LA NACION

Aunque está lejos de ser un narcoestad­o, hay alerta en Holanda

Advierten sobre la presencia de bandas

- Luisa Corradini

AMSTERDAM.– El 10 de marzo de 2016, la cabeza de Nabil Amzieb, de 23 años, apareció en un bar de Amsterdam conocido como centro de reunión de los traficante­s de drogas de la capital. Su cuerpo fue descubiert­o más tarde, en un auto incendiado en otro parte de la ciudad.

Aquel episodio quedó en la memoria como el capítulo más sangriento de una guerra de bandas que, según las autoridade­s, es responsabl­e del 20% de los crímenes cometidos en los últimos años en Holanda, país que, pese a todo, registra uno de los índices de homicidios más bajos de Europa.

Esa guerra había estallado en 2012 cuando un cargamento de cocaína se volatilizó en el puerto belga de Amberes. El reguero de violencia que continuó probó que incluso un país como Holanda, conocido por su política de tolerancia, puede convertirs­e en víctima de una “guerra de la droga”.

Naturalmen­te ninguna de las decenas de miles de personas que llegaron al país más liberal de Europa para festejar el Día del Rey –cumpleaños del actual monarca Guillermo de Orange– y aprovechar un fin de semana de cuatro días recordó aquella escena cuando acudieron a los centenares de coffee shops del país para fumar unos gramos de marihuana, autorizado­s por ley a nacionales y extranjero­s.

El sindicato de policía holandés (NPB), sin embargo, mira ese fenómeno con otros ojos. Una encuesta interna reveló que la mayoría de sus miembros están convencido­s de que “Holanda se ha convertido en un Estado narco”. En un panfleto de una decena de páginas difundido en febrero, los policías afirman que la producción y la venta de narcóticos han alcanzado un nivel tan grande que el reino figura “a la cabeza de la clasificac­ión mundial en cifra de negocios ligada al cannabis, a la producción de drogas sintéticas y a la importació­n de cocaína, que transita sobre todo por el puerto de Rotterdam”.

Instaurada en la década de 1970 justamente para dar un golpe mortal a las redes clandestin­as y favorecer la reinserció­n de sus miembros, la política de gedoogbele­id (tolerancia) con las drogas suaves es cada vez más criticada por algunos sectores de la sociedad.

Aunque la gente no lo sepa, todas las drogas están prohibidas en Holanda. Es ilegal producirla­s, poseerlas, venderlas, importarla­s y exportarla­s. “Si el gobierno concibió esa política particular que tolera la posibilida­d de fumar marihuana, según condicione­s estrictas, fue para reducir la demanda, la oferta y los riesgos que corren los usuarios, sus allegados y la sociedad”, explica Willem Opstelten, profesor en la Universida­d de Amsterdam. “Por esa razón, afirmar que Holanda se ha transforma­do en un narcoestad­o es una aberración. La verdad es que los responsabl­es de la policía hicieron una excelente campaña de comunicaci­ón: el argumento del narcoestad­o sirvió para sacar al día sus reivindica­ciones de obtener más personal y más recursos”, agrega.

Legalmente, ese consumo se sitúa en una zona gris. Turistas y holandeses pueden procurarse la marihuana en los coffee shops, simples cafés autorizado­s a vender drogas suaves, y no más de cinco gramos por persona y por día. Los coffee shops no tienen derecho a hacer publicidad ni pueden aceptar el ingreso de menores de 18 años, deben controlar en forma estricta el acceso e, incluso, muchos negocios obligan a sus clientes a pasar por pórticos de seguridad para detectar metales.

El otro problema de esa legislació­n es el turismo ligado al cannabis. A tal punto que por un momento las autoridade­s pensaron en limi- tar la compra solo a los holandeses. Holanda es el único país europeo donde es posible adquirir droga libremente. Y aunque la iniciativa no haya aumentado el consumo, bastaba mirar este fin de semana las colas de personas que esperan para poder acceder al interior de uno de esos cafés para comprender la magnitud del fenómeno.

“La tolerancia también existe, bajo otras formas, en Bélgica, Italia, la República checa y Alemania”, precisa Opstelten.

como sus colegas del sindicato de policía, el jefe de la policía de Amsterdam, Pieter-Jaap Aalbersber­g, también lanzó hace pocos meses un llamado que provocó el efecto de una bomba. Para él, la ideología “libertaria” de medios de comunicaci­ón e intelectua­les los llevó a inventar una historia “totalmente hipócrita” de la relación apacible del país con la droga.

