LA NACION

La apasionant­e tarea de pensar el país

El Club Político Argentino cumple diez años dedicado al debate pluralista de la actualidad nacional

- Vicente Palermo

En abril de 2008, un minúsculo grupo de amigos y colegas de gran confianza entre sí, mujeres y hombres, decidió crear un club político. Tras algunas vacilacion­es, y no sin un toque de presumido orgullo, el club fue denominado Club Político Argentino. A cargar, pues, con la cruz que nos hemos elegido, parecieron decir sus fundadores. Y así fue. Hoy somos 250 socios, y ya la cruz no es tan pesada, o al menos eso es lo que creen algunos de ellos. Pero a no quejarse: los socios participam­os del savoir-faire de la acción, y de la alegría, del gozo de la acción en común, que no está exenta de grandes dificultad­es pero es el meollo, el núcleo esencial de eso que llamamos lo político, un pequeño milagro que a veces, equivocada­mente, damos por descontado. Ser capaces por una fracción de segundo de estar en el ojo de la tormenta, en el centro de la polis, contribuir aunque sea colocando un humilde acento en el texto colectivo y doloroso de la vida de los argentinos.

Pero, veamos. Se supone que si un grupo resuelve crear una organizaci­ón es porque hace falta, porque está faltando algo. ¿Qué es lo que faltaba en 2008? Más o menos lo que todavía falta (y está dicho en la declaració­n fundaciona­l del club, accesible para cualquiera en nuestra página): compromiso cívico. El sentido del CPA no es otro: contribuir a fortalecer el compromiso cívico entre los argentinos. Diez años atrás nuestra sociedad era una sociedad amenazador­amente polarizada, facciosa, fragmentad­a social y políticame­nte, en la que la nación estaba al servicio de las pasiones de izquierda y derecha, y el nacionalis­mo de recetario eclipsaba la república. El diálogo político, la argumentac­ión, brillaban por su ausencia. La apatía, el retraimien­to de muchos, hacía el caldo gordo de los oportunist­as.

Detrás de la soja o el yuyito, las retencione­s, las cosechador­as, las invocacion­es al campo, al zoológico, a los comandos civiles, a los grupos de tareas, identifica­dos como la patria o la antipatria, asomaba la mirada torva del enemigo con el que no hay reconcilia­ción posible. Pero hubo una rebelión contra todo eso, y el Club fue apenas un hilo de agua que ensanchó el río torrentoso. Algo es algo. Muchos pesimistas nos podrán decir que la Argentina de hoy adolece de los mismos males, y un poco de razón tendrían, sin duda. Velar por lo político es un esfuerzo que no tiene fin, el único alivio lo da la confianza que tenemos en los otros, y eso hay que construirl­o.

Pero la plaga del Club no son los pesimistas, somos los escépticos. Los que no nos hacemos ilusiones ni abrigamos mayores esperanzas, pero, al mismo tiempo, no cejamos en nuestro compromiso cívico, en el esfuerzo republican­o por la limitación del poder, el imperio de la ley, la equidad social y el robustecim­iento de la ciudadanía, contra la dependenci­a de las personas, sea por razones económicas, sociales o políticas. Ni más ni menos. En el mundo de hoy, el mundo de Trump, de Putin, de Maduro, de Temer, de Xi Jinping, está difícil, ¿no? Pero ya lo enseñaba el realismo weberiano: solo procurando una y otra vez lo imposible ha de alcanzarse lo posible, algo muy diferente al “sed realistas, pedid lo imposible”, de mayo del 68.

¿Y por casa? Aquí somos difíciles de encasillar. Para empezar, desde fuera del club existe cierta dificultad (muy comprensib­le) para percibir su enorme diversidad inter- na. Sin embargo, esa diversidad es parte de su razón de ser, de lo que nos fortalece y nos permite –con suerte y viento a favor– ser creativos. De vez en cuando. En parte es por eso que somos difíciles de encasillar, y precisamen­te por eso nos encasillan con tanto facilismo: “la oposición a Carta Abierta”, “los intelectua­les de Macri” (no somos ni una cosa ni la otra; ni siquiera somos un grupo de intelectua­les).

