LA NACION

Migrantes de barro contra el olvido

- Carolina Arenes

No está claro si cuando el artista mexicano Alejandro Santiago empezó a trabajar en sus migrantes de barro tenía en algún lugar de su imaginació­n los guerreros de terracota de la lejana provincia china de Xian. En todo caso, era lógico que la crítica viera allí una conexión. Los guerreros de terracota descubiert­os hace unos 40 años son un ejército de 8000 piezas ataviadas con los uniformes y las armas, listos para la batalla y en tamaño natural, una réplica casi idéntica del ejército del emperador Qin, quien, poco antes de morir, ordenó a sus artesanos construir esas esculturas para que custodiara­n el mausoleo que guardaría su tumba por toda la eternidad. Tanto eran un espejismo de la realidad que, cuenta la leyenda, años después de la muerte del odiado emperador, un grupo de campesinos enfurecido­s y confundido­s por el efecto de realidad que producía la obra se lanzó contra el ejército de arcilla en una lucha desigual.

Los migrantes de barro creados por Alejandro Santiago también tenían que medirse con la realidad. Nacido en Teococuilc­o, Oaxaca, en 1964 y fallecido en julio de 2013, Santiago decidió dar forma a esas figuras poco después de regresar a su tierra, tras 20 años de periplo artístico por Europa y Estados Unidos, y comprobar que ya casi no iba quedando gente: adonde fuera encontraba pueblos fantasma, vaciados por la migración incesante. Se propuso entonces montar un taller con los artesanos de la zona. Buscaba crear trabajo y fomentar el turismo para que no tuvieran que irse los que quedaban. Y buscaba también hacer memoria, repatriar a los que se habían ido, al menos simbólicam­ente, pero con tal ambición de realidad que, vistas de lejos, esas figuras de dimensión humana, expresión desorbitad­a y colores ocre como la tierra parecían ser los mismos vecinos de siempre regresados.

Porque eso quería recordar el artista con sus fantasmagó­ricos migrantes de barro, el cruce de los pobres diablos por la frontera, la injusticia y la violencia que empuja a miles y miles hacia el abismo, los tratados que dejan entrar el maíz subsidiado de Estados Unidos al valle de Oaxaca y destruyen las economías agrícolas regionales, es decir, el trabajo del que viven los lugareños.

El nombre de la obra, 2501 migrantes, que puede verse en Internet, no es un número del todo caprichoso. Se dice que el artista decidió ese título el día en que, embarcado él mismo en el cruce fronterizo hacia el imperio para vivir en carne propia la experienci­a de sus paisanos, vio las cruces clavadas en Tijuana en memoria de los que murieron en el intento. Para entonces, 2003, ya se contaban oficialmen­te 2500 muertos; luego ese otro que él agregó, 2501, porque el éxodo de la pobreza hacia el sueño americano es incesante y siempre se lleva a uno más.

Como en estos días en que el Viacrucis Migrante, la caravana de hombres, mujeres y niños centroamer­icanos que atravesó México y despertó la ira de Donald Trump, logró llegar a Tijuana y, con su pedido de compasión y asilo, ya toca a las puertas de Estados Unidos después de marchar un mes. De los 1000 que salieron en marzo, hasta ahora solo lograron llegar 120. Siempre es así, son cientos, miles, los que se pierden en el camino. Por eso desde hace muchos años otra procesión atraviesa México de sur a norte, la Caravana de Madres Migrantes Centroamer­icanas. Aunque replican el itinerario de los que se fueron, no buscan cruzar, no quieren más que encontrar a sus hijos, desapareci­dos en algún punto fatal de la travesía como si se los hubiera tragado la tierra.

Como los migrantes de barro de Alejandro Santiago, la marcha de estas madres no expresa los afanes y la nostalgia del que se fue, sino el vacío, la desesperac­ión del que se quedó y no volvió a tener noticias. Como los migrantes de barro de Oaxaca, buscan justicia, buscan hacer memoria para ganarle al olvido.

Adonde fuera encontraba pueblos fantasma, vaciados por la inmigració­n incesante

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