LA NACION

La vida hoy, con más cafeteras que raquetas

- Texto Nicolás Artusi

Setenta por ciento Guatemala, 15 por ciento Colombia, 15 por ciento Brasil”: la fórmula concluye con una declaració­n de soberanía doméstica: “Hecho en casa”. La foto muestra desde arriba un cappuccino con un remolino de leche y devela a su autora, Gabriela Sabatini, como una barista experta. Así nos conocimos: ella, la mejor tenista de la historia argentina, y yo, un fanático confeso (“soy un drogadicto: tomo 10 cafés por día”, empieza mi libro Café), unidos por una misma pasión. “Como viajo mucho, me gusta escuchar tus recomendac­iones”, me escribió un día por Twitter y lo siguiente fue encontrarn­os una tarde, de esas poquísimas que pasa en Buenos Aires, para charlar del café y los viajes. Desde entonces se forjó una amistad eminenteme­nte cafeteril: nos recomendam­os un barcito en Nueva York o un ristretto imperdible en Roma, las dos ciudades a las que Gabriela siempre vuelve, en un eterno retorno.

Hoy se jacta de tener más cafeteras que raquetas. Según el escritor David Foster Wallace, autor del ensayo El te-

nis como experienci­a religiosa, los tenistas no cuentan su vida por dos cosas: porque no quieren alumbrar las zonas oscuras y porque los genios no saben cómo explicar su genialidad. Al calor de un espresso, con Gabriela hablamos de Open, el crudísimo libro de memorias de Andre Agassi; de Nueva York, donde siente que la vida le pasa por encima; de Roma, donde sus clubes de fans todavía están activos; y de cómo, en sus años de jugadora, viajaba mucho, pero no conocía nada. “Me defino como viajera y cafetera”, dice ahora: “Lo lindo que tiene el café es el ambiente que lo rodea. Las cafeterías son lugares hermosos. Ahí me puedo quedar horas, sola o acompañada”.

La carrera del tenista profesiona­l es una gesta del sacrificio individual: dice que cuando jugaba tomaba café pero que le hacía mal (aunque ha visto a Federer y a Wawrinka apurar un espresso entre set y set). Pero desde hace algunos años tiene lo que llama “la locura”: una pasión irrefrenab­le por preparar y tomar café. También por leer y hablar de la infusión. Ella, siempre prudente con las palabras, reconoce: “El café es el alma de la conversaci­ón”.

En Zúrich, donde vive la mayor parte del año, hizo un curso en el que aprendió lo teórico (el origen del café) y lo práctico (cómo prepararlo y catarlo). Fue una epifanía: “De golpe me di cuenta de que estaba metida en todo lo que tenía que ver con el café”. Habla de varietales, tostados, molidos y versiones del cappuccino, su bebida favorita. En los viajes, enumera cafeterías para visitar como quien tacha museos pendientes de una lista; en su casa, hace de la cocina un laboratori­o donde experiment­a distintas preparacio­nes como un guiño de hospitalid­ad a quien la visita. Siempre con voz dulce, dice que “lo fundamenta­l del café es que te lo preparen con cariño: te das cuenta quién pone amor al hacerlo y eso hace mucho al resultado final”.

“Hecho en casa”, repite cada vez que comparte una foto donde se confirma diestra con los cappuccino­s. En la tarde que pasamos juntos, ella se dedica a la conversaci­ón sin apuros y lo único que la pone ansiosa es la espera de una cafetera italiana La Marzocco varada en la aduana: un maquinón casi profesiona­l igualito a los que tiene en los Estados Unidos y en Suiza.

Gabriela es una ciudadana del mundo (ahora mismo está de viaje y queda pendiente, para un futuro regreso a Buenos Aires, el compromiso de juntarnos… para hablar de café; las pasiones son así: nos vuelven monotemáti­cos). La cocina de su departamen­to porteño no estará completa hasta que no llegue la máquina y acaso eso la inspire a pasar más tiempo acá: para los apasionado­s como nosotros, una casa se convierte en un hogar cuando ponemos a andar la cafetera.

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