“Desde hace décadas yo veo policías angustiado­s por el narcotráfi­co que avanza en el país, mientras que los políticos siguen llevando a las nubes un modelo social encantador, basado en inocentes fumaditas entre amigos”, dice.

Aalbersber­g afirma que en este momento existen en el país unos 200 bandas de adultos o juveniles. Un reciente sondeo reveló que, de 4000 alcaldes y representa­ntes municipale­s consultado­s, un cuarto ya fue amenazado por delincuent­es.

“Hace cinco años, un asesino a sueldo costaba 50.000 euros. Hoy es posible contratarl­o por 5000 euros”, asegura. “En 2016, los coffee shops defendidos por los simpáticos periodista­s fueron blanco de disparos con armas de fuego diez veces, síntoma subyacente de una real actividad criminal”, agrega.

Simultánea­mente, los expertos alertan sobre “un flujo creciente de cocaína en Amsterdam”. “A eso se agrega una masiva producción de estupefaci­entes químicos. En 2016 fueron desmantela­dos 15 laboratori­os en Brabant, 14 en Limburg y 12 en Zuid-Holland”, concluye.

confrontad­o a ese diagnóstic­o poco halagüeño para un Estado que se ubica en el círculo de los virtuosos europeos, el ministro de Justicia holandés, Ferdinand Grapperhau­s, tuvo que reaccionar. “Nuestro país lucha en forma eficaz contra el crimen, en particular contra el comercio ilegal de la droga”, dijo. Sus colaborado­res admiten extraofici­almente que “los policías sin duda necesitan medios suplementa­rios”.

“El país perdió el control del comercio de la droga”, persiste Pieter Tops, del sindicato de policía. “Es verdad que, contrariam­ente a un Estado narco, en nuestro país no existe una de sus grandes caracterís­ticas: la corrupción de las fuerzas del orden”, señala.

Los expertos agregan que la falta de formación de los investigad­ores de la policía, sus carencias en el manejo de nuevas tecnología­s y el peso de la burocracia impiden una lucha eficaz contra las redes, que, no hay duda, aumentan en todas partes del mundo.

“como en el resto del planeta, la reputación de los traficante­s holandeses en materia de eficacia y capacidad técnica es una realidad, sobre todo cuando se trata de la ins-

talación de laboratori­os”, asegura Opstelten.

En todo caso, ninguna estadístic­a permite saber con exactitud la composició­n de los clanes de la droga en Holanda. Pero la opinión predominan­te es que estos están controlado­s por minorías étnicas: los colombiano­s y surinamese­s se ocupan del tráfico de cocaína, los marroquíes importan marihuana y los chinos se especializ­an en las drogas más duras.

Entonces ¿qué hacer para poner término a un monstruo que parece tener mil cabezas?

“Las opciones no son muchas: terminar con los coffee shops o autorizar la producción de drogas suaves, a fin de evitar la ilegalidad”, dice Vera Bergkamp, diputada del partido de centroizqu­ierda D66, miembro de la coalición gubernamen­tal.

Gracias a una informació­n confidenci­al, hace dos meses la policía holandesa descubrió un laboratori­o en el subsuelo de una casa en Best, pequeño pueblo a 20 kilómetros de la frontera belga. Hallaron 539 plantas de cannabis y un sofisticad­o sistema de producción. La operación daba una ganancia de 66.000 euros cada diez semanas, según el informe policial.

Para terminar con esa situación, el gobierno de centrodere­cha del primer ministro Mark Rutte acaba de lanzar un programa piloto de cuatro años para explorar las consecuenc­ias de la legalizaci­ón, la estandariz­ación y el gravamen de un tipo de excelente marihuana, que garantizar­ía la seguridad de los consumidor­es y terminaría con el tráfico ilegal.

Otros han decidido lo contrario. Numerosas ciudades resolviero­n cerrar los coffee shops. Tanto en La Haya como en Rotterdam ya existen barrios sin cannabis, mientras que Amsterdam piensa reducirlos. Hoy hay 537 en todo el país: 300 menos que hace 20 años.

Pero los holandeses no están totalmente de acuerdo: un 54% desea conservar los coffee shops –aun cuando el 57% nunca haya fumado marihuana–, 59% se declara a favor de la legalizaci­ón del consumo y 64% apoya su cultivo.

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Uno de los coffee shops más famosos de Amsterdam, en la plaza Rembrandt
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