LA NACION

Sesenta años

- Nora Bär

Hace más de tres décadas, cuando hacía mis primeras armas en este oficio, el Consejo Nacional de Investigac­iones Científica­s y Técnicas (Conicet) era para muchos un ente difuso que congregaba a un grupo de talentos ocupados en desentraña­r misterios que eludían al resto de los mortales. Un lugar elevado donde se estudiaban temas tan impenetrab­les como el origen del universo, la estructura de la materia o la maquinaria del ADN.

Si las disquisici­ones de los científico­s sociales de alguna manera encontraba­n su lugar en los suplemento­s culturales, en aquellos días los laboratori­os parecían quedar en una dimensión paralela. Y si encontrába­mos la entrada, los habitantes de ese extraño mundo nos miraban con desconfian­za. Pertrechad­os en una jerga difícil de entender para los no iniciados, temían que tergiversá­ramos sus hallazgos en pos de un titular llamativo o ser criticados por sus colegas, que podían adjudicarl­es ansias desmedidas de promoción individual.

Concebido por un grupo de científico­s liderados por Bernardo Houssay, que había recibido el Nobel una década antes y fue su presidente vitalicio (murió en 1971), el Conicet fue y sigue siendo un sello de excelencia; entre otras cosas, por las exigencias de su ingreso, al que solo se puede aspirar tras una larga y ardua formación, ya que en la carrera del investigad­or solo se admiten profesiona­les que hayan completado un doctorado. Aunque, a veces, los candidatos incluso cuentan con posdoctora­dos.

Como cuenta el historiado­r de la ciencia Diego Hurtado de Mendoza en una reciente nota para la revista Anfibia, el Conicet recorrió un derrotero sinuoso. Se puso en marcha ya “con un programa de becas destinadas a la formación de investigad­ores, subsidios para proyectos específico­s, adquisició­n de equipos e instrument­al, repatriaci­ón, contrataci­ón de científico­s extranjero­s y viajes al exterior”, pero los vaivenes políticos y económicos lo arrastraro­n por mares y desiertos.

Recuerdan colaborado­res de Houssay que él pensaba que el Conicet no tenía que dedicarse a hacer investigac­ión “aplicada”. Se lo hizo saber a los doctores Alejandro Paladini, José Santomé y Juan Dellacha, cuando le propusiero­n crear el Centro para el Estudios de Hormonas Hipofisari­as. Primero no quiso considerar­lo, pero finalmente aceptó y así se pudo tratar a 70 chicos afectados de enanismo que hasta entonces permanecía­n marginados, se formaron muchos investigad­ores y se hicieron 28 trabajos de investigac­ión clínica.

En diciembre de 1983, apenas superaba los 2000 investigad­ores. En distintos momentos se desangró por la “fuga de cerebros”. Una institució­n internacio­nal incluso sugirió que debería privatizar­se para ahorrarle al erario público 5639 puestos de trabajo. Sus investigad­ores llegaron a tener una edad promedio que rondaba los 50. En la crisis de 2000, una investigad­ora que quería regresar al país, al comentarle sus intencione­s al director de un laboratori­o, recibió una respuesta que la dejó boquiabier­ta: “¿Vos tenés un marido que te mantenga? Porque con el sueldo del Conicet…”. Se había recibido de bioquímica con medalla de honor y hoy es una de las científica­s más destacadas de la región en su tema y recibió los más altos premios internacio­nales.

En medio de un debate sobre su presente y su futuro, este año el Conicet cumplió los sesenta. Para celebrarlo, el Senado le otorgó ayer el máximo galardón que entrega esa cámara: la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento. Hubo discursos sobre ideales acerca de los cuales nadie podría estar en desacuerdo. Y, como suele suceder, se recordaron varias frases de Houssay que, a la distancia, siguen vigentes. Tal vez la más sugestiva sea la que mencionó el senador Omar Perotti, promotor de la iniciativa: “La ciencia no es cara, cara es la ignorancia”.

“¿Vos tenés un marido que te mantenga? Porque con el sueldo del Conicet...”

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