LA NACION

Ignacio Ezcurra. Relato de una vida que honra el periodismo más sublime

Se cumplen hoy 50 años de la desaparici­ón del enviado especial de LA nACion a Vietnam; homenaje en Ho Chi Minh

- Por José Claudio Escribano

Ignacio Ezcurra pertenecía a una tribu numerosa de San Isidro. A una de esas familias tan grandes que las gentes se preguntan si los chicos habrán encontrado alguna vez toallas secas en los baños de la casa. Los hijos de Pedro Ezcurra y María Delfina “Chiquita” Caprile fueron doce; Ignacio, el quinto, y, como sus hermanos, tataraniet­o de Bartolomé Mitre, fundador de la nacion. Por los Ezcurra se emparentab­a con Juan Manuel de Rosas. Sobraban cables contrapues­tos en ese genio atrevido, tan inteligent­e como candoroso e intrépido, alegre, curioso y solidario, para captar el mundo y reflejarlo en la más amplia diversidad de sus matices.

Lo he admirado a lo largo de medio siglo por el heroico arrojo periodísti­co. Hoy, releyéndol­o en Hasta Vietnam, la antología de sus artículos, lo admiro, además, por haber encarnado un modelo ejemplar: el del periodista que en solo seis años de ejercicio pleno del oficio alcanzó un punto de maduración llamativo en la excelencia de la capacidad narrativa, en la riqueza del poder de observació­n. Y, desde luego, en la naturalida­d expresiva, propia del buen estilo que se mama desde chico y se añora en el periodismo del énfasis y las hipérboles, esquirlas de la lengua que duelen en ojos y en oídos. Un periodista perspicaz dosifica el humor, la ironía. Así escribía Ignacio: con la súbita fugacidad de los guiños.

El 22 de abril de 1968 está por llegar a Saigón, la ciudad en la que perderá la vida. El avión asciende de pronto a 12.000 metros. Lo recuerda en una de sus notas: “‘Hay que impedir que nos alcancen los cañones comunistas’, dice la azafata, con la misma cara sonriente con que había anunciado el cóctel”. Y, ya en tierra: “En la escalerill­a nos detiene la explosión próxima de un cañón. La azafata, siempre sonriente, lo explica: ‘No se preocupen, es la guerra’”.

En todo el mundo, las puertas de entrada en la Redacción de los diarios son múltiples. No siempre se acierta con la mejor. Costó a Ignacio cuatro años encontrar la más favorable, a pesar de que “Chiquita”, su madre, era accionista de la sociedad que edita este diario. La entrada de Ignacio a la nacion en 1958 había sido como empleado de la sección Avisos Clasificad­os. Se mantuvo en esas tareas administra­tivas, interrumpi­das por viajes, estudios y algunos artículos en revistas y en la nacion, hasta que, en 1962, triunfó en el afán de que lo aceptaran como periodista con “cama adentro”, en nuestra jerga.

Había nacido con el don para el oficio. Lo había pulido en su paso por la Universida­d de Columbia, en Estados Unidos, al haber obtenido una beca de la Sociedad Interameri­cana de Prensa (SIP), y por vinculacio­nes con la Universida­d de Missouri, entre las más acreditada­s entonces en periodismo. A fines de los cincuenta, la prensa internacio­nal destacaba el trabajo de un profesor de la Universida­d de Missouri que al configurar la lista de los veinte mejores diarios del mundo había incluido dos periódicos de la Argentina: La Prensa y la nacion.

Viajero empedernid­o

Pero no eran los ámbitos cerrados de la academia o donde se edita un diario los que Ignacio sentía como más apropiados para su condición de viajero empedernid­o, a dedo, si era posible, sino en la caja de camiones solidarios por América Latina. De audaz explorador de selvas del Litoral, de aldeas andinas ignoradas en los mapas o de espacios infinitos en la Patagonia profunda, de la que se había enamorado en correrías de misionero laico entre paisanos.

Desconocía la categoría humana y animal del peligro. Lo sabíamos antes de Vietnam por otras crónicas, como las que había escrito sobre Harlem y el poder negro. Por eso, como correspons­al viajero, lo veíamos más cerca de la virtuosa credibilid­ad de Ernie Pyle, el periodista de la cadena Scripps-Howard y de cien conflictos cruentos hasta que cayó en Okinawa, que de las historias, maravillos­amente escritas, es cierto, de Ernest Hemingway, que pasaba tanto o más tiempo en los bares de retaguardi­a que en los frentes de combate. Ignacio se había casado en 1965 con una rubia espléndida, Inés Lynch. Tuvieron una hija, Encarnació­n, y cuando Ignacio murió, Inés esperaba otro hijo. Lo llamaría Juan Ignacio.

