El sueño americano
Si alguna vez había dudado de los atractivos de la costa oeste del sur de los Estados Unidos (ese territorio atravesado por endiabladas autopistas de siete carriles dignas de Moebius, salpicado por ciudades como de postal, pero por las que nadie camina, centros comerciales a la intemperie que parecen barrios enteros y campus universitarios grandes como pueblos), bastan un par de días para comprender por qué tantos encuentran en estas playas y urbes impecables un escenario paradisíaco. Aquí están la luz y el azul de ese cielo iridiscente que atrajeron a los estudios de cine a principios del siglo XX y que durante más de treinta años cautivaron al gran David Hockney, cuyas pinturas de piscinas, grandes chapuzones y días restallantes se venden por millones de dólares.
Pero tras la belleza luminosa de estas tierras que vieron surgir la cultura de los hippies en los años sesenta y luego la misma fruición por el fisicoculturismo, bulle hoy uno de los más fértiles viveros del mundo para la innovación. Este eficaz ecosistema ya generó más de 1100 compañías biotecnológicas (solo en ciencias de la vida), que aportan 183.000 puestos de trabajo y 19.400 millones de dólares anuales al PBI del Estado.
Invitados por el Instituto de las Américas y la compañía Amgen, una de las primeras aventuras que en los ochenta lograron surfear la ola de la naciente biotecnología y que hoy comercializa sus productos farmacológicos en más de cien países, periodistas científicos argentinos tuvimos la oportunidad de atisbar las diferentes piezas de este aceitado ecosistema cuyos frutos son avances que mejoran nuestras vidas, miles de empleos y, para los que sobreviven a la dinámica darwiniana que impone, mucha, mucha riqueza.
Desde 1988, solo en la región de San Diego se crearon 650 compañías biotecnológicas. De entre ellas, 247 surgieron a partir de ideas que fermentaron en laboratorios de la Universidad de California en esta ciudad (UCSD), como los de la Scripps Research Institution o el Instituto Salk. En estos “almácigos” se crean 20 startups por año.
Así surgieron compañías como Illumina, que hicieron posible el sueño de contar con equipos que permiten secuenciar el genoma de una persona en un día y por mil dólares. Pero también laboratorios como Qualcomm, donde se desarrollan robots, realidad virtual, sensores de tacto (por ejemplo, para mejorar los procedimientos endoscópicos), o diminutos implantes cerebrales llamados neurograins, que les permitirían a personas parapléjicas activar funciones en una pantalla con el pensamiento.
En palabras de sus protagonistas, el sistema de “incubación de empresas” de California, que para países como el nuestro resulta tan difícil llevar del concepto a la acción, funciona gracias a ingredientes tan diversos como las bondades de un clima excepcionalmente benigno, grandes extensiones, nodos de ciencia básica de primer nivel financiados con fondos públicos, una sociedad abierta y una comunidad de inversores dispuestos a correr riesgos.
Uno de ellos es el médico e investigador argentino Diego Miralles, que después de lanzar la incubadora de empresas de Johnson & Johnson (Jlabs) decidió crear la suya propia: Vividion. Con un discurso que desborda adrenalina, Miralles asegura que el riesgo es una parte indisoluble de la calidad del sistema. “En otros lugares, la gente se aferra a lo que tiene –afirma, provocativo–. En California no importa quién sos, quiénes fueron tus padres… Es una cultura del riesgo. California no tiene pasado, porque solamente tiene futuro. En la Argentina estamos muy aferrados al pasado”. Puede que esta sea la clave del éxito. Personalmente, me inclino por el lema del Sanford Consortium of Regenerative Medicine, una colaboración sin fines de lucro entre las más destacadas instituciones científicas de la región: “Ninguno de nosotros es tan inteligente como todos nosotros”.
Desde 1988, solo en la región de San Diego se crearon 650 compañías biotecnológicas