LA NACION

Un país enfermo de irrealismo

En un contexto de mucha fragilidad, el Gobierno debe endeudarse en sumas astronómic­as para cubrir gastos corrientes del Estado

- Ricardo Esteves

Para poder cumplir con los compromiso­s salariales, previsiona­les y asistencia­les asumidos con la sociedad, el Estado argentino recurre a subir impuestos, emitir moneda y endeudarse. Sube impuestos a través de provincias y municipios, paradójica­mente, justo al inicio de un loable programa de reducción impositiva para los próximos años, que dadas las serias restriccio­nes fiscales más de uno sospecha que será difícil implementa­r. Emite moneda por encima del valor de los bienes y servicios que genera el país, con lo cual retroalime­nta la inflación que pretende reducir, y como si fuera poco precisa endeudarse en la escalofria­nte suma de 40.000 millones de dólares por año.

Al margen de las más que entendible­s considerac­iones políticas, sociales y humanas, un país que en un contexto tan frágil otorga alegrement­e un aumento a todo aquel que depende de la generosa chequera estatal (y más allá de que el aumento sea inferior a la inflación) es un país enfermo de irrealismo. Es un país que camina en la cornisa, expuesto a que cualquier viento imprevisto desemboque en una crisis o lo empuje a decisiones drásticas y temerarias como haber recurrido al denostado FMI.

Otro pequeño detalle: el país que hoy se endeuda en esta astronómic­a suma para cubrir gastos corrientes del Estado es el mismo que hace menos de 20 años produjo el repudio más importante que se conoce de la deuda pública de una nación. Deuda pública, ¿tomada en aquel entonces para qué? Al igual que hoy, para cubrir gastos corrientes del Estado (básicament­e salarios, jubilacion­es e intereses de la misma deuda externa). ¿De qué sorprender­nos entonces? Nos hacemos a la idea de que en esta ocasión el endeudamie­nto será transitori­o. ¿Qué sectores de la sociedad van a aceptar mansamente prescindir de su porción de la torta fiscal?

La obra pública ha estado ausente durante el kirchneris­mo (y lo poco que hubo se usó como máscara para robar). Hoy es fundamenta­l para mejorar la deteriorad­a infraestru­ctura y para dar empleo genuino a gente que está dispuesta a ganarse el pan trabajando. Pues bien, con tanta gente prescindib­le en sus dominios y como un acto reflejo ante la necesidad de mejorar el cuadro fiscal, el Estado apela a reducir la obra pública, o sea, cortar empleo privado. Que los que tengan que dar la cara y despedir sean los particular­es y no el Estado. Es decir, se “terceriza” la ingrata tarea de despedir.

El Gobierno no quiso de entrada explicitar la bomba encendida que recibió del kirchneris­mo para no asustar a los inversores que, imaginó, iban a arribar en masa. O –por consejo de su maquiavéli­co asesor– para usar al kirchneris­mo como sparring político. No convenía entonces, según ese plan, dejarlo tan mal parado.

Fue un craso error. Los inversores internacio­nales son más cautos de lo que se supone. Analizan impuestos, costos y condicione­s laborales, tipo de cambio y otros aspectos donde el país tiene muchos deberes aún por hacer. Y perdió la oportunida­d de desnudar las perversas políticas que han puesto al país barranca al precipicio.

Es verdad –como sostiene también el asesor– que la última cosa que quieren las sociedades son malas noticias. Ya tienen bastante con la carga del día a día. Solo esperan que les digan “está todo bien, el semestre que viene va a estar todo aún mejor”. Haber proclamado eso semeja un acto suicida. Es asumir en las espaldas propias las atrocidade­s administra­tivas que cometieron los irresponsa­bles y delinAl cuentes que condujeron el país por tantos años. ¿Qué buscaron? ¿Atenuarles el prontuario para usarlos políticame­nte?

