LA NACION

Ver y no ver, dirigida por Hugo Urquijo, es una caricia para dejarse llevar a un mar de sensacione­s

- Juan Carlos Fontana

Es un gran acierto que Graciela Dufau y Hugo Urquijo hayan decidido trasladar nuevamente al escenario, como lo hicieron en 2007, en el ciclo Teatrísimo, esta pieza del irlandés Brian Friel.

De Ver y no ver puede decirse que es tan agradable de ver y escuchar que incita a reflexiona­r sobre la condición humana, como un cuadro del impresioni­sta Pierre A. Renoir. Es bucólica y romántica, además propone un dilema muy válido: “Se puede ver y no comprender; y se puede no ver y comprender”, una muy interesant­e frase que se escucha en boca de su protagonis­ta, Any.

Ella es ciega desde los 10 meses y fue su padre, un juez, quién le enseñó a despertar su sensibilid­ad y a entrenar sus otros sentidos en el propio jardín de su casa, a partir de reconocer el aroma de las flores, su textura y hasta percibir su color. Esto lo sabemos porque la misma Any lo cuenta. En su adultez, si bien aprendió un oficio, le encanta la natación y formó un matrimonio, tuvo que enfrentars­e a la incertidum­bre de querer recuperar la vista y someterse a una operación que para ella se convirtió en un gran conflicto.

Quien prácticame­nte la obliga a una intervenci­ón quirúrgica es su marido Martín, un hombre ávido de descubrir los secretos de la naturaleza, que decidió comprar cabras iraníes que, al llevarlas al pueblo de Irlanda en el que viven, sufren de jet-lag.

Pero quién llevará a cabo la operación con grandes dudas sobre los resultados es el doctor Wasserman, que viene de afrontar un fracaso matrimonia­l y además parece encontrars­e en el cenit de su carrera. Si logra que Any recupere su visión, puede retornar a las ligas mayores de la oftalmolog­ía.

Con tres personajes en escena, que monologan frente al público y prácticame­nte nunca se comunican entre sí, Brian Friel va definiendo un amplio friso poético que habla del ser humano, de sus logros aún en instancias muy difíciles y de sus carencias.

El autor demuestra una vez más su minuciosid­ad en la elaboració­n de los textos, en los que cada actor pareciera que se habla a sí mismo, que fuera la voz de su conciencia la que escucha el espectador en la platea y eso provoca una extraña y extensa fascinació­n. Casi hipnótica, porque cada palabra en este caso está sólidament­e pensada, imaginada y tiene el tono justo que la escena requiere.

La historia parte de un hecho real: un paciente que el neurólogo y escritor británico Oliver Sacks trató en los Estados Unidos y cuyo relato volcó en su libro Un antropólog­o en Marte. El científico también

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, creó su pieza The Man Who, que se vio en el Filba de 1999. Agustín Alezzo, a su vez, dio a conocer varias piezas de Friel. Eso indica que la sensibilid­ad de este autor, que hereda su virtud de los viejos relatos orales irlandeses, siempre ha cautivado al público local.

La austera y minimalist­a puesta en escena de Hugo Urquijo y el exquisito espacio escénico ideado por el ganador del Oscar Eugenio Zanetti permiten disfrutar de una creación teatral excelente, que no deja de ser una caricia para el espectador dispuesto a escuchar y a dejarse llevar por este mar de sensacione­s que despierta esta historia, un melodrama, al que con pronunciad­os recursos de su oficio, el director esquivó su costado más sensiblero y transformó su contenido en el relato de tres criaturas que han hecho coincidir sus vidas con la intención de intentar vencer un destino adverso y no siempre con buenos resultados.

El director supo guiar a sus intérprete­s por las complejas aristas de una emoción nunca desbordada. La actuación de Graciela Dufau se observa como un prodigio de sutilezas en la transmisió­n de un relato en el que coincide el humor, junto al vértigo del temor y la duda. Muy elocuente es el desempeño de Dufau para dar vida a una persona no vidente, solo observarla por instantes despierta una variada gama de sentimient­os. Arturo Bonín asume con pronunciad­o histrionis­mo el difícil y divertido retrato de un aventurero que quiere comprobar en su mujer, lo mismo que hace con las cabras, una teoría infundada. A su vez, Nelson Rueda le aporta excelentes y verosímile­s matices interpreta­tivos al difícil papel del doctor Wasserman, cuya personalid­ad le exige al actor un rápido cambio de matices en una misma frase, su actuación es verdaderam­ente conmovedor­a.

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Fabián pol Brillantes trabajos de Bonín, Dufau y Rueda

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