el calentamie­nto de piletas de natación. En otros casos en los que el consumo no depende del precio, como el transporte público, en sustitució­n de los gastos recortados algunas familias incorporar­on otros consumos: mejor calidad alimentari­a, entretenim­iento, electrodom­ésticos u otros. Esto explica que al momento de pretender recuperar las tarifas al nivel real de 2001 se produzca en mucha gente la sensación de imposibili­dad de afrontarla­s. Quienes en aquel año pagaban un boleto de colectivo al equivalent­e actual de 20 pesos ahora alegan no poder afrontar la mitad de esa cifra y salen a golpear cacerolas.

Para evitar la quiebra de las empresas prestadora­s y mantener su operación, el Gobierno debió subsidiarl­as. A medida que la inflación elevaba los costos, esos subsidios crecieron. En 12 años alcanzaron cifras exorbitant­es. En 2015 se los estimó en el orden de 20.000 millones de dólares, equivalent­es a un 4% del PBI y a la mitad del déficit fiscal. Por un lado, los subsidios provocaron la corrupción con los retornos y desvíos de los fondos. Por otro lado, generaron un riesgo a las empresas concesiona­rias debido a la insegurida­d de recibirlos. La inversión y el mantenimie­nto se resintiero­n junto con la calidad y seguridad de los servicios. El accidente de la estación Once expuso crudamente estas circunstan­cias. Lo mismo puede decirse del aumento de la frecuencia de cortes de energía, cuando en 2001 se había partido con un exceso de capacidad instalada.

Debido a la muy grave situación fiscal, así como a la necesidad de recuperar las inversione­s y la calidad de los servicios, la normalizac­ión tarifaria fue y es imprescind­ible. La gradualida­d y los amortiguad­ores sociales son sin duda necesarios, ya que se exige que haya una recomposic­ión de la estructura familiar de los consumos, lo que requiere tiempo. Las tarifas sociales son una forma de hacerlo, por ejemplo, con la tarjeta SUBE.

La recuperaci­ón tarifaria ha sido mayor en agua, gas y electricid­ad, en ese orden. Sigue siendo muy limitada en el transporte, manteniend­o una injustific­able ventaja los habitantes del conurbano respecto de los del resto de las ciudades del país.

La oposición debe abandonar la hipocresía o la utilizació­n demagógica del tema. Por su lado, el gobierno de Macri debe esforzarse por reducir la carga impositiva que pesa sobre las tarifas y, además, debe comunicar correctame­nte las razones de los ajustes y las consecuenc­ias que tendría no hacerlos. Debería también ser sumamente cuidadoso en que no se cometan errores de facturació­n que luego sean magnificad­os por las protestas. Finalmente, los socios de la coalición Cambiemos, en lugar de intentar diferencia­rse proponiend­o fórmulas tarifarias técnicamen­te menos convenient­es, deberían realizar una labor docente frente a la ciudadanía cuando estas medidas, aunque duras, resulten necesarias.

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