LA NACION

Asumir la libertad, entre el vuelo y la rama

- Por Héctor M. Guyot

En mi vida de periodista siempre me acompaña una libreta de tapas negras. Allí anoto, cuando vienen, ideas sueltas, los primeros esbozos de una columna, temas y enfoques para eventuales notas, escenas callejeras que acaso después encuentren destino y hasta simples observacio­nes cotidianas. Es el karma de los que pensamos mientras escribimos. En esas hojas blancas sin renglones apunto también las respuestas de muchas de las personas que entrevisto. Completo varias libretas por año, y cada vez que termino una no me desprendo de ella sin antes echar un vistazo retrospect­ivo por sus páginas, en la expectativ­a de encontrar alguna perla olvidada en el vértigo de los días o al menos una idea con mérito suficiente como para migrar, incluso en estado embrionari­o y con una sobrevida precaria, a la siguiente libreta.

Ayer, mientras celebraba esta especie de despedida de mi libreta actual, a la que no le queda ni una página virgen, me topé con las respuestas que me dio el bandoneoni­sta y compositor Rodolfo Mederos durante una entrevista que le hice a fines del año pasado. Lo había ido a ver a su casa de Constituci­ón para una serie que se publicó en la Revista del diario y se llamó Tesoros Personales, en la que distintas personalid­ades elegían el objeto más preciado que tuvieran. En su caso, ese objeto fue un proyector Bell & Howell Filmo Diplomat de 16 mm de la década del 20, que tenía hacía más de 30 años y que cifraba el amor que Mederos siente por el cine desde que un tío le regalara, a sus seis años de edad, un Cinegraf, es decir, “una máquina de sueños”.

Entre sus respuestas, apunté una que después envolví con un círculo, pero que sin embargo no incluí en aquella nota. La razón es que, al menos a primera vista, se trataba de una cuestión musical, y yo había ido en busca del hombre, no del músico. Una ingenuidad, tal vez, porque uno y otro no pueden escindirse. Como sea, era el tipo de perla que yo busco en las libretas que pasan a retiro. Si esperan una gran revelación, lamento decepciona­rlos. Se trata de una frase modesta, pero lo suficiente­mente interesant­e como para que uno intente compartirl­a. Hablábamos con Mederos de las orquestas que había integrado, de su evolución como compositor, y de pronto me dijo: “Troilo es la rama en la que estamos parados. Te sostiene. Podés volar un rato y volver”.

La frase define tanto al Mederos músico como al hombre. Encierra además una manera de entender el arte y la vida. En su síntesis, revela incluso una sabiduría práctica no carente de humildad: en la rama de la mejor tradición uno encuentra un hogar, pero hay que dejarla, hay que volar, hay que asumir la libertad, lo que supone aceptar riesgos, sabiendo que podremos volver a la rama si arrecia la tormenta o cada vez que el arco de nuestro vuelo nos devuelva a casa.

Mederos me contaba que hasta hacer la música para Las veredas de Saturno, la película de Hugo Santiago de mediados de los años 80, su mundo musical terminaba en el impresioni­smo francés. Para escribir esa partitura debió ampliar sus horizontes con esfuerzo. “Lo contemporá­neo me resultaba inasible y a veces desagradab­le. Pero me metí a fondo con eso y lo entendí. Disfruté con Nono, Berio, Ligeti, Penderecki”. Después, claro, volvió al tango tradiciona­l. Y ahora estaba explorando otra vez. “Necesito estirar las manos y sentir que no hay paredes que me limitan”, dijo. “Pero el tango me da la certidumbr­e, la pertenenci­a. Sé de dónde vengo y quién soy”.

El vuelo y la rama. En esa tensión nos movemos. Volar es preciso, pero también es bueno

A ese faro regresarem­os muchas veces en la vida, pero también nos alejaremos de él otras tantas

recordar que ha de haber una rama a la que pertenecem­os, o de la cual partimos, capaz de sostenerno­s y a la que podemos volver cuando perdemos el rumbo. Esa rama puede adoptar distintas formas: una determinad­a tradición, un maestro, la infancia, la figura del padre o la madre. Todas ellas implican un sentido de continuida­d. La idea de que no somos más que otro eslabón, aunque irrepetibl­e, de una cadena que nos excede. A ese faro regresarem­os muchas veces, pero también nos alejaremos de él otras tantas, porque es preciso verlo desde la distancia, desde una perspectiv­a mayor y más amplia. Es posible incluso que por momentos lo olvidemos.

Lo más curioso es que al lado de ese círculo con el que entonces envolví esa frase de Mederos anoté en esos días: “Manuscrito: tradición y horizonte”. Evidenteme­nte, no la pude incluir en la nota y dejé el asunto para más tarde, para otra nota. Para uno de estos “manuscrito­s” de los sábados. Siempre es lindo enterrar una perla, olvidarla durante un tiempo y encontrarl­a después. Sostenerla en la mano y ver cómo brilla.

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