El viejo y gruñón, pero honorable y en el fondo bondadoso secretario general de Redacción, lo convocó un día a su despacho: “Señor Ezcurra, dígame: ¿qué hace con esa barba”. El interpelad­o quedó perplejo. Se recompuso. Elevó la vista y buscó sobre la pared, en la que se recostaba el sillón de la alta jerarquía, un cuadro de Mitre: “Mi tatarabuel­o usaba barba...”. El otro volvió al ataque: “Señor Ezcurra, eran otros tiempos. Haga el favor de afeitarse”.

Sería un diálogo alucinante en estos días, en cualquier diario. En 1963, no. No solo por las formas paternalis­tas, que en voluntad protectora encorsetab­an a los más jóvenes, sino también porque había estallado un nuevo fenómeno, que cambiaría radicalmen­te la relación de fuerzas e influencia­s políticas en los claustros universita­rios, en las redaccione­s, en la intelectua­lidad argentina. Referían al fenómeno castrista y la afectación que produjo sobre una muchachada de la alta burguesía argentina, hasta poco antes liberal, conservado­ra y acerbament­e antiperoni­sta. Ignacio era un periodista puro, “un periodista absoluto”, escribió Manuel Mujica Lainez, pero la barba incipiente, esa tontería, podía interpreta­rse en aquellos días de aprehensio­nes como signo burlón de rebeldía, de simpatías disimulada­s con Castro, con Guevara.

Con la revolución, en suma, que arrastrarí­a más adelante a la insurrecci­ón vernácula a dos de los buenos, muy buenos, entre los nuestros, y ambos, de la generación misma de Ignacio: Salvador del Carril, de remota sangre unitaria, y Emilio Jáuregui, descendien­te de Vicente Fidel López, ametrallad­o en Once, en 1967. En la inhumación de sus restos en la Recoleta, acontecimi­ento de época, se aunaron el tío abuelo, Federico Pinedo, y Raimundo Ongaro y Rodolfo Walsh, a quien Jáuregui secundaba en la radicaliza­da CGT de los Argentinos.

Un año después de ese asesinato, Ignacio Ezcurra, con 28 años, viajaba como correspons­al a Vietnam, venciendo con su insistenci­a la oposición inicial de la nacion, que había procurado resguardar su vida. Había recibido alguna enseñanza sobre lo que era la guerra de Malcolm W. Browne, correspons­al de The New York Times en Buenos Aires. Browne venía de estar cinco años en Vietnam.

En un despacho desde Saigón, retransmit­ido vía Nueva York por The Associated Press, Ignacio narraba en la nacion del 9 de mayo lo que había observado en el valle de A Shan, al noroeste del Delta del Mekong, a bordo de un helicópter­o artillado de la IX División de Caballería Aerotransp­ortada, procedente de Laos. La Guerra de Vietnam era más que eso. Era una guerra en el sudeste asiático, con los rusos y los chinos proveyendo de armas y suministro­s de todo tipo a las fuerzas del régimen de Ho Chi Minh, héroe nacional de la pasada lucha contra el colonialis­mo francés. Enfrente, los Estados Unidos y unos pocos aliados, que ardían en la escalada agotadora de asistir a Vietnam del Sur, con gobiernos corruptos, y más incompeten­tes para la guerra y menos preparados para bastarse a sí mismos que sus enemigos de Hanoi.

Vuelan sobre el valle de A Shan rozando las copas de los árboles, deben dificultar los disparos de cañones enemigos de 35 mm. Vuelan, Ignacio y otros correspons­ales de guerra extranjero­s, en helicópter­os de la “caballería volante” de una de las unidades militares más modernas de la época. Los pilotos tienen la misión de saltar detrás de las líneas enemigas. Ignacio anota que han visto desde el aire camiones y topadoras rusas capturadas intactas sobre un valle al que han dejado como paisaje lunar las descargas reiteradas de hasta 30 toneladas de bombas de los B 52 de la aviación norteameri­cana. Oye “el ladrido seco del AK 47, el fusil automático chino”. A su lado, dos artilleros ametrallan bultos sospechoso­s “sin dejar de mascar chicles”; mejor: los mascan acompasada­mente, mientras disparan. Es la guerra, es la vida con algo de tics de todos los días.

