Postales que vuelven a la vida
Dos destinos tienen las postales: el estante de la biblioteca o las páginas de un libro. Dos destinos bien distintos: el primero decora el presente; el segundo está lanzado a un futuro improbable en el que nosotros (o con más seguridad otros) volveremos a abrir las páginas de ese libro. Las cosas que uno deja entre las páginas de un libro son como indescifrables mensajes en una botella. Hace años, encontré en un libro usado la tira de contactos de fotos carnet de una escritora argentina. ¿Qué hacer con algo así? Pero volvamos a las postales. Mientras escribo esto, tengo delante de mí una que muestra un paisaje a orillas del río Elba. Es de la primera mitad del siglo XX (lo sé por una datación en el reverso) y está más cerca de la blandura del sepia que del dramatismo del blanco y negro. Si se me hubiera ocurrido dársela a Fidel Sclavo, él habría sabido hacer algo mucho más noble que periodismo: habría hecho una obra de arte.
También él acumula postales, pero no se conforma con ellas, o, en todo caso, las vuelve a la vida. ¿Cómo lo hace, cuál es su técnica de resucitación? Les crea una atmósfera en la que puedan respirar. Sclavo aísla un detalle casi microscópico de una de sus muchas postales y lo sitúa en el centro del plano. Alrededor, crea un paisaje imaginario. Así, “Paisajes imaginarios”, se llama la muestra que inauguró anteayer en la Galería Jorge Mara-La Ruche. El propio Mara, que conoce el paño de Sclavo desde hace tanto, dio una definición ejemplar de su trabajo: “En estas obras subsisten fuertes reminiscencias de algo que ocurrió, que nos ocurrió –no literalmente, claro– y que nos convoca con el poder convincente de los sueños”. Verdaderamente, hay algo que Sclavo restituye a cada postal que es onírico y, a la vez, dramáticamente real. Hay recurrencias de fachadas de cines y de transatlánticos. No es raro. El cine es la Arcadia nocturna, como nos enseñó Guillermo Cabrera Infante, y el transatlántico es la condición de posibilidad de la postal; es decir, el viaje, la distancia. Allí donde hay distancia, hay separación y despedida y, por eso mismo, dolor. Sclavo –cuya imaginación es, como él, reservada, enigmática– puebla esos vestigios de lo real con figuras mínimas: pájaros escapados de la foto central, hombrecitos abandonados a su ilusionismo interminable. Pero esas figuras son muy distintas de las de, por ejemplo, Antonio Seguí, tan enfáticas. Uno diría que los hombrecitos de Sclavo perdieron incluso su sombra. No hay nada más melancólico que ese brazo que, desde el presente del artista, despide la partida de un transatlántico de quién sabe cuándo. Hay claridad en el trabajo de Sclavo (claridad de ideas y de luz), pero esa claridad es como el recuerdo de la alegría en la tristeza. Esas figuras incrustadas en una imagen del pasado me hacen pensar en la trama de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, en la que alguien se sacrifica para integrarse en una escena que jamás tomará nota de su presencia porque, después de todo, están todos muertos.
Lo vi a Sclavo mirar con un interés sin atenuantes una reproducción –a su modo también una postal, aunque de gran tamaño– de Sátiro que llora la muerte de una ninfa, la pintura cuatrocentista de Piero di Cosimo. Quien se tome el trabajo de buscar ese trabajo verá que las proporciones de las figuras resultan todavía más perturbadoras que las pezuñas del sátiro. Hay un perro enorme, completamente fuera de escala. Sus hombrecitos son el reverso de esa escala. Y un detalle más: los espacios vacíos. El poeta Mallarmé nos enseñó que los espacios vacíos de una página eran silencios. Los trabajos de Sclavo tienen muchos silencios. Mara me llamó la atención sobre la semejanza con los cuadros del holandés del siglo XVII Hendrick Avercamp, que pintaba paisajes nevados: lo blanco, el silencio. Se entiende: Avercamp era sordomudo. Goethe dijo que la nieve era una blancura engañosa. Tenía razón. Sobre una superficie blanca siempre aparece algo, pero lo ven únicamente los artistas, como Avercamp o como Sclavo.
El artista puebla el pasado con lo real: un pájaro escapado de una foto, un hombre que despide un barco