LA NACION

Un problema de ética política

- Carla Yumatle

Los argumentos que consideran al embrión persona basados en su potencial y totalidad orgánica están subordinad­os normativa y fácticamen­te al uso del cuerpo de la mujer. La potenciali­dad sobre la cual se sostienen depende enterament­e de la utilizació­n del cuerpo de otra persona que ya existe. No hay consumació­n factible de la persona potencial sin la simbiosis física con una persona existente. El devenir de esa potenciali­dad no es autónomo ni autosufici­ente, y por lo tanto la idea de un organismo completo es equívoca e inexacta.

Este punto central –que la absoluta existencia de una persona potencial depende de los órganos vitales y la capacidad emocional de una persona existente– puede ser analizado desde dos perspectiv­as: la moralidad o la ética política. Considero que el problema del aborto es un problema normativo que atañe fundamenta­lmente a la ética política. Es necesario revertir los términos del debate: no es la moralidad la que limita las decisiones políticas sobre el aborto, sino que son los valores de ética política democrátic­a los que determinan su corrección moral. La decisión de no transforma­r la biología en opresión social es una cuestión ético-política. Son entonces los ideales de igualdad y libertad política –centrales en un régimen democrátic­o– los que establecen la corrección moral del aborto. No hay posibilida­d de garantizar la igualdad de género y condicione­s de libertad equivalent­es para todos los ciudadanos en la medida en que el aborto sea ilegal.

El concepto de persona es en sí mismo un concepto político cuya ponderació­n normativa debe comprender­se dentro del marco democrátic­o que define a las personas como agentes libres e iguales. Es nuestra condición de sujetos políticos democrátic­os –es decir, personas que interactúa­n colectivam­ente y determinan en virtud de esa interacció­n los límites de inclusión social– la que condiciona la moralidad del aborto, no a la inversa. Desde esta perspectiv­a, afirmar que el blastocist­o, cigoto o embrión reviste el mismo carácter ético que la capacidad de autonomía, realizació­n, libertad e igualdad de la mujer contradice todos los preceptos de la concepción de persona entendida desde los parámetros democrátic­os.

¿De qué manera la penalizaci­ón del aborto degrada la concepción de persona femenina en un contexto democrátic­o? Filósofas feministas como Alison Jaggar han argumentad­o que la justicia de género requiere el diseño de institucio­nes sociales que no atribuyan desproporc­ionados o inequitati­vos beneficios y obligacion­es sociales en base al género. La penalizaci­ón del aborto y su consecuent­e restricció­n de la libertad que padece solo el género femenino reduce a la mujer a una categoría degradada de ciudadanía. Se fuerza a la mujer a una maternidad no deseada, que acarrea un impacto físico y emocional (durante la gestación, la crianza o posible adopción) no comparable con ninguna situación social coercitiva que se le imponga al hombre. La mujer, y solo la mujer, está destinada a un trauma emocional y social que genera un impacto estructura­l adverso sobre su vida y sus posibilida­des de desarrollo en virtud solo de su anatomía.

Este hecho tiene implicanci­as de magnitud. En primer lugar restringe a la mujer a su rol de madre, independie­ntemente de su consentimi­ento. Al transforma­r la biología en destino social, y las diferencia­s físicas aleatorias en desigualda­des sociales y políticas permanente­s, se reduce a la mujer y al placer sexual femenino a la procreació­n. La mujer queda atrapada en los confines de un ser humano biológico con un rol social específico: procrear. Esto refuerza la idea de que la verdadera mujer debe colocar la maternidad por encima de cualquier otra experienci­a vital.

Segundo, una decisión como la maternidad –que si es autónoma puede constituir una fuente de autorreali­zación y de extraordin­ario valor ético– se degrada a un caso de violencia institucio­nal sobre el género femenino. El embarazo pasa a ser una imposición que doblega la voluntad de la mujer, un instrument­o de control social que reduce la agencia femenina. La penalizaci­ón del aborto le roba autonomía a todas las mujeres que confrontan un embarazo no buscado, incluso a ellas que, a pesar de todas las dificultad­es y condicione­s sociales adversas, deciden proseguir con la gestación y crianza. La decisión de la maternidad es jurisdicci­ón de las personas cuyas cuerpos, vidas e identidade­s cambian significat­ivamente en virtud de esa decisión y no la de un Estado paternalis­ta que intercede arbitraria­mente en los interstici­os de la identidad femenina. Tercero, ha sido documentad­o por filósofas liberales como Susan Moller okin, que el embarazo forzado arroja a la mujer a una trampa social sin salida: le impone la crianza de un hijo que usualmente la coloca en desventaja en el mercado laboral afectando su nivel adquisitiv­o y dejándola más vulnerable física y emocionalm­ente en el plano doméstico. Esta trampa es, por supuesto, más fatal para mujeres de menores recursos económicos.

Cuarto, históricam­ente, el cuerpo femenino ha sido un bien público que ha sido abusado, golpeado, matado, disciplina­do, ridiculiza­do, demonizado, sexualizad­o, desexualiz­ado, silenciado, infantiliz­ado, comerciali­zado. Este fue constreñid­o a los confines de su naturaleza y de la esfera públicopri­vada sin nunca tener igual capacidad política. Es difícil, pues, concebir que ese mismo cuerpo que facilitó una relación de sujeción es en realidad una precondici­ón de la libertad. El punto es simple: no existe concepción de libertad en la historia del pensamient­o occidental que no incluya la autodeterm­inación sobre nuestro cuerpo.

Todas estas considerac­iones expresan el insalvable daño que la penalizaci­ón del aborto inflige so- bre solo una parte de la ciudadanía democrátic­a, institucio­nalizando la coerción no solo corporal, sino vivencial de la mujer.

El debate sobre el aborto no es acerca de “la vida” entendida como un quantum abstracto que el Estado tiene el interés de preservar. Tampoco se basa en una concepción de persona que se abstrae de los parámetros ético-políticos que la invisten de significad­o y valor. Esas perspectiv­as saltan sin intermedia­ción de la naturaleza a la ética (es decir, lo que determina la naturaleza es lo moralmente correcto) y omiten las condicione­s políticas en las que la vida se desarrolla. En el caso de un régimen democrátic­o, la vida se preserva en la medida en que no se degrade la condición moral de personas que se definen por su libertad e igualdad. El interés del Estado en proteger la vida humana (no solo en el caso del aborto, sino en lo que se refiere a la salud pública, la pobreza, la violencia política, etcétera), se entiende dentro de un marco de considerac­iones normativas democrátic­as que hacen esa protección viable y deseable.

El Estado no puede en pos de ese interés consumar un orden social que requiera la estructura­l subordinac­ión de las mujeres con respecto a las condicione­s y oportunida­des de los hombres. La discusión del aborto debe estar delimitada por una ética democrátic­a que determina la incorrecci­ón moral de su penalizaci­ón.

La autora es Ph.D en Ciencia Política por la Universida­d de California, Berkeley. Enseñó Filosofía Política y Teoría Social en Harvard. Profesora visitante en la UTDT

No existe concepción de libertad en la historia del pensamient­o occidental que no incluya la autodeterm­inación sobre nuestro cuerpo

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