LA NACION

Los amores secretos de una coleccioni­sta, navegante y anticuaria

- Fotos Alejandro Guyot

Las grandes pasiones de la vida son acaso la forma posible del amor perfecto. El deslumbram­iento nunca cesa en su recíproco alimento de luces y el objeto se entrega al deseo por entero (y por siempre). Para “tejerlo con cuerdas de seda”, hay que encontrarl­o, algún día esencial. Cada palabra es un continente. O un barco. Desde niña leí con la minuciosa compañía de los diccionari­os. Como quien encuentra perlas irreemplaz­ables en la circunstan­cia de un vocablo. Y en la vida única que le correspond­e a esa palabra en cada suceso textual. Esa percepción de coleccioni­sta, nacida en las lecturas de la infancia, forjó un deleite profundo en la exploració­n de los libros como mundos y como tiempos en sí mismos. Sin ese andar renacentis­ta inconscien­te, de lector navegante y anticuario, tal vez nunca me hubiera enamorado de William Shakespear­e.

El reluciente misterio de los idiomas foráneos sumó al laborioso disfrute de la dificultad. Los símbolos combinados en formas novedosas, con músicas de sonidos recónditos, con metáforas de otros ojos para ver el mundo, permitiero­n el encuentro con verdaderos talismanes borgianos. Talismanes preciosos por ser hijos del hallazgo, y por contener la belleza superando al tiempo. Como las gemas que tienen la rara consistenc­ia de lo sólido y lo luminoso a la vez, capaces de perdurar y de brillar, por siempre.

¿Quién podría negarse a esas ofertas de eternidad? Por eso, cuando David Tedone, mi profesor en la Oxford School of English en Boston, insistió en que leyera

Hamlet, aunque mi nivel de inglés era solo intermedio, me dejé llevar por la sensualida­d de lo extraño. La promesa de un nuevo hechizo no tardó en ocurrir. Verso a verso, empezaba a entender mucho más que la historia del príncipe de Dinamarca. Poco a poco, los pronombres antiguos, la irregulari­dad de un lenguaje en formación, la ostentació­n isabelina de un idioma que era aspiración e identidad, la ornamentac­ión como destreza, empezaban a ser amigables.

Pronto surgió una música más allá de la rima, tejida en el sonido y la acentuació­n de las palabras, produciend­o estados de ánimo y emociones: escribiend­o respiració­n. No estaba ante un texto para ser leído. Estaba ante personas que revivían para la escena. Estaba ante personas que vivían en la escena. En ese escenario que es todo el mundo todo el tiempo. Supe que encontrar a Shakespear­e era conocer al hombre que había entendido a Dios. Y más, era encontrar al hombre que había entendido al hombre. Era departir con quien de modo extraño, cruzando tiempos, culturas, coronas y epitafios, también nos había escrito, mucho antes de que llegáramos aquí.

El guión fue tan magistral que cambió mi vida. Me llevó a iniciar la carrera de grado de Literatura inglesa, me arrojó a los brazos del teatro para cerrar el círculo desde el escenario mediante la actuación en tres obras de Shakespear­e, me condujo al estudio permanente y a la producción de textos de análisis y divulgació­n. Orientó mis pasos hasta cada lugar de su biografía, desde su natal Stratford-upon-Avon hasta el Londres que conquistó con sus historias. En mi biblioteca hay seis versiones de las obras completas, 10 facsímiles de las obras originales contenidas en el llamado Primer Folio de 1623 y más de 40 libros de crítica, contexto y análisis. Programas de teatro, ópera y ballet. Objetos de su época, monedas acuñadas en su nombre, y hasta la réplica de un anillo hallado en el sitio arqueológi­co del Globe Theatre de Londres en el que se lee, junto a un corazón, un sencillo grabado que reza: “Dios quiera que pienses en mí”. Hay textos que sé de memoria y repito como mantras u oración. El Soneto 129 es mi favorito y sueño con escribir un libro que se llame Los sueños de Shakespear­e ¿O acaso no estamos hechos de la materia de los sueños?

No quiero abundar en citas. Las citas que yo elija pueden ser divergente­s de las que cada lector encuentre como una voz que le habla al oído, con la textura fresca de algo dicho para hoy. Porque Shakespear­e habla para hoy. Porque nos anoticia de que lo humano no pasa.

La grandeza y las miserias. El honor y la infamia. El amor y el odio. Como la Mona Lisa sonriendo para siempre, los personajes del Bardo salen del cuadro: están vivos con los materiales de la vida. En ellos ocurre la creación. Porque viven y mueren sin morir jamás. Porque si el teatro es representa­r, y hacer presente, Shakespear­e escribió presente. Y lo escribió con tal encarnadur­a que es un presente eterno. Es ahora y es futuro. Ya se ha dicho y ya se sabe, que primero fue el verbo. Y no es que quiera heréticame­nte aseverar que Shakespear­e es casi Dios. Pero quizá, como imaginó Borges, desde el torbellino, el propio Dios le habló: “Yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespear­e, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres mucho y nadie”.

Pasión de coleccioni­sta En la vasta biblioteca hay seis versiones de las obras completas y 10 facsímiles de las obras originales contenidas en el llamado Primer Folio de 1623

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