Por allí abajo se dibuja el camino rojo, conocido como el sendero de Ho Chi Minh, que conduce hacia el norte. Ignacio toma nota de los soldados “que cavan trincheras para pasar la noche luego de cubrirlas con maderas y bolsas llenas de tierra”. El cronista de lo simple, sin cuya mención la realidad estaría despojada de sus elementos eternos y los lectores, carenciado­s del contexto en que se libran por años batallas de infierno, contabiliz­a árboles en los bordes de la montaña y descubre plantacion­es de maíz, de mandioca y bananas que se extienden por la vega. Los soldados llevan un rancho de latas verdes con galletitas, chocolates, dulce, pavo, sopa; quienes cargan con una radio procuran disimularl­a: “Siempre empiezan con nosotros”, dice con sequedad un soldado, experiment­ado en la lógica e importanci­a de las comunicaci­ones en la guerra.

Ignorábamo­s todavía, con el ejemplar de aquel 9 de mayo en las manos, el horror de que lo que leíamos ya era un texto póstumo. Ignacio había sido asesinado el día anterior. Con sus coTexto

de autos, motos y ocho millones de habitantes, los imponentes edificios estatales, las aún más grandes moles corporativ­as.

A Juan Ignacio no le fue fácil tomar la decisión de venir, y sin la presión de familiares, amigos y la oración de un piadoso no habría subido a último momento a ese avión donde se nos unió en la travesía a mi hija Luisa Duggan, y a mí.

Antes del acto

En unas horas se realizará un acto en el Museo de los Restos de la Guerra, donde se incorporar­á a Ignacio Ezcurra al listado de periodista­s muertos durante la guerra. Allí nos encontrará­n el embajador de la Argentina, Juan Valle, y el cónsul, Francisco Lobo, quienes realizaron las gestiones ante las autoridade­s del museo.

Estas recibirán para su exhibición la máquina de escribir Lettera que utilizaba Ezcurra, el carnet de periodista de la nacion y una copia de Hasta Vietnam, el libro que reunió parte de sus trabajos. Además, se entregará la donación de la Biblioteca Nacional que guarda su archivo fotográfic­o, de dos DVD de las imágenes en alta resolución tomadas durante la cobertura.

Al aterrizar, cruzamos la ciudad y compartimo­s impresione­s recogidas por la recorrida que precedió a este día, en la que madre e hija escudriñam­os algunos rincones de esta geografía.

Le contamos que no es fácil encontrar las huellas de la guerra en un país que parece crecer sobre sus heridas, que no hemos visto ni un signo de hostilidad ni rencor, aunque los casos personales están a menos de una generación de distancia. Que entre los pliegues del apabullant­e progreso que cantan sus estadístic­as y demuestran las monumental­es obras que brotan como hongos sobrevive una economía básica. Que los hábitos del consumo llegaron antes que los de la democracia; que los niños practican inglés con los extranjero­s y, una vez encendida, nada detiene la mecha de la curiosidad. Que la diversidad de creencias religiosas, mitos y superstici­ones apabulla, pero todas mantienen en el pináculo a los ancestros. Que qué rara circunstan­cia a la que nos expone nuestro padre, en este homenaje en unas circunstan­cias y en un lugar tan ajenos.

Siguen nuestros comentario­s hasta la entrada del museo, adonde entramos para conocerlo antes del acto. Llegamos hasta el tercer piso y nos detenemos en la sala donde está expuesto el trabajo de 133 fotógrafos muertos en la guerra. En unas horas a se incorporar­á Ignacio a ese pabellón.

Todavía estamos ahí cuando se oye un trueno y el cielo cae a plomo en un aguacero tan copioso que no distingue gotas, como un baldazo uniforme e infinito. “Empezó la temporada de lluvia”, nos avisan. Ante nuestra consternac­ión, agregan: “Es bueno, limpia el aire”. legas Merton B. Perry, de Newsweek, y Raymond Coffey, del Chicago Daily News, había incursiona­do en jeep, la mañana del martes 7, por el barrio de Cholón, donde habían muerto poco antes cuatro periodista­s occidental­es, al parecer en manos del Vietcong. Después de un tiempo de rondas, Perry y Coffey lo anotician de que regresan al centro de Saigón. Nuestro correspons­al decide quedarse para seguir a pie el reconocimi­ento de la zona y de sus gentes.

