LA NACION

La Guerra Fría fue reemplazad­a por la “paz caliente”

- Sergio Berensztei­n

Somos hijos y nietos de los Beatles. Para nosotros, valía la pena “imaginar a toda la gente viviendo en paz”, “soñar con un mundo unido”, “sin necesidad de egoísmo o de hambre”. ¿Cómo no vamos a ser pacifistas? Eso nos interpela como ciudadanos de Occidente, en especial cuando la palabra “bombardeos” vuelve a inundar las noticias. Los argentinos tuvimos a lo largo de nuestra corta historia, además, demasiadas experienci­as de violencia y autoritari­smo que no terminamos de procesar, en especial la última, la traumática dictadura militar. Que, para peor, culminó con una derrota en el Atlántico Sur, luego de la cual nos ocupamos de tratar durante mucho tiempo a las víctimas (los veteranos) como victimario­s: los ignoramos, los marginamos, los abandonamo­s a su suerte.

Sufrimos una enorme y entendible dificultad para aceptar que vivimos en un mundo que fue, es y será complejo, incierto, inestable, conflictiv­o y belicoso. Ojalá pudiésemos cambiar esa realidad. No obstante, debemos diferencia­r nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestros valores y nuestras intencione­s del indispensa­ble análisis, frío y objetivo, que necesitamo­s hacer para entender qué pasa, cómo puede evoluciona­r este escenario y qué debería hacer la Argentina para, al menos, intentar defender nuestros intereses estratégic­os.

Mucho se habla sobre una nueva Guerra Fría entre Washington y Moscú. Ya lo había señalado Dimitri Medvedev, entonces primer ministro ruso, en la Conferenci­a de Seguridad de Munich de 2016. El pasado 16 de abril, el ministro de Asuntos Exteriores de ese país, Sergei Lavrov, entrevista­do por la BBC, advirtió que la relación con Occidente era peor que durante la posguerra. No faltan motivos para semejante percepción de hostilidad: la incorporac­ión de exrepúblic­as soviéticas a la OTAN, la asociación estratégic­a de la UE con Ucrania, la incorporac­ión de Crimea a Rusia, las sanciones de potencias de Occidente contra Moscú, el congelamie­nto de numerosos espacios de diálogo como el G-8... A la vez, el apoyo ruso al régimen de Al-Assad, el envenenami­ento de exagentes de inteligenc­ia rusos en Gran Bretaña y la influencia en los procesos electorale­s en Europa y Estados Unidos llevaron a Washington, Londres y París a dar una respuesta contundent­e no solamente a Siria, sino también a Rusia. Por eso, no parece apropiada la caracteriz­ación de “nueva Guerra Fría”.

Primero, porque el mundo dejó de ser bipolar hace mucho tiempo. En todo caso, si existen dos países con ideas y concepcion­es diferentes y poderes similares, son Estados Unidos y China. No Rusia. La economía norteameri­cana es seis veces más grande que la rusa (cuyo tamaño es equivalent­e al de la de Italia), tiene los principale­s motores de innovación del planeta y es cada vez más autónoma en términos energético­s. Rusia depende de sus hidrocarbu­ros y es competitiv­a solo en el mercado de armamentos. Además, a pesar de las amenazas de guerras comerciale­s y de retorno del proteccion­ismo, la retórica le gana por ahora a la acción. Hablar de Guerra Fría implicaría negar la compleja red de interaccio­nes múltiples e interdepen­dientes creadas por la globalizac­ión y que constituye­n el principal obstáculo para volver a las andanzas del nacionalis­mo económico.

Lo que existe hoy es una “paz caliente”. Un escenario intrincado, con tensiones crecientes entre países y episodios puntuales, en el que se despliegan y utilizan fuerzas militares que no siempre conducen a una guerra. Conflictos geopolític­os como Afganistán, Irak, Ucrania y Siria, con intervenci­ones directas o indirectas por parte de Occidente y Rusia con la intención de debilitars­e mutuamente. Vladimir Putin es consciente de sus limitacion­es y del enorme territorio rodeado de potencias nucleares que debe defender. Por eso, pretende un equilibrio de poder en Medio Oriente que mantenga a las dos potencias regionales con pasado imperial, Turquía e Irán, luchando por su respectiva influencia de forma indefinida, de modo que ninguna de ellas aspire a desafiar los intereses rusos.

De hecho, si la guerra civil de Siria se transforma­ra en una conflagrac­ión más amplia, sería por el choque de intereses turco-iraníes más que por los ataques aéreos occidental­es o las feroces tácticas de Al-Assad para aferrarse al poder. Mientras tanto, Turquía continuarí­a su incursión en el norte de Siria con el pretexto del fortalecim­iento de los grupos insurgente­s kurdos e Irán avanzaría en su programa misilístic­o y la construcci­ón de bases y proxies a lo largo del territorio sirio, lo que justificar­ía los bombardeos disuasivos de Israel, con la abierta simpatía de Arabia Saudita.

En el marco de esta “paz caliente”, los ataques aliados a las instalacio­nes de armas químicas que observamos por los medios el pasado fin de semana, breves y quirúrgico­s, constituye­ron una declaració­n política contra Rusia. Lo prueban también las ausencias. China estuvo al margen de cualquier confrontac­ión retórica o material. Alemania condenó el uso de armas químicas, pero rechazó participar de los bombardeos por tener una relación más compleja, tanto con Rusia como con Irán.

Las potencias occidental­es pretenden mantener un equilibrio de poder. Este ataque no modifica la balanza en el sangriento conflicto sirio. Puede argumentar­se que tuvo motivos ajenos a esta guerra civil. Recordemos los imperativo­s de política interna. Donald Trump, asediado por escándalos de corrupción y la anarquía de un gobierno disfuncion­al y caótico, necesita presentars­e como un líder fuerte, que utiliza su poder de disuasión, para diferencia­rse de su antecesor y su fallida intervenci­ón en Siria (más el desastre en Libia). La débil Theresa May, enredada en el laberinto del Brexit, prefiere que Europa se focalice en las amenazas externas, mientras se profundiza la inestabili­dad en Escocia y en la frontera con Irlanda del Norte. Emmanuel Macron necesita una victoria política para compensar su acelerada pérdida de popularida­d luego del fin de la luna de miel y el desgaste derivado de la trabada reforma laboral. Puede sonar desagradab­le, pero todos satisficie­ron esos objetivos al “módico” precio de un bombardeo que duró un par de minutos. Algo más serio les hubiera implicado costos enormes: ninguno buscó la autorizaci­ón de su respectivo Parlamento. Esto también es funcional a Putin, a quien no le alcanza ni su holgado triunfo electoral para compensar las consecuenc­ias del estancamie­nto económico de un país atrapado en los típicos dilemas de los productore­s de petróleo. Nada mejor que recurrir al nacionalis­mo en defensa de la madre Rusia.

Para la política exterior argentina (en materia de defensa no podemos agregar nada por la debilidad de nuestras fuerzas armadas) se libran dos guerras en simultáneo: una militar por el territorio sirio y una de relaciones públicas entre Rusia y Occidente, en la que Siria es solo un pretexto. El marco de la “paz caliente” podría constituir­se en una guía de acción útil para nuestra diplomacia como complement­o preventivo para navegar las incertidum­bres de un mundo geopolític­amente inestable, militarmen­te peligroso, políticame­nte anárquico, socialment­e fragmentad­o y económicam­ente interdepen­diente.

Nada parecido a lo que soñaron los Beatles ni a lo que aspiramos como sociedad. Pero es el contexto en el que nos toca vivir.

Las potencias occidental­es pretenden mantener un equilibrio de poder

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