LA NACION

Un contexto que hace más verosímil el compromiso por la paz

- Adrián Foncillas

Seúl y Pyongyang rubricaron ayer los buenos propósitos de los últimos meses y se comprometi­eron a lograr “una paz duradera”. “Nunca más habrá guerra en la península”, sentenciar­on con solemnidad unos meses después de que esa posibilida­d parecía inminente. Importa menos la escasa concreción del texto que sus buenas intencione­s: la jornada vincula a los dos gobiernos y dejará retratado y sin excusas al infractor. El problema galopa hacia su solución a la velocidad de Cholima, el mitológico caballo coreano.

Kim Jong-un y Moon Jae-in acordaron enterrar siete décadas de fricciones con el cese inmediato de hostilidad­es y pretenden que este acuerdo germine a finales de año en un tratado de paz. Necesitará­n las firmas de Estados Unidos y China, involucrad­os en aquella guerra detenida en 1953 con un simple armisticio o alto el fuego. El presidente norteameri­cano, Donald Trump, se entusiasmó con el comunicado desde su cuenta de Twitter dando por firmado el acuerdo: “¡Termina la guerra de Corea! Estados Unidos y todo su gran pueblo deben estar muy orgullosos por lo que está pasando en Corea”. Otras bendicione­s llegaron desde Pekín: “Aplaudimos el paso histórico de los líderes coreanos y apreciamos sus decisiones políticas y coraje”, señaló la cancillerí­a china.

La declaració­n de las dos Coreas sobre la paz no es nueva y tampoco llega ahora con plazos ni concrecion­es, pero el contexto actual la hace más verosímil. El sacrificio norcoreano de su arsenal nuclear es uno de los puntos que más escepticis­mo despierta. Es improbable que Pyongyang entregue su único seguro de superviven­cia, al menos en la forma completa y verificabl­e que exige Estados Unidos. Existía el temor de que Pyongyang exigiera contrapres­taciones irreales, como la salida de las casi 30.000 tropas estadounid­enses de suelo surcoreano, pero ninguna condición está incluida en el documento. La letra chica de este asunto será negociada en la reunión que mantendrá Kim con Trump en un lugar por determinar. Corea del Norte acudirá en la mejor de las situacione­s, con el respaldo chino y surcoreano y aún fresco el recuerdo de los misiles interconti­nentales con capacidad teórica para golpear suelo estadounid­ense.

El comunicado incluye otros acuerdos menos mediáticos, pero con sobrado simbolismo, como la participac­ión conjunta en acontecimi­entos deportivos internacio­nales (ambas Coreas ya desfilaron bajo la misma bandera en los recientes Juegos Olímpicos de Invierno, que gestaron la distensión presente), la reanudació­n de reuniones entre los familiares separados en la guerra, la conversión de la Zona Desmilitar­izada en un “área de paz” o el cese de envío de propaganda y desmantela­miento de los altavoces en la frontera. Las inversione­s que Moon prometió en el empobrecid­o vecino habrán solivianta­do a la oposición conservado­ra, que juzga este proceso de paz como otra maniobra norcoreana para sacarle millones a Seúl a cambio de buen comportami­ento.

Alabanzas

Un apretón de manos con abiertas sonrisas de casi medio minuto para empezar es una declaració­n de intencione­s que desborda el formalismo protocolar. Confianza donde hubo recelos, alabanzas por amenazas. Moon y Kim certificar­on que un nuevo viento de paz recorre esa península donde un pueblo de hermanos sigue dividido por la alambrada. Los periodista­s surcoreano­s del centro de prensa rompieron en aplausos y lágrimas en una escena tan emocionant­e que casi olvidaron que el más orondo es responsabl­e de violacione­s de derechos humanos de magnitudes nazis. No debió de olvidarlo Moon, un viejo y admirable activista democrátic­o con el suficiente pragmatism­o para entender que la diplomacia consiste en arreglar problemas sentándose con gente a la que nunca invitarías a tu cumpleaños. Fue una intensa jornada en la que dialogaron durante horas, pasearon sobre un puente y pusieron abono en un pino nacido en 1953, año del final de la guerra. Acabaron abrazados luego de presentar una declaració­n conjunta histórica y con los puños en alto festejando la victoria. Volverán a encontrars­e en Pyongyang en medio año.

A Kim se lo vio muy suelto teniendo en cuenta que el treintañer­o acudía a su segunda cita internacio­nal en seis años de reinado aislacioni­sta.

El mundo pudo observarlo sin el filtro de su prensa nacional, escuchar su voz cavernosa aclarando que había llegado hasta la fronteriza Panmunjom para “poner fin a una historia de hostilidad­es” y descubrir una sorprenden­te vena humilde: asumió el pobre estado de sus rutas y develó que la delegación norcoreana que participó en los Juegos Olímpicos en Corea del Sur regresó impresiona­da con los trenes bala. Kim pareció humano y solo se permitió la excentrici­dad de poner a correr a sus guardaespa­ldas alrededor de su limusina.

El mundo discute si solo pretende ganar tiempo en un contexto económico complicado o se propuso empujar a su país a la ortodoxia global.

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