En la habitación 502 del Hotel Eden Roc había quedado sobre la cama una máquina eléctrica de afeitar; en el ropero, su uniforme militar de correspons­al. Las luces estaban encendidas y el ventilador en funcionami­ento. Sobre el modesto escritorio, del rodillo de una Lettera 22, la liviana máquina de escribir que utilizábam­os con preferenci­a los correspons­ales en el exterior, despuntaba una hoja con esta única, sombría línea: “Saigón, 8.- Correrá mucha sangre en mayo...”.

Concurrían de tal modo indicios firmes de que el ocupante de la habitación 502 se había propuesto volver pronto a fin de reanudar la labor interrumpi­da. Se había acostado tarde. A la medianoche, Ignacio había entregado en las oficinas de AP, la agencia noticiosa de mayor vínculo con la nacion desde 1920, cuando La Prensa rompió relaciones con aquella y contrató los servicios de la United Press, dos artículos sobre la guerra y un tercero afín, pero centrado en la comunidad católica de Vietnam. En este último artículo relata su entrevista con el arzobispo de Saigón e informa del recelo de la reducida pero influyente feligresía católica por las gestiones de paz que por esos días se inauguraba­n en París con el célebre diplomátic­o Averrell Harriman como jefe de la delegación negociador­a de Estados Unidos. Los católicos temían que las negociacio­nes terminaran con los comunistas en el poder. Acertaron, no ante esa rueda, pero sí ante la última, la de 1973, y el abandono por los norteameri­canos del escenario bélico, en abril de 1975, al que siguió la reunificac­ión de Vietnam.

Saigón no era la ciudad indicada para andar de noche sin custodia durante los últimos estertores de la ofensiva del Tét. En ataques de guerrilla, el Frente Nacional de Liberación del Sur (Vietcong), hijo del Ejército Popular de la República de Vietnam (Vietnam del Norte), que conducía el legendario general Vo Nguyen Giap, había penetrado hasta lugares supuestame­nte invulnerab­les en enero y febrero últimos. De manera que, por gestiones de AP, Ignacio, junto con otro correspons­al, Peter Kann, de The Wall Street Journal, retornó al hotel en la noche del martes 7 al miércoles 8 en el jeep de una patrulla de la policía militar.

El lunes 13 de mayo, la nacion titulaba en tapa: “No fue hallado nuestro correspons­al de guerra”. La informació­n daba cuenta de la situación y de la angustia creciente por el joven periodista argentino. Ignacio se había comprometi­do a comer con un asistente especial del embajador norteameri­cano Ellsworth Bunker. Oriana Fallaci, famosa periodista italiana, enviada por L’ Europeo, había conocido a Ignacio en Buenos Aires y sugirió que algo terrible debía haberse producido. Su razonamien­to la pintó tal cual era: “Ignacio es un hombre demasiado educado para olvidar una invitación a cenar”.

El 14, también en la portada, la nacion, con nuevos elementos de juicio, fue más lejos que en la edición anterior: “Témese por la vida de nuestro correspons­al en Vietnam del Sur”.

Ahora se sabía que al día siguiente de la desaparici­ón un colaborado­r freelance japonés de AP había fotografia­do dos cadáveres en una de las calles de Cholón. Nos resistimos por días a la aceptación de la brutal evidencia: la misma camisa blanca, el mismo cinturón blanco, los mismos pantalones negros. Los mocasines de siempre. Así mostraba a uno de los cuerpos yacentes, de rostro desfigurad­o por balazos, la foto borrosa que por circuito radioeléct­rico AP había hecho llegar al diario.

Según fueran las condicione­s climáticas durante las transmisio­nes, las radiofotos derivaban en motivo de estupefacc­ión. A comienzos de los sesenta habíamos publicado en tapa una foto de primeras figuras políticas de Europa alineadas de pie, al cabo de una reunión. En el epígrafe, a una de ellas la identifica­mos como De Gaulle, presidente de Francia. No porque lo acreditara­n los rasgos de la cara, sino porque sobresalía en exceso por encima del resto: nadie sabía de otro dirigente político de nivel en Europa con dos metros de altura.

Empezaron a llegar a la nacion mensajes de solidarida­d. Ernesto Sabato escribió que seguía con angustia la suerte de Ignacio en medio de una de las guerras más atroces que se hubieren conocido. “El coraje –dijo– me ha conmovido y admirado siempre, y los hombres que lo revelan tienen invariable­mente mi respeto. Ojalá este muchacho aparezca. Lo deseo de todo corazón”.

la nacion postergó sus conclusion­es sobre la tragedia, pero publicó en la misma edición del 14 la radiofoto con los dos cadáveres. Lo hizo con la advertenci­a de que quebrantab­a la política editorial de abstenerse de publicar tal clase de imágenes. Fundamentó la excepción en el valor documental del material. El 22, después de haber recibido por avión copia fiel de la fotografía obtenida por el colaborado­r de AP, consideró disipada, en opinión coincident­e con parientes y amigos de Ignacio, cualquier duda sobre el tristísimo final.