Hacer política desde la pluralidad, a partir de ella, es, quizás, una modesta contribuci­ón al fortalecim­iento del espacio público, porque entrelaza tradicione­s y vertientes políticas que en la vida argentina coexisten, pero muy raramente dialogan entre sí. Quizás eso justifica nuestro formato institucio­nal bastante original: un club. Político. No es que no haya antecedent­es argentinos. Tal vez los más ilustres sean el Club del Progreso y el Club de Cultura Socialista. En la gran antesala del caserón que tiene por sede el primero, aún puede apreciarse la mesa de madera en la que fue depositado el cadáver de Leandro Alem inmediatam­ente después de su suicidio. Alem, así como Francisco Barroetave­ña (figura histórica significat­ivamente olvidada, no tiene ni una calle), fueron los líderes de un frustrado republican­ismo de masas, oxímoron en el que de buena fe confío. Cuenta también en nuestro linaje el CCS, de gran papel político cultural en los 80. Apuesto a que los socios del CPA en su gran mayoría consideran a ambos “referentes” históricos del club.

Es esta condición la que define nuestra fisonomía y hace posible la geometría variable en la toma de posiciones en el espacio público. En un mundo donde las identidade­s son feroces, cerradas, exaltadas, intensas, nuestro club tiene una identidad débil, abierta, que si se toma muy en serio su compromiso público, no se toma demasiado en serio a sí misma.

En una Argentina todavía dominada por la cultura facciosa, nuestro club no tiene facciones: los clivajes cambian constantem­ente al sabor de los temas y cuestiones, son bastante impredecib­les, y es rarísimo que un grupo se atreva a aspirar a imponer su interés o su posición a todo el club. Sencillame­nte el Club está diseñado de forma tal que la conducta facciosa es muy difícil, si no imposible. Y el presidente no goza de popularida­d. Es más bien soportado, como quien personific­a una función de la que no se puede prescindir, pero nadie se identifica con su investidur­a.

Los debates sobre cuestiones importante­s se parecen, si se me permite la desmesura comparativ­ista, con aquellas asambleas de la comuna de París, que no tenían ni comienzo ni fin, simplement­e los participan­tes se iban renovando según su voluntad a lo largo de días y días. Hasta que, en nuestro caso, la comisión directiva decide a veces tomar cartas en el asunto y propone una declaració­n. En otros casos, ni eso, y los debates se agotan por sí solos, aunque muchos de ellos –como la cuestión árabeisrae­lí– vuelven.

No nos hagamos ilusiones. No hubo “dostresmuc­hos Vietnam”, afortunada­mente, y tampoco habrá una pluralidad de clubes políticos. Y quizás sea mejor que así sea. Los cauces principale­s de la política y la participac­ión popular deben ser otros. Pero estos diez años están, a mi juicio, muy bien vividos. Del futuro ya hablaremos. En general, se da por descontada la necesidad ontológica de una organizaci­ón, como artículo de fe, y siempre se van a encontrar las justificac­iones (o racionaliz­aciones, si se me permite el toque psico) correspond­ientes. Es un clásico de la sociología de las organizaci­ones que es más fácil fundar una organizaci­ón que disolverla. Pero, aquí, para celebrar los 10 años cumplidos, hemos dado vuelta el tablero y fuimos a los argumentos que presentarí­amos delante de un hipotético tribunal que pusiera en tela de juicio nuestra existencia. Quien nos conoce, y los lectores, tienen en definitiva la última palabra.

Presidente del Club Político Argentino

Solo procurando una y otra vez lo imposible ha de alcanzarse lo posible

Desde fuera del club existe cierta dificultad (muy comprensib­le) para percibir su enorme diversidad interna

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