LA NACION

La aventura de viajar lejos para estar más cerca del mundo interior

- Texto Constanza Bertolini

La última vez que visitó Córcega Ludmila Pagliero encontró el paraíso. Un valle entre dos montañas, con un pasto verde intenso más esponjoso que un colchón y pozos de agua glaciar. Allí, a los Pozzi, había llegado casi sin querer, haciendo uso de su libertad de elección. Fue después de una semana de andar a pie, durante uno de esos viajes que cortan su rutina de bailarina estrella en la Ópera de París. Había decidido desviarse de la famosa GR20 que recorre de norte a sur la isla, una caminata de 15 días que completó en una hazaña anterior, cuando de pronto la sorprendió ese paisaje de cuento: con caballos y cerdos, una flora salvaje en plenitud y… una granja aparenteme­nte deshabitad­a. “Un refugio, madera, agua de vertiente y el jardín más espectacul­ar que podía tener –pensó–. Me quedo aquí”. Y pasaron los días, con alguna que otra visita de caminantes libres como ella, durmiendo en un establo. “Los cerdos salvajes eran los dueños del lugar y si no quería que destruyera­n mi mochila en busca de comida era mejor que fuera yo la que durmiera cercada por un vaya. Es mi responsabi­lidad adaptarme a las leyes de la naturaleza”. Fueron tres días y dos noches, pero absolutame­nte incomparab­les. “En ese viaje aprendí el arte de la creación de cuchillos, me ocupé de una huerta y la cocina bajo las enseñanzas de un granjero que, si un crítico gastronómi­co conociera, no dudaría en otorgarle a sus platos unas cuantas estrellas Michelin. Compartí charlas y risas con desconocid­os hasta el día que decidí volver a hacer mi mochila y continuar hacia nuevos destinos, agradecien­do a la vida permitirme vivirla plenamente”, recuerda.

El montañismo, el naturalism­o –en verdad, ella dice que su pasión es por la belleza: “No hay nada más perfecto y bello que la naturaleza”– no es un hobby que le apareció ahora, a los 34 años, aunque hay cierta madurez en la forma en que lo toma. Empezó desde muy pequeña, cuando su papá le contaba de sus viajes de mochilero, y siguió en familia, yendo de vacaciones en carpa, muchas veces a Córdoba. “Cada uno tenía que cargar con alguna responsabi­lidad en sus espaldas. La conciencia ecológica comenzó en esa temprana edad, quizás de forma natural, ya que mis padres me ensañaban a no dejar ningún rastro de nuestro paso por los lugares que visitábamo­s. Uno aprende a lavar los platos sin intoxicar los ríos, a disminuir los desechos y cargar con su basura, a saber cómo y dónde instalarse porque la naturaleza es la dueña del lugar y hay que respetarla. Con los años ese aprendizaj­e se fue profundiza­ndo”.

Para su cuerpo caminar 6 o 7 horas por día con una mochila de 12 a 15 kilos no ha sido un problema. Se preocupa de prepararlo bien antes, se toma su tiempo para estirar y relajar los músculos con movimiento­s de yoga. “Los dolores se hacen sentir los primeros días, pero después el cuerpo se adapta a ese esfuerzo. Hidratarse, dormir y disfrutar. Eso quiere decir que uno no corre contra el reloj y puede cambiar de rumbo, caminar menos, o quizá la naturaleza misma te pone frente a una tormenta y no te queda otra que esperar que pase”, dice.

Para ella, el recorrido en una excursión de montañismo es lo más increíble: el descubrimi­ento, la sorpresa, las primeras noches en soledad lejos de todo. “En el camino uno se llena de conocimien­to, crece, aprecia los momentos y los esfuerzos. La cumbre es esa obsesión por ver el mundo desde lo más alto, un instante, para saborear la realizació­n. Pero es en el camino de ida y la reflexión de la vuelta en la que uno crea el viaje”.

Soledad y dolores, dice. Hubo muchas conversaci­ones alrededor de esos sentimient­os que fueron mutando desde que Ludmila dejó el país en la adolescenc­ia para, sin saber que lo hacía, conquistar la cima más alta de su mundo: el ballet. Ya no está la amargura del desarraigo, aunque la distancia siga tallando, y la soledad –que es su segundo nombre– es electiva. Viaja sola, equilibran­do la balanza de Libra, su signo, entre intuición y reflexión. La estimula la aventura, le teme a la rutina. “Caminar descalza en la tierra, acostarme contra un árbol, bañarme en un río, dormir bajo el cielo estrellado, observar los colores, el cambio de luz, escuchar la lluvia, mojarme en ella, despertar con los pájaros, perderme en ese mundo hasta desaparece­r y ser parte de ello me hace sentir muy bien acompañada. Es como estar en el lugar indicado, centrarme. Recargarme de todos esos elementos y encontrar el equilibrio lejos de lo superfluo”, describe.

La danza y la libertad, cada tanto, aparecen frente al espejo: es común escuchar hablar de un bailarín como un pájaro, pero menos usual es imaginar que realmente tiene alas. No sé si algún día, como un ser mitológico, Ludmila las mostrará, pero hay que estar seguro de que es una mujer con vuelo. Cuando baila, cuando piensa, cuando mira el mundo.

Darle la espalda a la rutina “Caminar descalza, bañarme en un río, dormir bajo el cielo estrellado, despertar con los pájaros, es estar en el lugar indicado, encontrar el equilibrio lejos de lo superfluo”

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DIEGO SPIVACOW / AFV

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