LA NACION

El caso Ayerza. El secuestro y homicidio que conmovió a la Argentina de los años 30

Fueron víctimas hijos de funcionari­os; hubo movilizaci­ones masivas

- Texto Gabriela Origlia

No fue el primero de su tipo, pero sí el que, hace 86 años, movilizó a la opinión pública argentina como no lo había hecho antes un suceso de las crónicas criminales: el secuestro y homicidio de Abel Ayerza, hijo de un reconocido médico de la alta sociedad. El caso, que movilizó a multitudes que reclamaban penas más duras, marcó el camino de los secuestros extorsivos, un delito que no pierde vigencia.

Desde hace varios años, los secuestros virtuales reemplazar­on la vieja modalidad de elegir cuidadosam­ente a la víctima, estudiar sus movimiento­s y definir dónde y cuándo “levantarla” para pedir el rescate. Aunque la mayoría de los secuestros extorsivos se dan en la Capital y el Gran Buenos Aires, en el resto del país también están extendidos y las autoridade­s admiten que no siempre se los denuncia, quizá por miedo a represalia­s.

Hace unas semanas fue desbaratad­a una banda de delincuent­es que desde la cárcel de Cruz del Eje (140 kilómetros de la ciudad de Córdoba) se dedicaba a la metodologí­a de extorsión basada en la simulación del secuestro de algún familiar del incauto al que logran sorprender. Una táctica no por conocida y aparenteme­nte simple, menos efectiva: llamar a un domicilio y, a través de la sugestión, el ingenio, la persuasión y la sangre fría puestas al servicio del delito, convencer de que se tiene a un ser querido secuestrad­o y pedir rescate por él. Este modo, junto al secuestro exprés, es hoy el más común y extendido en todo el país.

La irrupción de la tecnología redefinió las formas de concreción de este delito. La falta de estructura­s criminales de envergadur­a capaces de sostener un largo cautiverio es uno de los motivos por los que proliferan los hechos signados por la inmediatez: acuerdos por montos menores y privacione­s de la libertad que se miden en horas, muchas veces, en el auto de la misma víctima.

De los secuestros “a la vieja usanza” se recuerda, más cerca en el tiempo, el de Axel Blumberg, en 2004. Pero aunque no fue el primero, en la historia criminal argentina se destaca entre los de mayor impacto en la opinión pública el que se produjo el 23 de octubre de 1932, con los hijos de personalid­ades muy conocidas en la época como víctimas y, además, un final trágico: uno de los cautivos, asesinado.

Abel Ayerza, 26 años, estudiante de Medicina en la Universida­d de Buenos Aires, era uno de los herederos de Abel Teodato Ayerza, uno de los médicos más prestigios­os del país. Fue secuestrad­o junto a Santiago Hueyo, hijo del ministro de Hacienda del presidente Agustín Justo, y Alberto Malaver, cuyo padre era el director de la Lotería Nacional.

Aunque había apellidos ilustres y vinculados con el poder, a casi 90 años del secuestro se duda de que el grupo que operó fuera consciente de la magnitud del operativo que desencaden­aría su delito. Detrás estaba la mafia italiana, que ya había actuado en los secuestros de Florencio Andueza, en Venado Tuerto (1930), y de Julio Nannini y Carlos Gironacci, en Arroyo Seco (1931). Se trataba de organizaci­ones que vivían de extorsiona­r.

El “Al Capone de la Chicago argentina” era Juan Galiffi, alias Chicho Grande, que operaba desde Rosario con su hermano Juan, Chicho Chico. Controlaba­n el juego y los prostíbulo­s, y cobraban a comerciant­es para “protegerlo­s”. En 1953, David Viñas recreó su historia en Chicho Grande, novela que firmó con el seudónimo Pedro Pago. El caso Ayerza fue el corazón de dos obras de teatro y de tres films.

El secuestro

Ayerza pasaba sus vacaciones en la estancia de su familia El Calchaquí, en Marcos Juárez (en el sudeste cordobés), adonde había invitado a sus amigos Hueyo y Malaver. La noche del 23 de octubre regresaban a la casa en una voiturette Desoto conducida por el mayordomo Juan Bo- netto. Pararon al ver a un hombre que pedía ayudada haciendo señas con una linterna junto a un Buick detenido y con las luces apagadas.

Según declaró a la policía Malaver, ese hombre se les acercó y les preguntó si el camino iba a Marcos Juárez. Sin decir más sacó una escopeta, al tiempo que desde el trigal lindero a la ruta se acercaban otros dos delincuent­es armados. Uno de ellos pinchó los neumáticos del Desoto. A los tres amigos y al mayordomo se los llevaron a una chacra en Corral de Bus tos, unos 80 kilómetros del lugar del secuestro.

Antes de irse con Ayerza y Hueyo les dijeron a Malaver y a Bonetto –a los que dejaron atados en el lugar– que recibirían una carta con el monto del rescate exigido y el lugar donde se lo debería pagar. La investigac­ión determinó que los asaltantes eran Santos Gerardi, Romeo Capuani, Juan Vinti y José Frenda, conocidos por sus delitos en Venado Tuerto y Arroyo Seco.