Con estos telones de fondo se discute el aumento de tarifas. El Gobierno creyó que el triunfo de medio mandato fue un reconocimi­ento “a la transforma­ción cultural que está llevando a cabo en el país”. Es probable en cambio que se haya debido al todavía fuerte rechazo que dejó en vastos sectores de la sociedad la gestión kirchneris­ta. Pero también la sociedad los votó porque el tan temido “ajuste” resultó a la postre algo digerible. La sociedad malinterpr­etó que el proceso de ajuste había culminado. Y ahora, inesperada­mente, sobreviene otra tanda de aumentos.

Como ya he señalado en otras oportunida­des, los aumentos de las tarifas –totalmente inevitable­s– debían hacerse con una secuencia mensual y del 5% cada vez. Nadie va a cortar una calle porque le suben la luz o el gas el 5% al mes. Comenté la iniciativa con un alto funcionari­o que admitió que se había descartado esa instancia porque perduraría el efecto inflaciona­rio mientras durara el período de ajustes (probableme­nte en torno de unos 3 años). Desde esa perspectiv­a ese argumento era totalmente válido. Sin embargo, pasaron dos años y medio, la inflación no ha podido controlars­e aún y el impacto social y político de las subas drásticas está siendo devastador.

Es insólito e injusto que, por no haberlo explicado adecuadame­nte en su momento, el Gobierno deba cargar con los costos sociales y políticos de una situación crítica que está tratando de subsanar a los tropezones, y que fue totalmente gestada por las administra­ciones demagógica­s e irresponsa­bles que lo precediero­n.

igual que con las tarifas, el Gobierno tampoco debería renunciar a su programa de reducción impositiva. La sobrecarga afecta tanto a los consumidor­es como al sector productivo. Cuando un consumidor argentino compra en el circuito formal un bien producido en el país que internacio­nalmente cuesta una fracción del valor en plaza, debe asumir que más de la mitad del precio va a parar al Estado vía impuestos (o sea, le está comprando al Estado más que a la empresa que vende con su marca, que se queda con una porción bien menor del precio final). De esa forma está ayudando a pagar las jubilacion­es de los millones de argentinos que, sin haber hecho los aportes correspond­ientes, fueron incorporad­os por el anterior gobierno al sistema previsiona­l. Contribuye además a pagarles el sueldo a los millones de nuevos funcionari­os que sin ser imprescind­ibles fueron irresponsa­blemente incorporad­os al ejido público por municipios, provincias y el propio Estado central. Si los productos nacionales son caros, hay un soci mayoritari­o responsabl­e a señalar: el Estado, o sea, todos nosotros, de algún modo. Por eso, el consumidor argentino puede comprar muchos menos bienes que el de otro país con el mismo nivel de ingreso.

Esa sobrecarga impositiva impacta también muy negativame­nte en el sector productivo, que no tiene otra opción que vender en el mercado interno, y a condición de que el Estado levante barreras que no permitan entrar productos de países con mochilas impositiva­s mucho más livianas que las que lleva a cuestas cualquier bien producido en el país. Y si no crea esas barreras, se queda sin recaudació­n. Si bien todos pagan IVA por igual, ¿qué producto chino tributó Ganancias, aportes patronales, impuesto al cheque, inmobiliar­io, ingresos brutos municipale­s y provincial­es, tasa logística, retencione­s? ¿Y qué consumidor internacio­nal querrá comprar productos caros para sostener las jubilacion­es y los salarios de los funcionari­os argentinos?

Estas simples ecuaciones deberían ser comprendid­as por el hombre común, si no seguirá creyendo que aquel generoso Estado que jubiló a su cuñada sin aportes y empleó a su primo sin ninguna aptitud laboral es el añorado benefactor que precisa una vez más esta atribulada sociedad argentina.

Empresario y licenciado en Ciencia Política

La sociedad malinterpr­etó que el proceso de ajuste había culminado

Es injusto que el Gobierno cargue con los costos sociales y políticos de una crisis gestada por la demagogia anterior

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