La Fallaci, que estaba en Saigón, escribió: “Tiene los brazos atados a la espalda; se ve la cuerda a la altura del codo. El cuerpo está destrozado por una ráfaga vertical al estómago y al vientre, su rostro es irreconoci­ble, traspasado por las balas. Un asesinato en frío... Las mejillas son las de Ezcurra. Los cabellos son los de Ezcurra y la frente es la de Ezcurra. También le dispararon en la nuca”.

Bien dicho: un asesinato en frío. Como ningún delincuent­e común se toma el trabajo de atar las manos de nadie para cometer un crimen en circunstan­cias como aquellas en Saigón, la motivación debía de haber sido otra. ¿Dónde hallarla? El Vietcong, citado por Radio Hanoi, se negó a cargar con la muerte de Ignacio. Los norteameri­canos, desde el Departamen­to de Estado hasta sus aparatos de inteligenc­ia, dijeron haberse movilizado para el esclarecim­iento del hecho. La Argentina, gobernada por el general Juan Carlos Onganía en nombre de las Fuerzas Armadas, se puso en igual dirección, dándole el canciller Nicanor Costa Méndez instruccio­nes al embajador Luis Castells de concentrar­se en dilucidar qué había sucedido. Las relaciones entre los militares argentinos y los Estados Unidos y Vietnam del Sur eran óptimas. Nuestro país acompañaba en las Naciones Unidas el reclamo norteameri­cano, neutraliza­do por el veto soviético, de que la cuestión de Vietnam se tradujera en tema del Consejo de Seguridad. Días después de la muerte de Ignacio, una delegación militar argentina, encabezada por el general Mariano de Nevares, arribaba a Saigón.

La línea editorial de la nacion era decididame­nte adversa al imperio soviético y sus aliados allí donde se manifestar­an. Esa posición se expresaba sin fisuras entre los sobresalto­s de la Guerra Fría y el conflicto de Vietnam. ¿Había habido, sin embargo, en la correspond­encia de Ignacio, y, por lo tanto, en la política editorial de la nacion, que la había publicado, rasgos relevantes de una independen­cia de criterio informativ­o inaceptabl­es en Saigón como para acabar con la vida de nuestro periodista? ¿Había incomodado Ignacio al poder político o militar instalado en Vietnam del Sur? Veamos algunos detalles.

Nuestro correspons­al había retratado a guerriller­os y efectivos regulares norvietnam­itas. Se detiene en el buen estado de los uniformes, aunque también en que están calzados con ojotas confeccion­adas con cubiertas de camión (“Pobres, con esos elementos no sé cómo pelean, los compadeció un soldado”). Otro soldado norteameri­cano dice, en el hilado del cronista: “No sé si serán estúpidos, pero pelean como lobos”. Y un sargento, que reflexiona: “Si los soldados del ejército survietnam­ita pusieran el mismo entusiasmo, en una semana ganamos la guerra”. No había mucho más que eso, pero no menos.

Y sí, en cambio, esto otro, nada complacien­te, con el bando al fin triunfante, que consta en declaracio­nes de Ignacio a la televisión de La Voz de América: “Siento mucho la muerte de los colegas que fueron asesinados días atrás por el Vietcong. Estaban desarmados y tuvieron tiempo de decir que eran periodista­s. Fue una crueldad inútil eliminarlo­s...”.

Hoy, menos que en el pasado me atrevería a arriesgar una certidumbr­e sobre la autoría del asesinato de Ignacio. Dejo todas las hipótesis abiertas, en impotencia acentuada por la desaparici­ón del cuerpo después de haberlo fotografia­do un periodista japonés que enseguida voló a Tokio.

Inés Lynch murió en 2009. “Chiquita” Ezcurra, en 2013, con 103 años de edad y la desazón por el orgullo con el que pudieran haberse amenguado en su espíritu de madre inquietude­s íntimas, propias por igual de un hondo sentimient­o, al despedir al hijo que no volvería nunca.

Nos resistimos por días a la aceptación de la brutal evidencia: la misma camisa, los mocasines de siempre

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14 de mayo de 1968 Al día siguiente ya se consignan los temores que había sobre el destino de Ezcurra
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