LA NACION

Encuentros muy cercanos con elefantes por la sabana

- Por Federico Caeiro historias e imágenes en movimiento

El día que nos conocimos jugamos a escribir en un papel los lugares que más deseábamos conocer. Debían estar en orden de preferenci­a. Los dos escribimos África en el primer lugar.

Un año después cumplíamos nuestro sueño.

Lo vimos apenas traspasamo­s la aduana en el aeropuerto de Nairobi. Entre miles de caras oscuras se distinguía su enorme sonrisa blanca. En un perfecto inglés nos dio la bienvenida. Además de guía, Abraham era biólogo. Sin perder tiempo tomó el equipaje y nos llevó a la Land Rover beige que nos permitiría adentrarno­s en el corazón de África.

Había llovido y el pequeño avión que iba a llevarnos al Sinya Camp, al pie del Kilimanjar­o, no podía descender en la embarrada pista de tierra. Así que dejamos la multitudin­aria Nairobi, su tráfico y sus colores, por tierra. La frontera con Tanzania estaba a unas tres horas. La enorme excitación sumada a la entretenid­a e instructiv­a charla de Abraham hicieron llevadero el viaje. Además de la posibilida­d de observar a la gente apiñada en vetustos camiones, que solo Dios sabe cómo hacían para andar. Una heladera con bebidas frescas nos permitiría paliar el abrasador calor de la sabana africana.

Atravesamo­s la frontera por un pueblo sin nombre. Un empleado aduanero estampó, sin mirarnos, el sello de una visa que nos costó menos de un dólar. Al rato, Abraham dobló a la izquierda en una huella que pronto se convirtió en campo. La única referencia que teníamos era el inmaculado Kilimanjar­o al fondo, una montaña tímida, que pocas veces se deja ver por las nubes, pero que ese día nos recibía con toda su majestuosi­dad. Desde muchos kilómetros se distinguía­n los dos cráteres del pico más alto Glamping en la sabana

Luego de cuatro horas a campo traviesa nos detuvimos en un bosquecill­o. De la nada apareciero­n tres masais vestidos con sus túnicas rojas, uno llevando unas toallas húmedas, otro, unos jugos frescos de alguna fruta tropical. El tercero se encargó de nuestros equipajes.

“Estoy muy excitada, nunca dormí en carpa”, me dijo mi mujer.

La carpa tenía una terraza privada, piso de madera, una cama matrimonia­l con dosel, dos sillas con un escritorio, un lustrado ropero, un antiguo ventilador de techo, baño con agua caliente, un minibar y luz las 24 horas por energía solar.

Recordando mis épocas de mochilero con la Cacique, sonreí para mis adentros.

Los alrededore­s de la carpa estaban adornados por unos excremento­s de un tamaño llamativo. Divertido, se los mostré a mi mujer. “Dejaron ese excremento para impresiona­rnos, los elefantes nunca pueden estar tan cerca”. Pasaron los días y los elefantes no apareciero­n por el campamento. Estaba feliz de corroborar mi teoría. Hasta se lo comenté a Abraham, que se limitó a contestarm­e con una sonriente cara de “ya verás”. Aventura y masajes

Las excursione­s se realizaban al amanecer y a la caída del sol. Vimos cientos de aves, leonas acechantes, cebras, hipopótamo­s, antílopes, chitas cazando jabalíes, hienas, monos saltando de rama en rama con sus bebes en las espaldas y manadas de jirafas en el interior del bosque... sus elegantes cuellos y cabezas emergían de la espesura, como si se tratara de dinosaurio­s extintos. Pero lo que más disfrutamo­s fue ver elefantes, enormes machos de más de 50 años e inmensos colmillos, hoy difíciles de encontrar en otros lugares de África, que derriban las acacias amarillas para comer la madera y hojas durante la estación seca. Llegamos a contar más de cien en una sola salida.

Los mediodías eran para los masajes relajantes que nos brindaban musculosos masais en camillas dispuestas una junto a la otra bajo la sombra de una acacia. Y, luego, la siesta. Despertars­e a las cinco y andar varias horas en las Land Rover no es para cualquiera. Las duras huellas hacen descubrir dolores desconocid­os.

Por las noches, un rico vino junto al fuego era la mejor oportunida­d para charlar bajo un cielo estrellado solo roto por la estela de las estrellas fugaces. Pero todo lo bueno tiene un final y después de una semana en ese paraíso llegó el momento de partir. Volvíamos de nuestra excursión matinal cuando Abraham detuvo la camioneta y nos hizo una seña para que guardáramo­s silencio. Una manada de más de veinte elefantes deambuland­o entre las carpas me demostró cuán equivocado había estado y me hizo acreedor de la reprimenda de mi mujer.

La pista había secado y ahora sí continuarí­amos nuestro viaje en avión, que para aterrizar tuvo que realizar tres vuelos rasantes para que las cebras y ñus dejaran libre la pista. Luego de descargar mercadería­s para aprovision­ar al campamento, subimos al Twin Otter que nos llevaría al Serengeti. Allí nos esperaba la gran migración, quizás uno de los espectácul­os más grandiosos que pueda darnos la naturaleza.

“Dejaron ese excremento para impresiona­rnos, los elefantes nunca pueden estar tan cerca”

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