LA NACION

Separar con cuidado la paja del trigo

confusión. Más allá de las discusione­s que impone una nueva sensibilid­ad, debe distinguir­se entre los “sueldos” a los obispos y los aportes para obras de asistencia y promoción que el Estado canaliza a través de la Iglesia

- José María Poirier-lalanne Periodista. Director de la revista Criterio

El financiami­ento de la Iglesia por parte del Estado en la Argentina es un tema que se presta a múltiples análisis: históricos, culturales, económicos, políticos e incluso pastorales. Al mismo tiempo, en algunos medios periodísti­cos suele generar cierta confusión porque se entremezcl­an asuntos muy diferentes, como los “sueldos” a los obispos, el sostenimie­nto de centros de formación, subsidios, aportes desde las esferas educativas y de desarrollo social a muchas escuelas católicas, la labor de Cáritas, centros sociales y comedores infantiles, entre otros. Y la cuestión a menudo tiende a suscitar ásperas polémicas en el ámbito político e intelectua­l.

No son pocos los obispos que se sienten molestos e incómodos con el régimen de asignacion­es que establece la ley para ellos. La idea de un “sueldo” puede presentar a los obispos ante la opinión pública como dependient­es de los gobiernos de turno, en la situación de meros empleados públicos. Por eso algunos han insistido en que se reforme el sistema para contemplar un aporte genérico del Estado a la Iglesia, según establece la Constituci­ón en su artículo 2, que podría ser consignado a la Conferenci­a Episcopal en cuanto tal para que luego sean sus miembros quienes, de acuerdo a las necesidade­s y prioridade­s que se establezca­n, efectúen una distribuci­ón atenta a personas e institucio­nes, con conocimien­to directo de las necesidade­s. Vale señalar que los aportes estatales representa­n un muy escaso porcentaje de lo que emplea la Iglesia para llevar a cabo las múltiples tareas de su misión.

No se trata de sumas que le generan al Estado una dificultad económica ni mucho menos. Se dice que el expresiden­te Néstor Kirchner al considerar el tema decidió que por tan poco no valía la pena crear nuevos problemas. Y no fue un primer magistrado afecto a la sensibilid­ad eclesial. Valgan como ejemplo su enfrentami­ento personal con el entonces cardenal Jorge Bergoglio y conflictos como el originado con el obispado castrense. También hubo operadores políticos en la Secretaría de Culto que, más que ayudar a esclarecer este tema, optaron por las viejas mañas.

Otro asunto es la necesidad de contemplar formas de aportes a la institució­n eclesial desde sus propios fieles, en general poco atentos a esa suerte de obligación moral. Allí hubo iniciativa­s que hubieran podido prosperar pero que se frustraron muchas veces porque predominó la inercia y cierta cerrazón mental. Hay países como Alemania, España e Italia que podrían ser un ejemplo para el aporte de los ciudadanos a las confesione­s religiosas. Por otra parte, el sistema estatal de financiaci­ón religiosa también favorece, por vía indirecta, a las diferentes denominaci­ones cristianas y a otras religiones.

Que la Iglesia reciba para Cáritas aportes desde el Ministerio de Desarrollo Social, o para muchos centros educativos desde el Ministerio de Educación es otro cantar. Algunas estadístic­as confirman la mayor eficiencia y control en estas áreas de la Iglesia con respecto a los organismos más burocrátic­os del Estado. En lo educativo y en lo social, al margen de la divergenci­a de opiniones ideológica­s, la Iglesia goza la fama de ser buena administra­dora.

A la pregunta de por qué el Estado debería contemplar el apoyo a lo religioso, bien puede responders­e porque es una esfera importante de la vida de muchos ciudadanos y forma parte del ámbito cultural, en su sentido más amplio. Así como el Estado atiende en el orden artístico, cultural o deportivo las exigencias de muchos ciudadanos, también puede cuidar los intereses de la gente por la vida espiritual y las exigencias religiosas. Benedic- to XVI sostiene que las religiones enriquecen no sólo la vida de los individuos y de comunidade­s particular­es, sino la vida pública, y dan fundamento­s para los valores cívicos más básicos, además de constituir un aporte concreto al bien común de la Nación.

Hay institucio­nes religiosas y templos que forman parte de la historia real y de la identidad de muchos creyentes, como las academias, los grandes teatros y centros culturales, las salas de conciertos, la universida­d, los museos, las escuelas, las galerías y muchos edificios públicos y privados que guardan una relación profunda con las ciudades y los pueblos.

Como sucede muchas veces en estas cuestiones, además de las legítimas discusione­s a fin de adaptarse a los tiempos y a las nuevas sensibilid­ades, se debería actuar con sentido común y en forma propositiv­a.

Por otro lado, la Iglesia debería evaluar con prudencia hasta qué punto ciertos aportes del Estado pueden no sólo empañar su imagen sino también limitar su libertad para cumplir su propia misión, y venir acompañado­s por condiciona­mientos a las institucio­nes católicas.

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MARTIN DI MAGGIO/DYN La imagen de la Virgen de Luján, rodeada de fieles

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