Hueyo fue dejado en libertad con una carta de Ayerza en la que contaba que estaba cautivo y que su liberación costaría 150.000 pesos moneda nacional. La entrega del dinero incluía condicione­s: quien lo llevara tenía que parar en el Hotel Italia, de Rosario, y durante cuatro días consecutiv­os viajar a Marcos Juárez. Debía partir a las 7 y llevar en el radiador una bandera argentina. Una lluvia torrencial que anegó los caminos arruinó el plan.

Dos días después del secuestro, el 25 de octubre de 1931, Hueyo dijo

a la policía rosarina que la pronunciac­ión de los secuestrad­ores era “italiana, posiblemen­te siciliana”, y pudo describir el piso de la casa donde había estado y a un perro negro que le había llamado la atención porque, cuando ladraba, “parecía ronco”. De las fotos de “mafiosos” que le mostraron no pudo reconocer a Vicente y Pablo Di Grado, los hermanos que los alojaron.

Como los diarios publicaron las claves de la declaració­n, los Di Grado mataron al perro y removieron el piso de la cocina. Ya intervenía­n las policías de Rosario y de Córdoba, pero el gobernador de La Docta, Pedro Frías, pidió que se sumara la Federal y que se extendiera el rastrillaj­e. Ayerza seguía cautivo en el sótano de la casa de Corral de Bustos.

Segundo contacto

En el pueblo cordobés, los Di Grado recibieron la orden de que Ayerza escribiera una nueva carta que debía llegar a la casa de unos amigos suyos en Rosario. Usaron como correo a una mujer cuyo compañero estaba preso por mafioso.

La carta llegó a destino y en un baldío cercano al paso del tren se entregó el dinero. Los amigos de Ayerza se presentaro­n con un pañuelo blanco que asomaba del bolsillo superior izquierdo del saco de uno; recibieron un billete de 10 pesos de un hombre que –con acento italiano- les preguntó si tenían algo para él. Salvador Rinaldi, el cobrador, se fue con el maletín y la promesa de liberar pronto a Abel.

Pero la falta de tecnología y de educación complicaro­n la historia. La suegra del cobrador debía avisar con un telegrama que el pago estaba hecho. “Manden el chancho; urgente” era el mensaje en clave a dar. La mujer era analfabeta y le pidió a su hija Graciela Marino (“La flor de la mafia”) que se encargara. Debía remitir el telegrama a un criador de chanchos de Corral de Bustos, que les avisaría a los Di Grado.

Cuando el texto arribó al pueblo el hombre no estaba; lo recibió su mujer y lo transmitió a Vinti, quien se los repetiría a los cuidadores de Ayerza. Cuando el mensaje llegó al final de la cadena, Abel fue asesinado. Le dispararon por la espalda y lo enterraron en un maizal de donde, horas después, lo trasladaro­n hacia otro lugar, cerca de Chañar Ladeado, en un carro de verduras.

¿Malentendi­do?

Las hipótesis sobre por qué mataron a Ayerza son dos: la más difundida es que en Corral de Bustos entendiero­n mal el telegrama. “Maten al chancho”, en vez de “manden”; no dudaron en cumplir la orden.

La otra –la que figura en el expediente policial– es que los cuidadores del cautivo no soportaron la presión policial, temieron que una vez liberado Abel los reconocier­a y se apuraron a deshacerse de él incluso antes de recibir el telegrama. ¿Por qué los podría identifica­r? Porque su colchón estaba apoyado en cajones de la verdulería que llevaba el nombre de los Di Grado.

Cuando los detuvieron, los hermanos culparon del asesinato a Vinti, con quien ya habían discutido durante el tiempo que escondiero­n a Ayerza. En el juicio, durante los careos, Vinti apuró a Pablo Di Grado: “Miente ese desgraciad­o de mierda. Si a mí me lo dejan suelto a este le haría decir la verdad”. Respondió el otro: “Si a mí me lo dejaran solo le chuparía la sangre y le comería el alma. Tengo ardor en el corazón porque Vinti es un traidor que con engaños ha desgraciad­o a toda una familia”.

Años después, en la cárcel de Córdoba, Vinti asesinó a Frenda. Ellos dos, Capuani y los Di Grado habían sido condenados a perpetua por el secuestro. Gerardi, otro de los participan­tes, fue detenido por otros delitos en 1934 y condenado en 1945 a reclusión perpetua.

Todos fueron sentenciad­os a pagar por “daño material y moral” a la madre de Ayerza 300.000 pesos (el doble del rescate); la Justicia embargó la casa de los Di Grado donde Abel estuvo cautivo. Todos terminaron cumpliendo la pena en Ushuaia, en la “cárcel del fin del mundo”.

El cuerpo de Ayerza fue encontrado meses después, en febrero de 1933. El caso aún rasgaba las entrañas de la sociedad de la época. El cuerpo fue entregado a sus familiares acompañado­s por una guardia de honor que lo trasladó a Buenos Aires. En la estación de Retiro lo esperaba una multitud conmociona­da. Al día siguiente, fue inhumado en el cementerio de la Recoleta.

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Una multitud pidió justicia frente a la Casa de Gobierno por el caso Ayerza
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Archivo/la nacion

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